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FIGURACIONES DEL NORTE

 

Título: Figuraciones del norte

Autor: Barón, Javier

Publicación: Figuraciones del norte

 

 

 

No se muestra en estas pinturas aquel norte, territorio mítico de exploración que en las distintas tradiciones que parten del romanticismo encontró, a lo largo de este siglo que termina, nuevos caminos hacia el expresionismo, el surrealismo o la abstracción gestual. En los ocho artistas que aparecen se rastrea, eso sí, un individualismo extremo, una incomodidad can las últimas asimilaciones de las estéticas de lo sublime, un estar en guardia, precisamente, frente a los ecos de aquel romanticismo que, a principios de los ochenta, volvieron a aparecer en nuestro país bajo una orientación expresionista. También hay en estos artistas, a diferencia de aquellos otros que se dieron a conocer en la década anterior, un desinterés mayor acerca del genius loci. Son pintores que, en su mayoría, trabajan lejos de su lugar natal. Santiago Mayo, coruñés de nacimiento, pero que pasó la práctica totalidad de su infancia y primera juventud en Asturias, trabaja en Madrid y ha pasado largas temporadas en París. Sergio Sanz, santanderino, pinta también en Madrid. Luis Rodríguez Vigil, ovetense, lo hace en Barcelona, donde pasó unos arios el bilbaíno Luis Candaudap. El cántabro José Gallego vive desde hace mucho en Elche. En cambio los donostiarras Amondarain y Muniategiandicoetxea y el bilbaíno Edu López viven y trabajan en sus ciudades natales, a pesar de lo cual no mantienen un especial vínculo en su arte con su entorno.

 

Así, de José Ramón Amondarain se ha afirmado con razón que su pintura podría haber sido hecha “en cualquier parte del globo”1. Sus obras de los últimos arios se plantean el motivo mismo de la pintura con un sentido de especificidad disciplinar. Ya desde su serie Para ciegos, de 1993, comenzó a utilizar masas de óleo que llama mochos, en objetos de tres dimensiones, con diferentes formas. Aquí la materialidad de la pintura se hacía verdaderamente objeto, renunciando tanto a la pretensión ilusionista como al lenguaje expresivo propio del medio. A partir de aquí se abrían al artista amplias posibilidades. Una de ellas era presentar, junto a un mocho exento, un cuadro pintado con ese mismo color, de tal modo que se ofrece de dos distintas (y opuestas) maneras el propio elemento físico de la pintura. Otra posibilidad era la representación en el mismo cuadro de los mochos, bien aisladamente, como si fueran construcciones casi monumentales, a las que el cambio de escala añade un matiz ambiguo y equívoco; bien en inquietante duplicidad, como hace en otro de los cuadros que aquí presenta; bien, finalmente, en un conjunto que dispone sobre una peana a manera de repertorio o inventario de distintas formas y colores. La concepción ilusionista de esta última obra lleva a representar la perspectiva, las sombras y el espacio en torno a la peana, de tal manera que al ver su reproducción en el catálogo da la impresión de que se tratara de una pieza en tres dimensiones. En esa búsqueda Amondarain llega a conformar con su obra un espacio de radicalidad nuevo para su pintura. En ese espacio, a veces de elegante ambigüedad, los objetos parecen transformarse.

 

En sus últimas obras el recurso a la infografía le ha permitido otra vuelta de tuerca a esa dialéctica entre la estricta y desnuda materialidad de la pintura (el mocho) que se muestra como objeto, y su representación ilusionista en el lienzo pintado. El artista fotografía su propia obra y la proyecta digitalmente sobre el lienzo, pintando a su vez encima. Esa superposición o, habría que decir, colusión, de lenguajes, aparece como la consecuencia inexorable del hecho de plantear hoy, a fondo, el de la representación. La resonancia richteriana de alguna de estas obras no impide ver que nos encontramos ante un punto de partida del mayor interés, en que el que su propuesta apunta a una cuestión verdaderamente central en el arte de hoy: el estatuto no ya de la pintura, sino el de la imagen digital asimilada por lo pictórico, lo cual también puede plantearse al revés. Es cierto que en esa vía, emprendida hace poco por el artista, hay mucho aún que recorrer. Aquí se ha preferido mostrar tres obras de su etapa inmediatamente anterior en donde la dialéctica entre el ilusionismo y la materialidad se plantea en términos específicamente pictóricos, con una claridad y concisión extremas.

 

La pintura de José Gallego parece representar lo que apenas se intuye o lo que va a desaparecer. Es esa disolución de la imagen en tránsito (no en movimiento, sino en lenta transformación entre el ser y el dejar de ser) la que produce una aparente proximidad con la abstracción. En sus cuadros barnizados la superficie de la obra devuelve, como un espejo, la imagen del espectador, dificultando la percepción de lo representado. En otras obras, como las aquí expuestas, se ven imágenes de una particular ambigüedad cuya raíz podría estar en las ensoñadoras visiones de su mar del norte natal y que, en todo caso, son ajenas a la claridad de las tradiciones figurativas del levante español, donde vive hace ya tiempo. Esas imágenes ayudarían al artista a una cierta anamnesis, al reconocimiento de lo depositado en la memoria. Nada hay sin embargo de exacerbación expresiva en este artista, sino una peculiar serenidad, tal vez porque para él es precisamente la distancia, intervalo perdido (según la expresión de Gillo Dorfles) ahora recuperado, el catalizador que hace posible su arte. Hay distancia con respecto al objeto de su recreación, siempre el norte, territorio cuyos contornos difuminados por el recuerdo acaban por convenir con toda propiedad, a su presunta condición como ambiente, en perpetuo cambio atmosférico. Así, los desplazamientos que en su pintura delicadamente hecha en grises, muestran un posible paisaje o un interior, son ecos de esa deriva de la imaginación hacia la memoria. Cuanto es posible imaginar en ese terreno viene a coincidir, extrañamente, con la más profunda realidad.

 

Y hay distancia, también con el espectador, al que trata de hurtar el entendimiento fácil de lo que puede ver en el cuadro. Por eso la renuncia a titular las obras y también la alegría que dice sentir el pintor cuando alguien no comprende un cuadro suyo. Sólo entonces, en ese estado de inicial confusión, puede verdaderamente comenzar a ver sin dar nada por supuesto o definitivo. En ese instante puede percibir la realidad misma de nuestro mundo, hecho de lo frágil y lo fugitivo. En los interiores, los espacios están deshabitados para dejar sitio a esa inicial confusión ante la ambigüedad. Parece que son los muebles (mesas, sillas) los que, verdaderamente, los habitan. Sin embargo sus verdaderos moradores son las sombras. En los paisajes a menudo no hay composición, centro, ni marco2. Son superficies que parecen fluir de un modo inmaterial que indica, de manera inequívoca, el transcurso del tiempo. Nada parece haber tangible aquí y es éste, precisamente, el terreno por excelencia de la pintura.

 

Pocos artistas de su generación como Manu Muniategiandicoetxea han estado tan profundamente absorbidos por el hecho de lo pictórico. Formado en la Facultad de Bellas Artes de Bilbao entre 1985 y 1990, acudió luego a talleres de diversos artistas en Arteleku (San Sebastián), entre ellos los escultores Adolfo Schlosser, Ángel Bados y Txomín Badiola y los pintores Joan Hernández Pijuán y Jürgen Partenheimer. Las geometrías de este último pero, sobre todo, las obras de los constructivistas rusos (le interesó particularmente Liubov Popova) pudieron estar relacionadas con sus trabajos de mediados de la década. Pero hace tiempo que el artista ha abandonado el terreno de la geometría estricta para pintar arquitecturas y, también, elementos mobiliares como vitrinas, sillas y mesas en las obras que aquí se presentan. Aparecen todos ellos vistos en ángulo de tal manera que su tridimensionalidad se hace presente por obra de la perspectiva. Hay así una percepción de un espacio en el interior de la pintura. Es algo concreto, determinado, sin una definición geométrica fuerte, ajeno a toda resonancia de modelos espaciales como los que interesaban a algunos artistas alemanes en la segunda mitad de los arios ochenta, más cercano, en cambio, a las obras de Martin Kippenberger, que ha interesado particularmente al artista.

 

Se trata aquí de un espacio descrito como elemental topología que, a veces (tal en las obras en cuyo fondo figuran las letras alusivas a los tres ejes de la representación ortogonal del espacio X Y Z), llega a ser tautológica. En esta evidencia o percepción desnuda del espacio a través de su pintura hay un repliegue del artista que abandona el territorio de la abstracción, cargado de resonancias simbólicas y expresivas, sin caer por ello en estas obras en el campo figurativo aún más lleno de connotaciones (que sin embargo explorará en cuadros como su Autorretrato o en algunos de temas eróticos, mucho más próximos a otros artistas como el japonés Akira). Parece como si el pintor plasmara un espacio neutro, al margen de las ansiedades de la expresión. Y es justamente en ese ámbito de lo neutro o lo inexpresivo donde aflora la certeza de la pintura inmediata, de pincelada franca y ligera de color, sin referencia a nada que no sea ella misma, con su espacio propio.

 

Heredero en algún modo, como se ha señalado en ocasiones, de aquella mirada distanciada sobre el pop que ejercitó Luis Gordillo, la obra de Candaudap es también una reflexión, de muy otro signo, acerca de la pintura. De ahí ese recubrimiento total de la tela en distintas áreas que a veces se superponen y que van estableciendo, en la diversidad de las superficies, un equilibrio, más que laberíntico, convulso (y en este sentido es patente una cierta raíz surrealista), entre lo que es fondo y lo que es figura, entendida esta última en el más amplio sentido pues, a veces, se trata de un trazo gestual que ocupa el centro del lienzo. El pintor trabaja febrilmente en las distintas partes, ya en el núcleo ya en los márgenes de la gran superficie de su obra y, en ocasiones, la deja reposar para volver finalmente a ella y quebrar nuevamente aquella dialéctica, agregando un último elemento de distorsión final para, como el artista dice, engañar al cuadro. En este esfuerzo por evitar lo consabido vuelve el lienzo literalmente del revés y termina la obra de ese modo, invirtiendo la posición de cuanto había y forzando a la visión a un nuevo punto de partida.

 

He ahí, precisamente, la cuestión, cuándo termina el cuadro. Obras como Agirre o Pablo superponen tal cantidad de elementos que al pintor le ha resultado difícil saberlo. Hay una lectura del mundo del barroco en estas pinturas, cuyas composiciones encuentran finalmente la unidad restableciéndola a partir de una fragmentación llevada al límite. No sólo en la distinta forma o colorido, sino también en las texturas; aparecen en algunos lugares delicadas resoluciones con veladuras, que contrastan con las tramas mecánicas hechas con un rodillo de agujeros. A veces, como en Saladino, se ve, modelada finamente por el artista, la materia, que sobresale de la superficie en forma de botones que, al estar dispuestos con regularidad, dan una idea de trama erizada, igual que si se tratase de pinchos en un escudo. También emplea, primero de un modo más pictórico, luego más neutro, unas formas con reminiscencias oculares. El cuadro citado en último lugar semeja precisamente la disección de un ojo. Como suele ocurrir, el centro aparece tapando una especie de escenario roto, otro rasgo barroco de presentación de sus pinturas.

 

Pero también tiene Candaudap recursos para evitar toda sensación de facilidad extrema en el flujo de lo pictórico, rompiendo con esa continuidad característica del arte barroco. Por un lado suele delimitar los bordes de las superficies con blancos que las separan. Por otro, sobre todo, emplea las superficies oscuras como agujeros negros que absorben la materia, tan abigarrada en derredor suyo, como si tratara de arrancar de cuajo el núcleo del cuadro o de romper con toda posibilidad de equilibrio, al hacer contrastar el exceso de información que muestra en la periferia de la tela con la ausencia total de ella en el centro. Pero acaso la propia saturación informativa propicie, necesariamente, esa misma disolución, como pensaba Paul Virilio. También podría aludirse, recordando a Guattari, a una interrupción de los flujos del deseo presuntamente implícitos en la acción misma de pintar, cuya brusquedad señalaría el fin de aquella equiparación entre la actividad pictórica y la de la máquina deseante. El artista dice:

 

Yo estoy continuamente canalizando cosas para que suceda algo; al final la cuestión es todos los estímulos que yo recibo y la forma en que lo traspaso en mi intento de comunicar, no hay más secreto. A veces es una idea, una memoria, algo que has visto, lo que te motiva para empezar a trabajar y cuando empiezas a veces es como si se desplazara todo, como el caldo, y luego ves tus cuadros y es como si fueran casi cataclismos, hechos a base de montar y desmontar. Y llegas a creer que ése es el juego, hacerte a ti mismo, o bien -otras veces- deshacerte, diluirte3.

 

Ese esfuerzo del pintor por crear una estructura compleja a partir de la fragmentación, llevada hasta el extremo, sin dejar de mostrar ésta, apunta hacia un territorio verdaderamente límite de la pintura.

 

Frente a las obras amplias, ingentes, de Candaudap, las de Eduardo López son, aparentemente, un relato construido por pequeñas historias, tantas como cuadritos en los que se fragmenta cada uno de sus grandes montajes. El artista comenzó realizando, en su época de alumno de la Facultad de Bellas Artes de Bilbao, grandes composiciones. Aquellas obras estaban repletas de pequeños elementos, cuya laboriosa ejecución hacía que se demorase largos meses en terminar cada obra. Después, estos elementos se independizaron y, cada uno, llenó un cuadrito autónomo, a menudo de 20 x 20 cm.; otras veces de 50 x 50 cm. El artista señala que empezó a pintar en esos formatos porque trabajaba en su propia casa y podía así aprovechar el espacio disponible tanto para pintar como para almacenar los cuadros, que iba poniendo en la pared. Por entonces buscaba una diversidad de asuntos y de recursos formales en un afán de huir del estilo, como había preconizado Picabia. Al principio los disponía según un orden geométrico, como si se tratase de un álbum de cromos. Aunque cada cuadro es una unidad que puede funcionar de modo autónomo el artista suele agruparlos en instalaciones. Es significativo el modo en que el realiza el montaje. En la sala de exposiciones y en un ambiente de silencio y concentración, parte de una esquina de la pared, coloca un cuadro y, entre todos aquellos de que dispone, elige el segundo en virtud de una relación especial con el anterior, cuya índole puede ser tanto narrativa o de contenido como formal. En sus montajes domina ahora la forma de nube, tal vez porque su apariencia orgánica equilibra el carácter geométrico de los cuadrados.

 

La diversidad de sus asuntos no impide advertir algunas líneas dominantes. Entre ellas, la referencia al propio arte y especialmente a las vanguardias, no sólo a hallazgos como los diseños mecanomorfos de Duchamp y Picabia, o los símbolos constructivos de Torres García, sino también a las intuiciones literarias de escritores como Alberto Savinio, a quien ha dedicado algún texto, Tzara o Jarry. En esa fascinación por aquellos arios también le ha atraído la aventura española, como en la serie, con cuadros de mayores dimensiones, dedicada al filmófono, precedente del cine sonoro inventado por Ricardo Urgoiti, que dio lugar a la película El orador Bluff producida por Giménez Caballero, con Ramón Gómez de la Serna como actor. Los paisajes de Ortega Muñoz, tan pictóricos, son otra cita frecuente. Hay asimismo citas a artistas anteriores como Ingres o Bücklin, cuya Isla de los muertos aparece con diversas variantes. Pero es más habitual el tipo de dibujo de trazo grueso y certero, que trae a la memoria a Philip Guston. También hay, como en la obra de su mujer, Ana Isabel Román, referencias constantes al mundo de las máquinas, de lo automático, producto de una fascinación por lo que funciona que tal vez brinda pistas acerca de su propio proceso pictórico. Pero el posible automatismo de su pintura tiene elementos de distanciamiento, dados por su fragmentación, por sus variaciones y por la falta de estabilidad cuidadosamente medida que el vagabundeo estilístico o temático entre cuadro y cuadro produce en el discurso global. Es significativa la comparación que el mismo artista propuso hace arios de su obra con las Impresiones de África de Raymond Roussel4. Al interés de Eduardo López por los textos vanguardistas no es ajena tampoco la incorporación de algunos fragmentos, o de simples letras, como códigos de tipografía moderna, en sus obras. Son elementos que en sus cuadros de mayor formato, más despojados, revelan otra clave distinta a la proteica de sus instalaciones, extensos inventarios de figuras.

 

Como en el caso de Eduardo López, después de haber trabajado en grandes dimensiones Santiago Mayo prefirió, a partir de 1993, los formatos pequeños. Desde entonces sus pinturas revelan, en su tamaño casi invariable de 30 x 30 cm., un gusto no sólo por lo esencial y concentrado, sino también una clara deriva con respecto a lo constructivo. Sus pinturas, que antes titulaba con nombres de lugares a las que, en origen, se referían, tienen en los últimos arios nombres más genéricos. Sigue existiendo en ellas una separación en dos, a veces tres, franjas que hace que se denominen, simplemente, Ocre y siena o Negro y azul. En alguna otra, como el llamado Bodegón, en negro y gris, el título hace referencia a los de Zurbarán. Esta obra no deja de proporcionar una clave para entender también los paisajes del artista quien, a su vez, ha declarado lo siguiente: La naturaleza muerta es un paisaje interior. El paisaje visto en detalle, entra en la escala de la naturaleza muerta. Es un paisaje entendido como espacio reducido a conceptos matemáticos: horizontales, verticales y proporciones dimensionales5.

 

Sin embargo, no es el de Mayo un problema planteado en términos de estructura del cuadro, como definición espacial abstracta. El artista está paradójicamente más cercano a la tradición de la topografía, sólo que en lugar de describir aísla y depura lo que le parece más relevante, una luz, una materia, un contraste de colores. Es cierto que el esquema de la composición recuerda las obras de Rothko, pero nada hay aquí de meditación trascendente ni de poética heroica o sublime. El artista parte de una referencia concreta y es el pálpito de un particular paisaje, el sentimiento de un lugar determinado, lo que le lleva a pintar. Ese lugar puede ser producto de la evocación, como en una serie de cuadros, realizada el ario pasado en París, que denomina Églogas, y aquí el título, que el mismo artista dice que debería ser Geórgicas en recuerdo de las de Virgilio, es una reminiscencia de la vida en el campo.

 

Otra referencia de sus pinturas recientes que señala la importancia que la determinación de lo particular tiene en su obra es la de las arquitecturas que se construyen en los arrabales de Madrid. En su obra anterior hay precedentes: las construcciones de la serie Chabolismo y los dibujos que, bajo el título El cerro de la mica, realizó en 1995 y 1996, en aquel poblado de chabolas en el extrarradio madrileño. La sencillez de aquellas arquitecturas elementales conviene muy bien a su pintura. Las obras recientes con estos motivos, que ahora llama Neochabolismo, incorporan elementos en relieve, según un talante que sigue recordando lo constructivo. En todos los casos se trata de un arte de lo concreto, exento de pretensiones universales, en un tono voluntariamente menor que, con todo, no deja de plantear a su modo, como lo hacen las pinturas aquí presentadas, el elemental problema de lo pictórico. Aunque hay cuadros monocromos y otros con varios tonos la mayoría tienen sólo dos colores. Son las variaciones no sólo de color sino de ejecución entre ambas franjas, el distinto ritmo y velocidad, la diferente cualidad de la materia, lo que acaba determinando la peculiaridad de su diferente relación. En ella tiene especial importancia, como se ha señalado6, la línea que separa o, más bien, junta, ambas bandas, espacio de transición en el que se afirma con la mayor claridad ese carácter concreto; no horizonte ideal abstracto pero inexistente. Por eso nunca aparece esa línea totalmente definida por una recta, sino que siempre se ve ligeramente ondulada, a veces gruesa, como si acogiera el espacio verdaderamente importante del cuadro, el territorio límite, igual que es el presente, el momento concreto, separación entre pasado y futuro, lo único que cuenta.

 

Quedan dos pintores singulares, aparentemente fuera de época: Luis Vigil y Sergio Sanz. El primero, en posesión de una formación técnica muy notable, tuvo un primer florecimiento hacia 1986-87, época en la que realizó dos importantes exposiciones en Oviedo y Madrid. Llamó la atención ya entonces su calidad de pintor, podría decirse, barroco, que le llevaba a expresarse a través de una pintura densa que progresivamente ha ido oscureciéndose de color y aumentando en dramatismo. También perdura el elemento narrativo, a menudo con derivaciones hacia un mundo mágico, muy personal, que no ahorra alusiones al entorno inmediato del artista. Otras veces aparecen iconografías religiosas, o mitológicas, en cuadros con reminiscencias de la pintura de los siglos XVI y XVII. A veces su mundo es el de las figuraciones de la segunda y tercera décadas de este siglo. Un especial interés tenía ya en su pintura el motivo de los niños, en el que acertaba a interpretar con una hondura insólita la intensidad de los sentimientos infantiles en sus matices de mayor sutileza. Así se veía en Presentación en la nieve o en la más reciente San Juan en el desierto, una de sus obras más sugerentes.

 

Con el tiempo, y especialmente después de su estancia en Italia, donde estuvo en 1996 con una beca de la Academia Española en Roma, su pintura ha ganado en intensidad y en calidades, sobre todo en lo relativo a la captación de la luz, que refulge sobre fondos oscuros, ensordecidos. Obras como Las tres edades o El domingo en la granja revelan, por curioso que parezca, ecos de Solana. En ellas la materia parece dar una consistencia extraordinaria a las figuras hasta llegar casi a petrificarlas. En cambio en sus cuadros eróticos, un conjunto de tablitas con motivos de amor homosexual ambientados al aire libre, una energía intensa y desbordante parece anegar el entorno, desparramando vitalidad y goce de vivir. En alguna de sus obras con motivos de desnudos podía pensarse en Lucien Freud por la angulación de los encuadres, o por su consideración de la anatomía, pero no ciertamente en estas obras, de las mejores del artista, reviviscencia de un paganismo antiguo. En otras, como Pin up, recordamos a ciertos pintores norteamericanos de los arios treinta, como Reginald Marsh.

 

De vuelta a España, y con alguna intermitencia típica en su trayectoria, el artista ha trabajado primero en Madrid y luego en Barcelona, donde actualmente reside. De la etapa madrileña es la excelente decoración del Teatro de Getafe, con motivos inspirados en el mundo de García Lorca, interpretados con una efusión lírica y expresiva que pocas veces se ha visto en la pintura decorativa de las últimas décadas. Y de la barcelonesa estos cuadros, en los que el artista vuelve a mostrar sus inquietudes. En esta etapa el artista vuelve a los temas eróticos, casi pornográficos, como en Lot y sus hijas, perversos, como en Las alegrías de un abuelo, infantiles en El rey del mar, o a motivos religiosos, como la Visión de Lomellini.

 

Finalmente, la obra de Sergio Sanz es también muy particular. A diferencia de Vigil es un artista que trabaja muy lentamente, con poca producción. Aunque no es en sentido estricto un autodidacta, pues ha acudido a distintos talleres del Círculo de Bellas Artes y a una escuela privada de pintura, no ha cursado estudios académicos. Gran aficionado a la literatura, como revela su bien ordenada biblioteca, y a la música de jazz, sus pinturas, de extraña o intempestiva apariencia, revelan un mundo original que el artista pugna laboriosamente por plasmar. A diferencia de lo que suele ser habitual el pintor tiene una imagen precisa de lo que quiere conseguir; a veces, incluso, realiza bocetos previos del cuadro. Su técnica de superponer varias capas de pintura sobre un lienzo apenas sin preparar, con una final que le da una terminación satinada, es muy particular.

 

Algo tenían de Balthus las figuras de las obras que presentó en su primera exposición individual, celebrada en la galería Gamarra y Garrigues de Madrid en 1987. En cambio en la que cinco años después realizó en Bilbao, aparecían ecos de la Nueva Objetividad alemana, con un cierto distanciamiento que recordaba también la pintura británica7. En los años siguientes sendas exposiciones en la galería santanderina Siboney en 1993 y 1996 mostraban el asentamiento de su estilo, en una pintura entonces más clara, que utilizaba la fotografía como auxilio pero con resultados completamente distintos en temas y formas de cuanto entonces se hacía en la pintura española.

 

Sus últimas obras, algunas expuestas el pasado ario en la galería Sen, revelan un sentido de esencialidad más acusado. Imágenes de fuerte poder como emblemas (Rea), se presentaban junto a otras profundamente inquietantes, como Academia, Fruto prohibido y, sobre todo, El espíritu del 18 de agosto. Esta última nos mostraba un extraño cuerpo vegetal próximo a la corrupción en el que, al fijar la mirada, iban apareciendo gusanos y rostros humanos. El artista parecía buscar una senda aún más incógnita, y los escasos cuadros que desde entonces ha realizado lo confirman. Decía entonces Sanz que quería registrar sus terrores, sus pesadillas8. Así se explican obras como El homicida o El suicida, obras extremas en su aproximación a lo siniestro. La imprecisión de los fondos que aparecen en estas obras, o en otras como Countless Tea, acaba por dar a la figura, que en los últimos cuadros aparece siempre aislada en el cuadro, un carácter más extraño que, en su singularidad, no deja indiferente al espectador.

 

NOTAS

1 F. J. SAN MARTÍN, “José Ramón Amondarain, un ejercicio de optimismo”, Zehar. Boletín de Arteleku, n°. 27, octubre-diciembre 1994, pág. 33.

2T. GÓMEZ REUS, “Laberintos nebulosos, bailes entre ausencias y huellas de un acaso”, en José Gallego, Santander, Galería Siboney, Arco 1992.

3A. OKARIZ, “Candaudap vuelve”, Egin, Bilbao, 20 de noviembre de 1997.

4Eduardo López. La lente perversa, San Sebastián, Museo de San Telmo, 1995.

5Declaraciones a E. Vozmediano, “El paisaje, visto en detalle, entra en la escala de la naturaleza muerta”, Diario 16, Madrid, 9 de diciembre de 1996.

6H. FREIRE, Catálogo de la exposición Escenarios, con Fernando Baena, Madrid, Cruce, 1998.

7F. CALVO SERRALLER, “El mundo de Sergio Sanz”, en Sergio Sanz. Pinturas y dibujos, Bilbao, 1992.

8D. GARANDA, “Sergio Sanz pintor”, El gato encerrado, 19 al 25 de junio de 1998, pág. 70.

 

 

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