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Catálogo de ilusiones
Título: Catálogo de ilusiones Autor: Eguizábal, Raúl Publicación: Catálogo Exposición Canción de las figuras
A lo largo del tiempo, de encuentros y desencuentros, o de inesperadas casualidades, hemos ido conociendo la obra de diversos artistas a la que nos hemos acercado no con la incómoda intención del análisis o la crítica, sino con el deseo del goce. Nuestra memoria ha ido formando así su particular catálogo, más que de pinturas o dibujos, de ilusiones de lienzos y papeles: el cuadro de nuestros pensamientos, como la chica de nuestros pensamientos, es en parte real y en parte soñado.
Si en la música la canción representa esa parte susceptible de ser recordada por el común de los mortales, hay también en la pintura imágenes que se acomodan con gratitud en nuestros pensamientos, hay una pintura seductora, una pintura —permítaseme el juego de palabras— que no se despinta fácilmente.
Decía Eugenio d’0rs que uno de los principales inconvenientes de las tentativas de arte abstracto consiste en la dificultad con que permanecen en la memoria. Y ésta es, sin duda, una fuente de placer, si no de felicidad. Por una u otra razón, una serie de dibujos y telas, vista en los últimos años en exposiciones o en visitas a estudios de artistas, se ha ido resistiendo a desaparecer de nuestro yo subterráneo. No es, por lo general, la sorpresa lo que ha convertido esa pintura en un plato principal del festín de nuestra imaginación; lo que nos seduce de ella, como de esa dama nocturna, es sobre todo su misterio, su silencio, su magia. Tampoco necesariamente la esquiva belleza. Lo que nos ofrece es un refugio, una sombra donde poder refrescar nuestra vista, como se refresca en la penumbra gótica de las catedrales.
Tal y como hacemos con la poesía, hay un grato placer en dejarse llevar, los ojos entrecerrados, por la evocación de aquellas imágenes que nos han abierto puertas, que nos han descubierto rincones oscuros del corazón o que, simplemente, nos proporcionaron unos instantes de deleite que parecían justificar el transcurso de una jornada acaso envuelta en el tedio o en el enojo, confirmándonos que cada día encierra siempre algún instante de felicidad.
El ejercicio, o mejor, el juego que propongo es una revisión de esas pinturas o de esas imágenes que antaño fueron materiales, atrapadas en una tela o en un frágil papel, pero que ahora son esencialmente mentales, que me sedujeron en su momento y que siguen alimentando mi entusiasmo; esto es, de aquella parte de ellas que es ya sustancia del sueño, y que por lo tanto me pertenece.
La obra de Dis Berlín es tan variada, o tan dispersa, que cualquier intento de resumirla en una clave resultaría un esfuerzo superior al simple dejarse llevar por su contemplación, aunque él haya gustado de un término —tan brumoso, por otro lado— como el de metafísico. Agradezco desde aquí sus primeros cuadros de bañistas y balandros, de joie de vivre, pintados con voluptuosidad, de colores gozosos, rosas, malvas y pincelada corta y fluida. Agradezco sus melancólicas telas, fragmentos de una sinfonía en azul, más «italianizantes», en los que la pincelada se había alargado, pintados de una forma muy emocional, líricos, literarios y evocadores. Agradezco sus aficiones geométricas, en cuyas plasmaciones hay, si se quiere, una sensualidad de la geometría. Agradezco sus féminas, su idolatría por la figura femenina, fuente incesante de puro deleite plástico. Agradezco su exposición Station to Station, donde parecían filtrarse sus mejores esencias y abrirse pasajes que todavía debe recorrer.
Debo agradecer también a Dis Berlín el conocimiento de la persona y de la obra de Belén Franco. En la casa de la calle Mayor esta pintora trabajó durante una época en cuadros de grandes formatos, barrocos, llenos de movimiento. No he visto su última obra, tras su regreso después de una larga estancia en París, pero en esa galería de la memoria hay colgado un cuadro, en el que con gran probabilidad se mezclan varios suyos, de una fiesta en el bosque, un cuadro mitológico, con un cierto toque simbolista, donde danzan alegremente algunos personajes, y sobre la yerba se entremezclan las sobras de un festín pagano. De un tiempo posterior es otro lienzo, entre real e ilusorio, que yo llamaría «Nocturno de los funambulistas»: en los tejados de una ciudad, sobre la que la noche ha derramado su café negro, se presenta una escena mágica de saltimbanquis y trapecistas que hacen sus difíciles equilibrios en el aire nocturno, vestidos con sus estrambóticos ropajes, los ojos muy abiertos y fijas las miradas.
Todavía me acuerdo con agrado de la sensación que me produjo la exposición en El Caballo de Troya de Luis Rodríguez Vigil: un álbum con escenas de diversa alarma de entre las que puedo evocar una en la playa de niños y mujeres, y el retrato de un grupo cuyas criaturas parecían ocultar algo perverso. Todo ello tratado con una pincelada muy suelta y viva, sin «relamideces», dejando que la belleza se engendrase desde el interior de aquellos seres inquietantes como ángeles exterminadores.
A cierta hora y en cierto lugar, así podría definirse la obra de Damián Flores. En la fantasmagórica galería de mis pensamientos está el turbador cuadro del depósito de aguas del Canal, un rincón que conozco bien porque se encuentra cerca de mi casa, un lugar que es también sala de exposiciones y en las que éstas son a veces la disculpa para visitar una vez más ese edificio que parece extraído de una novela de Julio Verne. En esa galería fantasmática está también la vista El Cerro Cuartillas desde Mojacar, las de las exhaustas planicies manchegas quemadas por el sol —donde flota, como una isla, una pequeña casa—, algunos ovales paisajes urbanos y algunos de sus últimos retratos. Once domicilios distintos se titula su última muestra, once maneras de vivir, once cuadros para habitar o para que nos habiten.
Marcelo Fuentes es un dibujante y pintor que se sitúa en un registro distinto. Más que fijar, sus dibujos a lápiz parecen a punto de hacer desaparecer las escenas urbanas que retratan. Todo parece envuelto en una niebla perpetua, en una piel delicada. Las acuarelas que presentó en el IVAM —con motivo de una exposición sobre la arquitectura racionalista valenciana— eran sin embargo fogonazos de un luminoso naranja que conservaban el temblor y la fragilidad de su obra, de una obra que debe ser mirada con tiento y esmero.
Gonzalo Sicre es un pintor de soledades, de personajes solitarios, de parajes solitarios: soledad de estación de tren, soledad de habitación de hotel, etc. Su crepuscular universo recuerda al de Hopper. Como el del pintor americano, las cosas inocentes (una puerta, una escalera, una vía de tren, un largo paseo) adquieren tintes sombríos y misteriosos.
Un hidroavión sobrevuela un campamento en el Polo, dos hombres vestidos con abrigos de pieles hacen gestos al avión, el aire helado parece doblar la tela de la tienda. No es un óleo de Ángel Mateo Charris, es la cubierta de un libro que leí de muchacho (Exploración Aeropolar), pero quizás en algún momento podía haber sido una tela suya. Hay una parte de la pintura de Charris que, en efecto, me trae agradables imágenes de exploraciones, aventuras y paisajes vírgenes. Pero también me agrada su distanciamiento y su sentido del humor. Ya saben, en la vida hay que estar dispuesto a perderlo todo... menos el sentido del humor.
Yo recuerdo ahora una pintura confeccionada, a su vez, con recuerdos de objetos o fantasmas de cosas. Un interior que parece pintado con niebla, una habitación que se desvanece, una casa en una nube. Así es la pintura de Teresa Moro, un gozoso estar en una nube.
Uno de los motivos que han transitado varios de estos pintores es el de un paisaje rimando con una casa solitaria, una casa pequeña, reducida a unas pocas líneas básicas, una casa que es todas las casas y que es, también, aquella que dibujábamos cuando niños. Aunque tiene cuadros más ambiciosos, y sin duda mejores, el que yo guardo, atesorado en mi imaginación, de Paco de la Torre era así, una ilustración de cuento de niños, con su enigma, su hechizo y su delicioso temblor de cosas invisibles y de nombres no pronunciados.
También, a su manera, Mazarío ha pintado ese mismo imperecedero argumento, aunque en su última exposición madrileña dominaban los interiores —escenas balthusianas con gráciles figuras femeninas, como lánguidos geranios junto a un balcón abierto— y los pequeños bodegones con algo de Morandi en su destilación, pero también dotados de un lirismo japonesista. Todo pintado de una forma exquisita y amable, como temiendo levantar demasiado la voz. Eso, un cuadro de susurros.
La obra de Pedro Esteban también habla en susurros y hay en ella el mismo velo de inquietud, de soledad «metafísica», que anida en las telas de otros de estos pintores. Calles desiertas, casas compactas y austeras, paisajes entre recordados y soñados.
Aunque ha pintado algunos bellos paisajes, de playas desoladas y cielos impíos, o de inquietos fondos sub-marinos, identifico a Angélica Kaak con un mundo inerte: naturalezas muertas de piedras y flores (por donde se desliza la sombra de O’Keeffe) y, más recientemente, de severos utensilios de cocina y descomunales pinceles. Temas valientes, porque los sujeta una larga tradición. A pesar de su origen holandés, sus bodegones son silenciosos y recogidos, como si acudiese más a la práctica española del género que a las sensuales, abarrotadas y delirantes escenas de mesa y mercado holandesas.
Los jardines de José Manuel Calzada son esa parte de su pintura que mejor se ha instalado en mis «palacios y galerías de la memoria», que diría San Agustín. A comienzos de los noventa retrató un mundo mineral, monocromático y un poco desolador, pero su mayor insistencia se produce en ese paisaje que evoca su tierra gallega, en el que un elemento de orden: estanque, jardín, balaustrada o una simple plomada que cuelga de ningún sitio, rompen el sereno caos de la naturaleza. Su obra busca el sosiego, la espiritualidad, que nada nos inquiete, que nada turbe nuestra mente, excepto la misma pintura.
La línea del mar, el edificio, el jardín... hay asimismo en algunos de estos artistas de la figuración un gusto por lo geométrico, por la pureza de las formas, por la severidad constructiva, por el placer de unas líneas que se repiten, que dibujan un contorno preciso y nos devuelven la tranquilidad cartesiana del hombre contra el horizonte o del árbol en la llanura. Antonio Rojas es uno de los que de una forma más personal, pero también más rigurosa, es capaz de resumir sus afanes en la precisión y la claridad de unas líneas o unos campos de color. Su obra me es conocida desde su exposición en la galería Montenegro (1988), y allí estaba ya el Rojas que prefiero, aunque no haya dejado de buscar recurriendo a personales formatos o ampliando su repertorio de motivos. Un nocturno, un hangar o un faro, reducido a sus últimas esencias formales, donde se confunden estrellas y luces eléctricas y se pierden referencias de arriba y abajo, un viaje hacia la penumbra, unas sombras largas cortadas con cuchilla, un brazo de mar encajonado entre diques de cemento. Así es el lienzo de Antonio Rojas que se pasea en mi recuerdo.
También Pelayo Ortega ha gustado de enfrentarse con la geometría en cuadros que adjetivan la obra de Mondrian. Pero lo que yo veo sobre todo de Pelayo Ortega siguen siendo sus lienzos brumosos, en los que el cielo se ha desplomado sobre la tierra, y un personaje mínimo, casi un signo de persona, cruza una planicie a punto de desaparecer entre la niebla.
Libro para dioses era el motivo de un óleo de María Gómez, un libro del que nada se nos mostraba, excepto su cubierta desplegada y dorada, y cuyo interior cada uno podía imaginar según su acomodo, pero en el que la pluralidad de esos dioses del título ya nos arrastraba a la mitología. En sus páginas está pintada la historia de un regreso, la barca extraviada en el mar color de vino, el naufragio y, sobre todo, la espera: la espera junto a un paisaje agrio y desnudo. En el libro que miran los dioses está escrito el destino de los hombres, y sus cromos son aquellas imágenes que quizá volveremos a ver en el paraíso.
Pero no todo es paradisíaco en la figuración de los últimos años: hay también propuestas más acidas. Ahí están esos lienzos y dibujos de César Fernández Arias que son como espejos que nos devuelven una imagen de nosotros mismos como máquinas, como autómatas que repiten unos pocos gestos. O los «diarios» de Javier Pagola, demasiado intensos como para poder traerlos a la imaginación de un solo golpe. Por ellos flotan máscaras, muñecos articulados, ositos que nos sonríen enigmáticamente, mitad hombres mitad muñecos. O las telas de Sergio Sanz, que son como sumergirse en un lento y fangoso río lleno de cocodrilos: un callejón donde se arrastran, más que caminar, seres sonámbulos que aparentan conocer todos los vicios humanos; o quizá el interior de un garito de espejos agrietados, tiras colgando del papel de las paredes, bombillas desnudas, un ventilador renqueante y una nube de humo de cigarrillos donde parece flotar una música de alma en pena. O la pintura histórica, «perfectamente seria», de Carlos García-Alix: cárdenos paisajes de barricadas o máquinas de guerra, retratos —en los que no falta una pincelada de ternura y otra de patetismo— de víctimas desgraciadas de la Guerra Civil.
Aunque también hay quien como José María Herrero parece rehuir toda veleidad literaria o referencia histórica. Sus paisajes «sin palabras» aprovechan la cualidad matérica de la pintura para fijar un espacio poético, neblinoso y transparente.
La búsqueda de un punto cero, de un lugar no contaminado del arte, parece alimentar a estos artistas en su indagación no sólo de su pasaje hacia el porvenir, también en el rastreo de sus antepasados, entre los que prefieren aquellos más recónditos, que parecen ofrecer soluciones no gastadas, que encarnan universos singulares o insólitos.
Acaso más que nunca el artista «entre dos siglos», de los cuales éstos que conforman mi imaginaria galería son un nítido ejemplo, pinta desde la conciencia de la tradición a la que pertenece. Aunque el retorno al argumento, a la historia, a la atmósfera, puede sugerir un planteamiento retrógrado o ingenuo de la pintura, lo cierto es que ellos trabajan desde el conocimiento no sólo de la figuración, también de las diversas escuelas informalistas, y miran, y a veces admiran, tanto a unos como a otros. En sus obras se aprecia al degustador que ha recorrido libros y museos, galerías y exposiciones, que ha viajado y conversado sobre el arte. Y es que para seguir profundizando en el estilo, no hace falta moverse de la regla y el canon. Borges lo demostró en clave literaria. Todos sentimos que el auténtico reto no consiste en romper la baraja, sino enjugar y ganar; no en huir, sino en dar la batalla aunque, como el viejo soldado, para ello tengamos que desempolvar lanzas herrumbrosas o descubrir la fuerza dormida en viejas espadas.
Surgida en esa fértil tierra donde se unen el deseo y el sueño, su trabajo nos descubre las cosas que quizá añoramos sin saberlo y que, como el regalo espléndido de la naturaleza, nos obliga a hacernos merecedores de esa generosidad. |