This section offers a selection of publications related to the exhibitions program linked to the phenomenon of Post-conceptual Figuration, accompanied by a data sheet and a selection of published texts, accessible via an alphabetical search. The addition of new contents will be on-going.
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Solitarios del mundo
Title: Solitarios del mundo Author: Bonet, Juan Manuel Publication: El retorno del Hijo Pródigo
«Vivir en el mundo como en un inmenso museo de extrañezas». Giorgio de Chirico. «¡Solitarios del mundo, uníos»: la boutade sólo podía ser de Eugenio d’Ors, que la escribió a propósito de la muerte, en Pamplona, y en plena juventud, de Ángel María Pascual, el autor de este libro maravilloso que es Glosas a la ciudad. Me parece que tan irónica pero en el fondo justa consigna viene al pelo para definir el tipo de agrupación, de unidad de acción, que buscan los pintores que Dis Berlín ha reunido en esta colectiva, El retomo del hijo pródigo, cuyo título de obvias resonancias chiriquianas es un acierto, mil veces preferibles a otro de carácter más programático, tipo Pintores neo-metafísicos españoles, (Ángel María Pascual. Las páginas más explícitamente metafísicas de nuestra literatura están en un libro suyo de 1943, Amadís. En él leemos, página 136: «Es un mar azul e inmóvil de Giorgio de Chirico. Es una calle con rectas perspectivas que termina en tensos cordajes de galeras. Frente a unas arquitecturas elementales, hombres desnudos sostienen lanzas negras, banderolas blancas, finas y estiradas con otros símbolos de argonautas próximos. Apoyado en un cubo de piedra, un anciano envuelto en su manto lee una tablilla sin letras. Nubes estrechas y paralelas surcan los cielos intactos. Cada actitud, cada arquitrabe se acentúan con una simetría de sombras. Entre los faros y los golfos boga una gran flota». Y así sucesivamente).
En esta exposición no hay Plazas de Italia, ni estatuas clásicas, ni maniquíes. Nada que ver, por lo tanto, con los guiños neo-chiriquianos tan frecuentes en Italia —tengo a la vista mientras escribo estas líneas el catálogo de la muestra The New Metaphysicial Dream, Jack Shainman Gallery, Nueva York, 1986, catálogo que me parece sencillamente kitsch.
La pintura metafísica, para los pintores agrupados en El retorno del hijo pródigo, ha significado no una receta formal, sino una suerte de contraseña, de punto de encuentro, de territorio común al que acudir. Interesarse por Giorgio de Chirico, por Savinio, por Morandi, por Carra, por Filippo de Pisis —hasta hace poco un pintor tabú—, era un modo de decir que se desconfiaba de una cierta manera de contar, de vivir, y por lo tanto de continuar la historia del arte moderno: un modo también de sugerir que no pocas de las preguntas formuladas por aquel núcleo italiano, siguen siendo plenamente vigentes.
Los pintores de El retomo del hijo pródigo sienten todos ellos la fascinación de la ciudad. Dis Berlín, en lo que él mismo llama no sin ironía su «época azul», fue, por ciudades soñadas, el perfecto flâneur, «viajero inmóvil», se trasladaba, con la imaginación, a Leningrado, a Macao, a Londres, a Varsovia, a Roma, a Venecia... Lacomba residió durante un tiempo en París, donde se empapó de pintura francesa del entre-dos-siglos; hoy vive voluntariamene retirado en Carmena, y vuelven a menudo bajo su pincel las imágenes de altos castillos solitarios. Cuando no evoca Lisboa, Pelayo Ortega pinta una ciudad del Norte —primero su Mieres natal, luego Gijón, donde reside en la actualidad—, recorrida por un personaje en el que cabe ver un autorretrato; su segunda individual madrileña, recién inaugurada, se titula la provincia blanca: actualmente trabaja en un libro con Miguel Sánchez-Ostiz, libro cuyo título —Pasaje de los panoramas— remite al París de Aragón y de Walter Benjamín. Calzada, que desde hace algún tiempo se centra en los verdes y suaves paisajes de su Galicia natal, ha pintado su extrañeza ante un cierto Madrid: desde su estudio, estratégicamente situado en el corazón de la zona más vieja de la ciudad, se ven algunos edificios emblemáticos, y entre ellos la Torre de España, motivo de algunos de sus cuadros más inquietantes. También María Gómez ha elegido en más de una ocasión la capital como motivo pictórico. Rojas reconstruye una y otra vez, en la memoria; en el sueño, su Tarifa natal de calles desiertas que desembocan en el mar, de naves industriales y chimeneas, de muelles y torres. Aunque no conozco ninguna obra de Manuel Sáez ni de Juan Correa sobre una ciudad concreta, lo cierto es que en ambos está presente la problemática urbana: la última exposición del primero estaba llena de ladrillos, y el segundo es amigo de ciudades y torreones en ruinas. Los más abstractos, Antoni Domenech y Luis Marco, son los únicos que escapan de la iconografía urbana; pero conozco unas pinturas antiguas de Marco, de lo más extrañas e interesantes, en que abundaban las imágenes de arquitecturas, y en Domenech ha tenido gran importancia el mundo del objeto y de la publicidad.
Asumir cierta geografía, esa provincia laforguiana que reivindica Pelayo Ortega, esas ciudades andaluzas, desiertas a la hora de la siesta, de Lacomba o de Rojas, ese Madrid que es denominador común para una gran mayoría de esos pintores, es, desde luego, en la España de los noventa, una manera de desmarcarse del seguidismo imperante, seguidismo de lo que dictan la última revista o la última colectiva internacional.
La literatura, lo literario. Durante años se ha considerado que el pintor debía evitar lo literario. Los pintores reunidos en esta colectiva están casi todos convencidos, por el contrario, de que el diálogo con la literatura les enriquece, y sobre todo enriquece sus respectivas obras. También en ese sentido, la aventura de los pintores metafísicos cobra valor de ejemplo: Giorgio de Chirico, Savinio, Filippo de Piscis son recordados también por los libros que escribieron: por Hebdomeros, por Ascolto il tuo cuore, cittá, por La cittá dalle centro meraviglie...
El más decididamente literario, el primero en privilegiar la relación con la poesía —en su día él mismo escribió versos—, ha sido Dis Berlín. Dentro de unas semanas, dará una conferencia en el Instituto de Estética de Madrid sobre «Pintura y poesía», en la que hablará de los escritores, de las novelas, de los poemas que le han influenciado. El año pasado reunió sus Cantos, que son y no son los Cantos poundianos —motivo de ensoñación también para Xesús Vázquez—, y publicó Última Europa, donde dialoga con el autor de La patria oscura; ahora sale Morandiana, donde traduce en imágenes la meditación de José Carlos Llop sobre la vida de un escritor que, junto con Larbaud y con Modiano, fue referencia importante durante su época azul.
Algunos de sus compañeros de exposición no le van a la zaga de Dis Berlín en cuanto a voluntad de diálogo con la literatura. Así Lacomba, uno de los pintores más cultos de nuestra escena, colabora en revistas, y ha publicado un ensayo sobre la estancia sevillana de Matisse. María Gómez, que también escribe —recuerdo unas páginas suyas, bellas y enigmáticas, sobre el París del Barón Hausmann— está a punto de publicar un libro —El oráculo— con Vicente Llorca. Pelayo Ortega, por último, después de haber realizado Semblanza de Gijón (1989) con Francisco Carantoña, prepara el mencionado Pasaje de los panoramas con Sánchez–Ostiz, quien por cierto escribió en su momento un texto muy agudo sobre Dis Berlín. (Fuera de esta colectiva, pero cerca de estos pintores, está Xesús Vázquez, de quien Dis Berlín publica ahora, en «El Caballo de Troya», un volumen de versos y aguafuertes: Mitad del gozne).
He dicho antes que no hay aquí Plazas de Italia, ni estatuas clásicas, ni maniquíes. No faltan, sin embargo, ciertas señales metafísicas explícitas, quiero decir, ciertas imágenes que serían inexplicables sin la existencia previa de la aventura iniciada por Giorgio de Chirico en torno a 1910, con Enigma de una tarde de otoño.
El Nocturno de Pelayo Ortega, y su serigrafía La provincia, en la que están ya contenidos los mismos elementos —la plaza, los soportales, el reloj encendido—, son en ese sentido piezas paradigmáticas, como lo son algunos de los aguafuertes del citado Semblanza de Gijón, donde encontramos, además de plazas y relojes, otros escenarios, entre los que cabe destacar los muelles, las calles fabriles, y el patio de la Universidad Laboral, un edificio singularísimo, cuyo arquitecto, Luis Moya, conocía muy bien el mundo pictórico de Giorgio de Chirico. El propio título Crepuscular, de obvias resonancias simbolistas, puede ser relacionado también con ciertos títulos chiriquianos —es sabido que Giorgio de Chirico bebió también en fuentes simbolistas. Han abundado, en la pintura reciente de Pelayo Ortega, las estaciones de ferrocarril —como varios de sus compañeros de muestra, él es colaborador de Estación Central—, los escaparates, los maniquíes de costurera.
Referencias metafísicas explícitas las ha habido también, y muchas, en el período azul de Dis Berlín: calles y plazas desiertas, barcos —Maurizio Calvesi titula «Los timoneles del paquebote» el primer capítulo de La metafísica esclarecida, libro de 1982 traducido el año pasado a nuestro idioma—, muelles, trenes, ruinas de la antigüedad clásica, torres, faros, boeckiinianas islas de los muertos. Los lugares solitarios, extraños, han abundado en la obra de María Gómez, pintora que siempre ha estado interesada por la mitología. El Madrid de Calzada es un Madrid esencialmente metafísico. Las sombras juegan un papel importante en la pintura de Sáez, hoy residente, por cierto, en la Academia Española de Roma, institución donde le precedió Vicente Llorca; los extraños personajes que pintaba en tiempo recuerdan ciertos personajes de la pintura novecentista italiana.
Este común denominador metafísico, que en el fondo es una común capacidad para desvelar enigmas en la realidad, para interrogarse ante el «museo de extrañeza» que es el mundo, no está reñido con otros intereses. Lacomba sigue en buena medida determinado, en su modo de pintar, por cierta tradición postimpresionista francesa , y también por el expresionismo abstracto norteamericano. Para Dis Berlín, la geometría constituye desde hace muchos años —por lo menos desde sus variaciones sobre L’Aubette de Estrasburgo— una referencia fundamental. Geométricos son los mares de Rojas. Luis Marco busca situaciones límite, ya sea en sus lienzos, que poseen la pureza mística del mejor Newman, ya sea en sus sutilísimos estarcidos sobre la pared. En el otro extremo, Pelayo Ortega, lejanos ya los tiempos en que se reclamaba de los clásicos del minimal, reivindica cierta tradición figurativa local: Semblanza de Gijón está dedicado a la memoria de Evaristo Valle y de Nicanor Pinole. Para completar este abanico de referencias estilísticas, habría que contemplar también el hecho de que la mayoría de los pintores de El retomo del hijo pródigo son sensibles a ciertos aspectos del surrealismo: es el caso de Juan Correa —que ha pasado por Cornell, y que, como él, ama la gran tradición romántica—, de Manuel Sáez, de Calzada, de María Gómez, de Dis Berlín —uno de los creadores más omnívoros que conozco, y a la vez uno de los más capaces de reordenar las cosas a su manera— y sobre todo de Rojas, que ha revisitado la obra mironiana, y que en algunos de los cuadros que expuso el año pasado en Antonio Machón nos muestra islas que son también rostros. Evidentemente, el surrealismo en cuestión es un surrealismo frío, cerebral; no hay aquí el menor ápice de automatismo. En ese sentido es significativa la tentación magrittiana que aflora en el trabajo reciente de varios de estos pintores: en Manuel Sáez, en Calzada cuando figura una mansión solitaria entre los árboles, a contraluz, sobre un cielo rosa, o en María Gómez cuando coloca un lienzo figurado contra un paisaje normal.
Luis Frangella, un artista argentino recientemente desaparecido en Nueva York, donde residía, y que llegó a Buades de la mano de Navarro Baldeweg, es objeto de homenaje por parte de los pintores de El retorno del hijo pródigo. También en su obra está presente la extrañeza metafísica ante el mundo. La calavera, la cruz, la vela: a través de estas imágenes simbólicas, que en los últimos años substituyen las de objetos más banales, Frangolla llegó a una pintura ascética. Sin solución de continuidad, la máxima banalidad y la máxima trascendencia: a esa lección forzosamente habían de estar atentos Dis Berlín y sus compañeros. |