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NIAGARA FALLS. CONSIDERACIONES TREPIDANTES SOBRE CIERTO REALISMO

 

Título: Niagara falls. Consideraciones trepidantes sobre cierto realismo

Autor: González García, Ángel

Publicación: Catálogo Exposición Otras figuraciones

 

 

«Me gustaría, al igual que Poussin, impregnar de razón la hierba y de llanto el cielo».

(Paúl Cézanne)

 

Hay ahora –no sé porqué– una tonta resistencia a tratar de algo que parece, sin embargo, escandalosamente obvio: el sordo conflicto entre pintura figurativa y pintura abstracta. Casi da vergüenza escribir semejantes calificativos a estas alturas de la modernidad; tanta, que figuración se ha deslizado aquí por realismo para evitar un supremo escalofrió. Por eso, los franceses, que tienen una inmerecida fama de desvergonzados, entre los americanos al menos, prefieren el mayestático y pudibundo «realismos», que le quita un algo de hierro justiciero a cambio –iay!– de multiplicar la vergüenza. Más vale entonces que hablemos del realismo como hablaba Baudelaire del «heroísmo de la vida moderna»: encarando y soportando la vergonzosa sospecha de que la pintura ha sido asesinada por el pintor.

 

Su gloria, la apoteosis del obrero emancipado y sin escuela, necesita «la división infinita del territorio del arte». Compara Baudelaire el arte de los museos al espectáculo venenoso y dislocado del Salón de 1846, y dice: «En el museo, ese respeto que os atenaza el alma como el polvo de las tumbas y bodegas atenaza la garganta, no es efecto del barniz pasmado y la mugre del tiempo, sino de la unidad; de una profunda unidad. Pues una gran pintura veneciana desentona menos al lado de un Giulio Romano que algunos de nuestros cuadros, y no precisamente los peores, unos al lado de otros».

 

La «gran tradición»: una heredad saqueada y dividida sin provecho en fracciones infinitamente pequeñas. Una gran tradición de realidad, o de verdad en pintura: ésa que Cézanne nos debía. «Hacer del impresionismo algo tan sólido y perdurable como el arte de los museos»; como si para Cézanne, diríamos parafraseando a Goethe, el Louvre formara parte de la naturaleza. Pues bien: la gran pintura moderna, de Ingres y Delacroix en adelante, es pintura de museo; pintura realizada en una linde confusa entre la «gran tradición» de que habla Baudelaire y la «naturaleza» cantada por Cézanne: un lugar cruzado de figuras y lugares heterogéneos, como pudo ser, por ejemplo, el antiguo gabinete de Las Meninas en el Museo del Prado.

 

«Es preciso venir aquí para estudiar la naturaleza», cuenta Hittorf que exclamó Jacques-Louis David delante del panorama de Fulton. Todo eso que llamamos «naturaleza» o «realidad natural» es puro paisaje; pintura y nada más que pintura. En el siglo XVIII se sabía con una cruda certeza: vemos en pintura: la naturaleza es pintoresca. Ha sido pintada –realizada– por Poussin o por Cézanne. La pintura organiza el viaje a lo real-natural; levanta los Alpes y tiende los campos de Toscana a los pies del peregrino en Italia; «restituye el tiempo cíclico de la naturaleza al tiempo sin retorno de la historia». Es la propia historia, víctima a su vez de la metáfora pictórica, la que rueda por el gran cuadro de la naturaleza; la que se apila en el museo como testimonio de la identidad de lo real con su reproducción.

 

Hay un momento excitante, o tal vez melodramático, en que Cézanne se asoma por una ventana del Salón Cuadrado del Louvre y le dice a Gasquet, que le acompaña en la visita y es quien nos la cuenta: «En el fondo, quien lograra expresarlo, tal cual, el Sena, París, un día de París, podría entrar aquí con la cabeza muy alta... Hay que ser obrero y bueno. Hay que limitarse a ser pintor. Tener un truco. Materializar». El caballete de Cézanne está siempre en el quicio de esa ventana, con un ojo libre para la «gran manera» de Tintoretto, Poussin o Rubens.

 

El truco consiste en doblar ambas miradas a una distancia exacta. Un truco óptico que ha sido revelado por Marcel Duchamp en la Estereoscopia a mano y aplicado en sus anáglifos por medio de dos eslabones de color. De Cézanne a Duchamp, la consecución de un plus de realismo óptico constituye el malentendido por excelencia. Cézanne se lo ha confesado de plano a Gasquet: «Mi método, mi código, es el realismo. Pero entiéndame bien, un realismo lleno de grandeza, sin sospecharlo. El heroísmo de lo real. Courbet, Flaubert. Más aún». Duchamp, que comparte con él su entusiasmo por Courbet, explica a los Arensberg, en 1951, el halo que envuelve la mano de su retrato del Doctor Dumouchel: «es un signo de mis preocupaciones subconscientes por un metarrealismo». Sin desdeñar el testimonio de Duchamp, que reconoce aquí el encanto de lo «milagroso», Jean Clair sugiere la posibilidad de que el Doctor Tribout, radiólogo y amigo de Duchamp, «haya atraído su atención hacia ciertos fenómenos de radiaciones extra-retinianas», pero nos basta con mirar su obras posteriores para reconocer al punto la voluntad de realización óptica, no retiniana, de Duchamp, que culmina en la visibilidad hipertrofiada de Etant donnés.

 

El metarrealismo es, pues, un problema de «reposo extrarápido», de aparición instantánea de las apariencias, y nada tiene que ver con la pintura metafísica de Giorgio de Chirico, chapuceramente «realizada», aunque tanto él como Duchamp hayan podido leer el Ensayo sobre la aparición de los espíritus de Schopenhauer: «Vemos perfectamente cómo se encadenan todas las partes de la obra con las palancas y las ruedas fácilmente visibles (la sucesión en el tiempo y la causalidad); pero lo que imprime el movimiento inicial a todo esto no lo vemos».

 

¿Es Cézanne el motor invisible de La Mariée? Lo es, sin duda, del Desnudo bajando una escalera. Todo el realismo moderno desciende por este cuadro de Duchamp, donde se resuelve la desesperación de Cézanne por transformar lo horizontal en vertical, al modo de los anáglifos. Cubistas y futuristas, con las notables excepciones de Légery Severini, han venido, simplemente, a frenar la velocidad de la pintura moderna, aunque decirlo del futurismo pueda parecer paradójico. El dinamismo futurista acaba, sin embargo, con la muerte del «Movimiento», en 1916, y no creo, por otra parte, que pasara nunca de ser un naturalismo urbano. Cuanto había allí de realismo moderno –en Boccioni sobre todo– se dispersa y se funde en el cubismo, que a su vez confunde la «realización» de Cézanne con el acoso a la estructura física del cuadro. Se trata, desde luego, de una confusión involuntaria; de un error pasajero que se convierte en afortunada obcecación, cuyas consecuencias padecemos todavía con cierta divertida paciencia. El destino de la pintura moderna se ha decidido en este hallazgo azaroso y gratuito que muy pronto, y gracias a Mondrian, habrá de suscitar la búsqueda despiadada de un espacio plano e isótropo: un espacio «legítimo», como ya lo fuera la perspectiva clásica, muy semejante al que Descartes describe en su Dióptrica.

 

Lo que se frena es la velocidad de las apariencias en el plano estático del cuadro, y siendo éstas el «conjunto de indicios sensoriales que nos permiten obtener una percepción ordinaria de un objeto», no es difícil calcular las consecuencias del frenazo: descomposición de la semejanza en sus indicios corporales; un sistema de fortificaciones y trincheras vagamente ilusionista: pintura táctil; pintura para ciegos. «El modelo cartesiano de la visión –escribe Merleau–Ponty– es el tacto». Y más adelante: «La semejanza es el resultado de la percepción, no su resorte». Para Descartes, se entiende, porque para Cézanne o Duchamp es exactamente lo contrario.

 

La apariencia está y no está en el cuadro; vuela y no vuela, como la flecha de Zenón, porque lo traspasa. Su contorno, o su «molde», no es más que el rastro bidimensional de un movimiento brusco que lo conecta a otros «moldes» por medio de nervaduras empotradas en la masa aparente del objeto moldeado, por analogía con la propia masa nervada del cuerpo que pinta, pues si no fuera, en efecto, porque atribuimos una equívoca corporeidad enervante a las apariencias, la pintura no existiría como tal, esto es: como paradigma del cuerpo del mundo o realidad. Parece, portante, licito argumentar que lo que la funda es también lo que la amenaza. Más aún: que en el caso de que esa realidad aparente pudiera ser completamente digitalizada por su reproducción, él mecanismo metafórico de la pintura quedaría bloqueado de inmediato. (Según Baudrillard, la amenaza se ha cumplido ya en el hiperrealismo, pero no hay por qué tomarse las cosas tan a pecho. ¿Hiperrealismo? Eso le pasa a B. por leer revistas de vanguardia).

 

«Me gustaría, al igual que Poussin, impregnar de razón la hierba y de llanto el cielo». Pero Cézanne no quiso «enredarse con sueños de razón»; se sentía el profeta desdichado de una pintura que no logró «realizar». Es Duchamp quien se enreda, como se enreda Matisse, aunque a su modo. Pintura de enredo que se resiste a las reducciones críticas «modernistas» y constituye, además o tal vez por eso, un capital prácticamente intacto de realismo no ilusionista, si es que es ése el que nos interesa. (Aquí, por lo que se verá, no pretendemos hablar de otro). Por ejemplo: la pretensión de Rothko de que Matisse haya sido el «primer pintor que realizó cuadros de superficie» viene a ser algo así como decir que la pintura de Caravaggio es «tenebrista». (Lo malo del formalismo crítico codificado por Greenberg es su carácter «retiniano»).

 

Los mecanismos ilusorios del realismo, que tanto repugnan al «modernismo», pueden sin embargo resultar doblemente engañosos y burlar así a quien está más prevenido contra el engaño. Algunos testimonios contemporáneos demuestran que lo que más sorprendía a los espectadores «ingenuos» del autómata ajedrecista de Von Kempelen no era tanto su facilidad para derrotar a severos contrincantes, como el hecho de que fumara en pipa: el complicado dispositivo de aquel turco tramposo constituía el camuflaje perfecto de un eslabón de humo que Edgar Alian Poe no vio, pendiente como estaba del engaño. Las palabras que Von Kempelen dedicó a su juguete vendrían, si se me permite, muy a cuento de la pintura de Cézanne o de Matisse: «Una bagatelle cuyos efectos parecían tan maravillosos a causa de lo audaz de la concepción y de la afortunada elección de los medios adoptados para provocar esa ilusión».

 

Otro caso, más pertinente quizás, de doble engaño sería el deseo declarado por Warhol a un amigo de «ser Matisse»; deseo desconcertante y gratuito, puesto que nada hay en su pintura –explica Rosenberg– que nos permita constatarlo. Rosenberg ha picado el anzuelo: nada hay en Warhol de Matisse, como no hay nada de Poussin en Cézanne. Se ha dejado llevar por un prejuicio habitual en la crítica formalista americana: la necesaria –«impuesta», dice Michael Fried– problematicidad del arte del pasado se realiza sucesiva–mente en la práctica del «modernismo». El pintor «modernista» puede privilegiar algún aspecto o «problema» particular de la Historia de la Pintura Moderna, y hasta equivocarse en su elección y evaluación, pero ese «problema» deberá aparecer por transparencia en la superficie del cuadro. Por suerte, la ideología de la superficie de que hablaba ya Pleynet en los años sesenta no comporta necesariamente la transformación de la pintura en mera superficie de la ideología (de la superficie, etc.). Estoy pensando en Larry Poons, sin ir más lejos.

 

El «problema» parece, y vuelvo a ello, otro muy distinto: saber si la pintura es lo que designa la celebrada y silvestre definición de Maurice Denis –«una superficie lisa, cubierta de colores en un orden determinado»– o es una especie de molde de apariencias, una «apariencia que dice que ella es lo que da apariencia», como sugiere Lacan, recipiente severo de su color «nativo», no «local». («Es decir: una superficie chocolate-nativo estará compuesta de una especie de fosforescencia chocolate que complete la aparición molde de este objeto de chocolate»).

 

La «pequeña profundidad» que reclamaba Cézanne sólo puede ser, en tal caso, una convención o un eufemismo donde crecen y se estratifican «pequeños azules, pequeños marrones, pequeños blancos»: «Los colores son la expresión de esa profundidad en la superficie, y crecen desde las raíces del mundo”. Convención o eufemismo, porque la profundidad se reparte desigualmente en la superficie del cuadro, del mismo modo que el «entrelazo de visión y movimiento» del cuerpo que se presta a ello: a convertir el mundo en pintura. Las «salpicaduras» de Cézanne o el dispositivo color molecular/molde que aplicó Duchamp en el Gran Vidrio son, obviamente, «técnicas del cuerpo», pero la biología no pinta nada en esta historia. Lo que el pintor arrastra –ese amasijo de carnes, nervios y humores– no se repite; el tacto, y es ahí donde el informalismo se mostró más truculento, no reconoce en la pintura «la fuerza de la sangre», como no reconoció el Dr. Frankenstein a su criatura. «Estamos en la superficie y por lo tanto, incluso lo que no es ocupa una zona dispersa», bordeando y alimentando lo que parece ser. Pues bien: sea.

 

Se supone que yo debería hablar aquí de cierta pintura realista que borra por mano de Rauschenberg, y como quien se toma un «valium», la memoria histérica de la modernidad, para pillarla desprevenida, y que debería además, por extensión o yuxtaposición, hablar de cierto realismo que en España pasa por las Cabezas de Gordillo y por el ojo profiláctico de Juan Antonio Aguirre. La posibilidad de que este otro realismo, equidistante de Yturralde y del Equipo Crónica, constituya un principio atípico de regeneración o «refundación» de nuestra pintura moderna provoca el secreto regocijo de algunos aficionados, entre los que me cuento. Por eso, tendenciosamente, reconozco que la crisis del expresionismo abstracto y del informalismo son causas comunes de este delicioso efecto: «Se dice –bromeaba Frank O’Hara– que la acción es pintura. Pues bien, no lo es, y todos sabemos que el Expresionismo se ha mudado a las afueras», como sabemos que el Informalismo se ha mudado al Museo de Cuenca en 1966, aunque va y viene.

 

No sé hasta qué punto es legítimo, sin embargo, hablar de crisis del informalismo en la España de los sesenta. Alberto Greco y Luis Gordillo podrían tal vez reconocerse en ella, pero creo, más bien, que el informalismo se consumió silenciosamente ante la indiferencia general de «normativos» y «cronistas de la realidad», dejando como única fortuna su voluntad de reformar la pintura. No hubo herederos, porque no había nada que heredar. La benevolencia con que se juzga a los pintores informalistas nos indica que, en realidad, no le interesan a nadie. Se les otorga eso sí, el rango honorífico, y tan antipático, de maestros, pero hay también algo así como un acuerdo tácito de no cuestionar el alcance y valor de ese magisterio.

 

Iniciación sería la palabra adecuada; iniciación en el vértigo de la modernidad, ya que no en sus conflictos. El informalismo pintaba de espaldas a ellos con un atormentado despiste «naif»; de ahí que un gesto de amor/odio como el de Rauschenberg sobre De Kooning hubiera resultado en sus «discípulos» extravagancia o locura, y ya se imaginarán ustedes que en una época en que Ráfols Casamada practicaba la «estampa popular» había poco de eso.

 

A propósito de Estampa Popular, precisamente, la revista madrileña Artes incluyó en su número de marzo de 1967 esta concienzuda e insensata genealogía del «realismo»: «Hay un hecho ‘ahí’, en el arte, que no tenemos más remedio que registrar. Este hecho es la búsqueda de la realidad; de la realidad hecha añicos por el informalismo, desmenuzada por el constructivismo abstracto, encarnizada por el ‘pop’, intuida y buscada por la nueva figuración y recobrada por el realismo». Resistiéndome con dolor a la tentación de entrar a sangre y fuego en los argumentos de tan descomunal conspiración de la historia toda del arte moderno para recobrar ese realismo, desearía tan sólo subrayar la vesania carnicera que se le atribuye aquí al «pop art» en nombre del Vietcong. La actitud irónicamente desdeñosa de la crítica madrileña frente a los pintores «pop» americanos, expresada con motivo de la exposición que en 1966 organizó la marca de cigarrillos Marlboro (ise les veía venir!), revela, sobre todo, un patético chovinismo ideológico, aunque no mayor, desde luego, que el demostrado por John Rublowsky en su libro sobre el «pop» (Nueva York, 1965), cuando dice que representa el «ideal democrático» en arte frente al «aristocrático» de los expresionistas abstractos. Y si un crítico inteligente y avisado como lo fue siempre Cirlot patinaba ingenuamente en sus Nuevas tendencias pictóricas, de 1965, el patinazo de Barbara Rose en esa Historia del arte americano desde 1900 que publicó en 1967 puede calificarse de literalmente imbécil: Diebenkorn y Pearlstein citados de refilón; ni una palabra de Lindner, Katz o Kitaj, regolfados violentamente del «Mainstream». Nueva York como Madrid.

 

«Yo estoy aquí –le escribía Rafael Pérez Mínguez a J.A. Aguirre desde Nueva York– sufriendo y aprendiendo, como se hace siempre que se viaja, y buscando aún, en lo que no es, mi propia imagen». De todo cuanto vio en su viaje a los Estados Unidos, en 1973, lo que recordaba con mayor entusiasmo eran las cataratas del Niágara; ésa era la «corriente principal». Toneladas de agua en una perfecta y vertiginosa inmovilidad constituían un espectáculo más estimulante que los «patterns» que tapizaban las galerías de Nueva York. La pintura empieza siempre por una rebelión de la geografía contra la historia: Montejo, La Casa de Campo, Tarifa, Miraflores, Calpe..., nombres de ese «Niágara asombroso», como lo llamó Thomas Colé en su Ensayo sobre el paisaje americano.

 

«La corriente principal» se precipita por lo que no es; por toda esa pintura golfa y sulfurosa que Rafael Pérez Mínguez andaba contando y conectando de un lado para otro. Fueron años en que nadie habría concebido un pacto, ni siquiera una tregua, con los «abstractos» de Sevilla o Barcelona. Madrid como Chicago.

 

(Antes de que esta ciudad se convirtiera en Distrito Federal, Miss M. RoweII, responsable de la zarandeada exposición New Images of Spain en el Museo Guggenheim, justificó la ausencia de pintores como Gordillo, Alcolea, Quejido o Carlos Franco diciendo que le recordaban a los de Chicago. El argumento, abusivo desde un punto de vista formal, tiene sin embargo una divertida connotación: la rivalidad entre Nueva York y la «segunda ciudad»; rivalidad política y rivalidad artística, desencadenada en 1972 por un libro de Franz Schulze sobre el Chicago Imagist Art, que le puso a Rosenberg los pelos de punta. Schulze arremetía sin contemplaciones contra la concepción lineal de la historia del arte moderno que circulaba entre los formalistas de Nueva York desde los años cincuenta, y de paso, calificaba provocativamente a sus amigos de Chicago –Westermann, Jim Nutt o Paschke– de «perversos», «delincuentes», «enloquecidos», «obsesos» y «golfos». Chicago como Madrid).

 

Antes de convertirse en D.F., Madrid era una ciudad destinada a una muerte próxima y, sin duda, provechosa para la pintura. Ya casi había alcanzado ese «sepulchral feeling» que Oldenburg apreciaba en Chicago. ¿Será que los tiempos han cambiado? La alegría del color, maleducada y faldi–corta, amenaza con arruinar aquella acidez elegante y descarnada, aquella golfería sabia que en 1971 despuntaba ya en algunos de estos pintores. Esto es, no nos engañemos, el fin de una época: el último día del verano; la última zambullida colectiva en la piscina de los setenta. El fin del comienzo, y basta ya de digresiones.

 

Se supone que yo debería tratar aquí de cierta pintura realista que corre de arriba abajo y hace de la virtud necesidad; que debería explicar por dónde han logrado estos pintores romper el círculo vicioso del vanguardismo provinciano que prevalecía en el arte español de los años sesenta, o dicho de otro modo, por qué han decidido abrirse paso a través del realismo.

 

En primer lugar, porque tratándose de pintores sin formación académica alguna, estaban cargados de prejuicios. No se abandona la abogacía o la arquitectura para pintar como Max Bill, aunque luego, ya en faena, eso pueda ocurrir. (Los profesionales suelen ser más decididos y están, por lo general, mejor informados). Un prejuicio muy arraigado entre los autodidactas es el de considerar a Velázquez mejor pintor que Francesco del Cossa y a Modigliani mejor que Michel Seuphor. Otro no menos frecuente es el que les lleva a desconfiar de cosas tales como la reconciliación entre arte y vida, etc., o a tolerar alegremente lo que Matisse tiene de «pintor decorativo». (Matisse fue, al fin y al cabo, uno de ellos).

 

En segundo lugar, por ignorancia de la pintura americana de los sesenta: aquí se confundía a Jasper Johns con Requichot; a Oldenburg con Arman; a Warhol con Recalcati; a Poons con Munari; a Stella con Vasarely. Se conocían las fórmulas ya estereotipadas, pero no los procesos. Tanto el informalismo como sus enemigos habían reducido el horizonte teórico de la pintura moderna al «problema del realismo» y discutían los medios más adecuados para lograr resolverlo, como si el realismo pudiera ser un estilo, una escuela o, simplemente, un supuesto táctico.

 

El caso de los informalistas era el más paradójico, puesto que se proponían acabar con el realismo ilusionista tradicional por medio de un naturalismo informe, sobrecargado de «materia» y agobiado por algo que la pintura juzgó siempre insignificante: el «pathos» físico-táctil de esa misma «Materia», con mayúscula, como la escribió González Robles. Por más que Cirlot tratara de disfrazarlo de simbolismo naturalista, se trataba en definitiva de un naturalismo desmesurado y condenado al fracaso, como la mayoría de las prácticas naturalistas del artificio: «Todo esfuerzo por escapar del artificio recae en él con usura... Abandonad el artificio y volverá reforzado», como fórmula o como ensalmo. Como fórmula, en la «crónica de la realidad» o en el «op-art», ese «constructivismo informalista», según la ingeniosa definición de Aguirre; como ensalmo, en el «arte normativo», forma y medida de la incapacidad de nuestra vanguardia para abordar los «problemas» de la pintura y sortear una excentricidad estéril.

 

En el mejor de los casos, el informalismo fue una migraña. «Vivir es algo espantoso», confiesa Cézanne en un rapto de «estupor indócil»; pero el sufrimiento físico de «realizar», ese dolor de cabeza de la pintura, puede soportarse a cambio de la voluptuosa lucidez que provoca: una euforia que ronda siempre la locura o la parálisis. Tortura de pintar descubierta y sostenida en lo heterogéneo: Bonnardy Arakawa; Duchamp y Hockney, pero también Caravaggio, Pontormo o Correggio. Una máquina trituradora al servicio del proyecto más ambicioso y descabellado que contempla la historia de la pintura española en esta segunda mitad del siglo. Y digo proyecto por tocar madera, no por prudencia, ni tampoco por cautela, que me parecería vana con algunos de los pintores que aquí exponen.

 

¿Sopla entonces la pintura de este otro lado? Yo así lo creo; y lo creo porque la Pintura no es como el Espíritu, que sopla donde quiere. Por el contrario, carece de esa ubicuidad que algunas almas piadosas le desean. Es rígida, casi caquéctica, y se mueve con una torpeza cruel y antipática. Gira sobre sí misma desde el principio –no muy lejano, por cierto–, pero apenas lo advertimos y nos desespera cuando «resuelve» sus dos o tres ridículos «problemas» de través. «Esta historicidad sorda –dice Merleau-Ponty– que avanza por el laberinto mediante rodeos, quebranto, invasión y trompicones repentinos, no significa que el pintor no sepa lo que quiere, sino que lo que quiere está más acá de los fines y los medios». La pintura está más acá del ojo y más acá, incluso, de la superficie. Está, pues, del otro lado.

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