This section offers a selection of publications related to the exhibitions program linked to the phenomenon of Post-conceptual Figuration, accompanied by a data sheet and a selection of published texts, accessible via an alphabetical search. The addition of new contents will be on-going.
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IMAGO MUNDI: VOLVER DE NUEVO SOBRE LA IMAGEN
Título: Imago mundi: volver de nuevo sobre la imagen Autor: Pérez, David Publicación: Derivas de la Nueva Figuración Madrileña
Ver es hablar y hablar también suscita una manera de ver. Por ello, la mirada es palabra y la palabra una incitación a volver a mirar. Si algo puede ser dicho sobre la imagen —en tanto que concepto— y/o sobre las imágenes —en tanto que propuestas concretas de significación y comunicación—, es que las mismas generan, con independencia de sus objetivos, funcionalidad, procedencia técnico-manual y origen analógico o digital, un múltiple y casi infinito decir en torno a ellas. Esta ilimitada hermenéutica que se apoya en la permanente habla de lo incompleto y que toma como punto de partida un ver que es inacabable hablar sobre el decir de la imagen, se ve redimensionada por dos hechos que concurren simultáneamente: por un lado, podemos fantasear con imágenes —con imágenes mentales—, dado que para ello imaginamos; por otro, las imágenes que integran nuestra iconosfera pueden, a su vez, imaginarnos y, al imaginarnos, recrearnos, ya que es a través de sus fantasmas la vía mediante la cual nos habitan y constituyen. Ahora bien, a pesar de la familiaridad que se desprende y asocia a la propia idea de imagen —o quizás, precisamente, por el exceso semántico que el concepto detenta en sí mismo— llama la atención el hecho de que de una manera recurrente e ininterrumpida estemos imaginando y especulando tanto sobre lo que concierne a su ontología, como sobre todo aquello que remite a sus variados mecanismos de funcionamiento. No cabe duda de que a este hecho contribuyen dos circunstancias: la primera se centra en la eficaz seducción que ejerce lo que, parafraseando a Heidegger, configura el específico ser-en-el-mundo de lo icónico; la segunda se asienta en su más que extendida e, incluso, abusiva utilización. Debido a ello, se puede afirmar que la contundencia irrebatible de su presencia, unida a la vírica desmesura de su uso, constituyen elementos que inciden de forma directa en este constante volver a examinar los sentidos que no sólo concita el pensar y decir la imagen, sino también el pensar y decir desde y/o con la imagen1. El alcance de estos sentidos, así como las múltiples lecturas que son capaces de generar, no quedan, lógicamente, circunscritos ni a una única posición epistemológica —relacionada, por ejemplo, con el peso de la mímesis y de la representación en su configuración— ni a un determinado influjo cultural —la condena religiosa a las imágenes existente en tradiciones como la hebrea, la islámica o, en ocasiones, en el propio cristianismo—. Esta circunstancia, no obstante, no impide que el sentido inicial que se otorga a la imagen responda, en un primer momento, a lo que la misma nos presenta, algo que concierne a lo que consideramos como su presente temporal, un presente que alude a su propio presentarse, es decir, a su inmediato estar ahí, un estar que, en muchas ocasiones, se halla restrictivamente vinculado al discurso de la representación planteado desde la imagen. Ello trae consigo que el presente de la imagen —el hecho de su presentación— quede reducido a una mera representación, entendida en este caso como realidad —no importa si ésta es considerada de primer o segundo rango, o si se define como copia degradada o verdadero original—, una realidad en la que intervienen signos, símbolos e índices que actúan desde su materialidad plástica como especulación y como reflexión —o si se prefiere, como reflejo de especulación y como espejo de reflexión—. A su vez, y en un segundo momento, las imágenes se refieren también a lo que por sí mismas suponen y a lo que consiguientemente representan —el valor social o simbólico que les atribuimos—, un representar que es ahora entendido, al margen de cualquier contaminación económica, como discurso que se efectúa sobre lo que la imagen involucra y desempeña, es decir, sobre aquello que —más allá de una lectura sustentada en el reconocimiento referencial y/o en la identificación mimética— es capaz de introducir desde una perspectiva que podría encuadrarse dentro un discurso de connotaciones antropológicas y/o culturales. De este modo, cualquier alusión al fenómeno de la imagen —así como a su aparición, consolidación y desarrollo— no puede más que asumir un destacado protagonismo, ya que como ha sido puesto de relieve por Alberto Manguel, “somos en lo esencial criaturas hechas de imágenes”2, es decir, seres que no sólo se hallan poblados por representaciones —por aparentes realidades y reales conjeturas—, sino texturizados por ellas —por imágenes que devienen cuerpo y cuerpos que se tornan imagen—. Unas criaturas, en cualquier caso, que debido a esta somático-semántica circunstancia, quedan definidas como organismos entretejidos de intertextualidades —de fantasías visuales que proyectan en la cámara oscura de nuestros deseos, fantasmas destinados a dotar de sentido a la epifanía de ese espectro de confusiones que recibe el nombre de yo—. Este señalado valor que acabamos de mencionar permite que el suceso icónico —el saturado suceder de lo visual— adquiera un específico papel debido a sus posibilidades narrativas, referenciales o iconográficas, un papel que básicamente es tal en función de aquello a lo que incita, es decir, en función de lo que en sí mismo presenta por el mero hecho de saberse presente, algo que no sólo supone el sospecharnos hechos de imágenes, sino también el intuirnos deshechos por ellas y, en consecuencia, el reconocernos como desechos icónicos. A este tumultuoso y paradójico discurrir en el que las imágenes se sitúan, contribuyen diversas circunstancias, entre otras, la propia etimología que en las lenguas romances posee un término como el de imagen, tan rico en significados y connotaciones, y con una dilatada tradición no sólo en el ámbito de los discursos estético y filosófico, sino también en terrenos como el psicológico o el religioso. No hace mucho tiempo Michel Melot ponía de relieve estas controvertidas circunstancias al señalar que mientras que el inglés establece la distinción entre image y picture, es decir, entre el hecho de la representación y la materialización de la misma, en lenguas como la nuestra nos encontramos con una multiplicidad de resonancias semánticas vinculadas a la noción de imagen en función del peso específico que generan las referencias, interpretaciones y parentescos etimológicos derivados de términos griegos, tan próximos, aunque hermenéuticamente tan diversos, como εϊδος [vista, visión, aspecto, idea, representación, imagen], εϊδω [mirar, observar, reconocer, hacerse visible], εϊδωλον [figura, forma, sombra, imagen, ídolo], είκώ [parecer, asemejarse], είκών [icono, imagen, figura, estatua, pintura, retrato, semejanza], εικάξω [hacer igual, reproducir, imitar, representar] y un largo etcétera. Este plural universo de significados repletos de herencias directas, deudas colaterales y contaminaciones de muy variada índole, adquirirá todavía una renovada dimensión cuando aludamos a términos latinos como imago [imagen, representación, retrato, apariencia, aparición, fantasma] o imitatio [imitación, reproducción, copia], términos todos ellos que en último extremo no están haciendo más que, bajo referencias lingüísticas cercanas en un principio, generar realidades conceptuales muy distantes. Debido a ello, no resulta extraño que ante la constatación de esta diáspora verbal —surgida, a su vez, en el interior de un mundo que para algunos no es más que deformante espejo o mera pantalla, es decir, auténtica ilusión y genuina apariencia o, si se prefiere, velo de maya y/o platónica caverna—, no es de extrañar, repetimos, que ante el estallido semántico reseñado y el consiguiente entrelazamiento de ideas e iconos, por un lado, e imágenes e ídolos, por otro; el citado Melot, asumiendo la superposición y confusión lingüísticas y conceptuales detectadas entre todo tipo de idealismos, ideologías e idolatrías, haya apuntado que nos enfrentamos a un sorprendentemente amplio —aunque también inusitado— conjunto léxico que, en verdad, se encuentra integrado por “muchas imágenes que no podemos meter en el mismo saco”3. Un saco, añadimos ahora con el objetivo de generar una mayor promiscuidad conceptual, en el que sin excesivas dificultades se detecta una irremediable convivencia —que no aceptada coexistencia— entre el discurso de la iconoclastia y el de la iconodulia, o sea, entre el decir de lo iconofóbico y el de lo iconofílico; un discurso que, sustentado en el desprecio y en la paralela fascinación por la imagen, reafirma la pervivencia del conflicto existente —y no siempre resuelto de manera definitiva— entre términos tan conectados e interdependientes como son los de imitación, mímesis, semejanza, idea, simulacro, copia… Tal como sugirió Jean-Luc Nancy, este hecho deja entrever lo que podemos considerar como parte de nuestro ADN icónico-cultural, un ADN que responde a una inevitable configuración, en este caso dual, en la que convergen resonancias judeo-helénicas. Dicha configuración permite poner de relieve la “condena de las imágenes” bajo la que irremisiblemente se ha desarrollado no sólo nuestra historia, sino también nuestra idea —nuestra visión— de la representación. Una historia que, a pesar de ello, no ha presentado un perfil monolítico y/o unívoco, puesto que se ha visto en muchos momentos —el propio Nancy menciona épocas iconomaníacas como la romana, la barroca, la romántica o la fascista—, recorrida por ambivalencias y atravesada por abruptas polarizaciones que han posibilitado el desarrollo y consolidación de una recíproca “confianza en las imágenes”. Esta convicción o, mejor aún, esta certeza totalmente ciega —valga el fácil oxímoron— que se ha atribuido en determinadas etapas al valor de la imagen, no ha podido dejar de resultar, a pesar de los esfuerzos emprendidos en contra, un tanto sospechosa. Este hecho se constata con cierta claridad si tenemos en cuenta que, a la hora de efectuar la genealogía icónico-cultural de nuestra mirada, no resulta anómalo encontrarse —incluso en una sociedad tan oculodependiente y videofílica como la actual— con un paradójico, aunque también persistente, recelo icónico que, siquiera sea a un nivel conceptual, ha permitido elaborar discursos de reticencias ópticas basados en posicionamientos contravisuales. Según hemos ya señalado, esta condena a la imagen que Nancy aborda no hace más que poner de relieve la inevitable deriva surgida “de la alianza concertada […] entre el precepto monoteísta y el tema griego de la copia o la simulación, del artificio y la ausencia de original”, una deriva que, precisamente, es la que “ha sellado a Occidente como tal”4, es decir, la que ha configurado el sentido de nuestra mirada y la que, por tanto, ha determinado nuestro ver y nuestro hablar, haciendo que veamos desde donde vemos y que hablemos en torno a lo que hablamos. Al respecto, llama significativamente la atención cómo esa “desconfianza ininterrumpida hacia las imágenes” —no desgajada, por otro lado, de esa otra corriente que apela a su veneración— ha ejercido tal influjo en nuestra sobrenaturaleza social perceptiva que la misma, como acabamos de sugerir con anterioridad, ha sido capaz de llegar “hasta nuestros días”. Y lo ha hecho, además, instalándose, “en el seno mismo de la cultura que las produce en abundancia” a través de la difusión de nociones paralelas tan extendidas y tan discursivamente prolíficas como las relacionadas con los conceptos de simulacro, apariencia, virtualización o sociedad del espectáculo, un conjunto diversificado de términos e ideas que, a su vez, se han visto reforzados, según remarca Nancy, por medio de una “crítica complaciente” efectuada sobre la “civilización de las imágenes” y el sentido de su hiperrealidad. Dicha crítica no sólo ha generado la correspondiente puesta en cuestión del actual modelo escópico —“La imagen ya no puede imaginar lo real, ya que ella misma lo es”, “La realidad ha sido expulsada de la realidad”, “Todo debe ser visto, todo debe ser visible […] Todo lo real debe convertirse en imagen”5—, sino que, curiosamente, ha servido también para fortalecer, aunque sea de forma tangencial —y de nuevo la paradoja está servida—, a “todas las iniciativas de defensa e ilustración de las artes”, así como a “todas las fenomenologías”6 surgidas alrededor del hecho estético asociado a la imagen. En este contexto en el que nada deviene arbitrario pero en donde todo responde a un juego de ambivalencias, es interesante destacar hasta qué punto autores como Martin Jay han centrado sus aportaciones en el análisis oculofóbico y en “la denigración de la visión” que define al pensamiento de la contemporaneidad en general y, de manera particular, al relacionado con la filosofía francesa, una filosofía, no hay que olvidarlo, que curiosamente ha desempeñado un preeminente papel, a través de personajes de tanta influencia como Descartes —fascinado por la denominada Dióptrica y la consiguiente clarificación de la visión—, en la instauración del “paradigma visual moderno”, ese paradigma que propiciará “el régimen escópico hegemónico” de nuestra era7 y que encontrará en la Ilustración y en su indisoluble vínculo entre lucidez y razón —entre visión y verdad— uno de sus más destacados baluartes conceptuales. Con todo, la extensión y paulatino arraigo de este posicionamiento contravisual traerá consigo que la crítica al logocentrismo —y al consiguiente falogocentrismo—, vea ampliado su radio de acción gracias a la referencia adversa al discurso oculocentrista, una referencia utilizada como eje de un decir que, siquiera sea de forma indirecta, tiende a reactualizar, si bien en otro contexto y bajo parámetros diferenciados, la tradición de la agustiniana concupiscentia oculorum y del peligro asociado al deseo visual. El alcance de esta hostilidad contemporánea no sólo hacia la impudicia que subyace al voyeurismo, sino también hacia el goce derivado de un ver no funcional, incidirá una vez más en el preceptivo sentido ilusorio de la imagen y en cómo el mismo, sin embargo, se “enraíza en un discurso antivisual mucho más amplio que se extiende más allá de las fronteras del pensamiento religioso”, dado que afecta a “una amplia variedad de campos” que, de una manera u otra, se encuentran imbuidos “por una profunda sospecha ante la visión”8 y ante el papel dominante que la misma ha asumido en el espacio mediático-cultural de la modernidad occidental. Si como apuntábamos al comienzo de estas líneas, el decir sobre la imagen constituye un decir sin fin en el que lo decible es la propia imposibilidad de acabamiento del decir, el hecho de que se cuestione, según acabamos de señalar, la supremacía de lo visible y la potestad entroncada a lo panóptico, no conlleva necesariamente certificar que ese decir sin fin haya llegado a su ocaso. Al contrario, lo que sí que declina, y por ello se afirma, es la crítica al predominio de una visualidad que en su apogeo obsolescente —al respecto, sugiere Baudrillard que “destruimos las imágenes al colmarlas de significado”—deviene banalizada y/o simbólicamente desarraigada, dado que queda sometida a un “doble asesinato”. Un asesinato en el que si, por un lado, “lo real ha desaparecido bajo la profusión imágenes”, por otro, la imagen también se ha diluido fatalmente “bajo el peso de la realidad”, ya que “la mayor parte del tiempo, la imagen está desposeída de su originalidad” y “de su existencia propia en tanto que imagen”, hecho que ha traído consigo que se encuentre “condenada a una complicidad vergonzosa con lo real”9. La transformación de la imagen en discurso hegemónico y unitario —discurso que conlleva no sólo el control y colonización de la imagen, sino también la paralela mutación del dominio en imagen— no debe, por tanto, suscitar equívoco alguno. La hegemonía a la que hacemos alusión encuentra su base en la uniformidad que, paradójicamente, sustenta al propio decir de lo heterogéneo, un decir que recontextualiza el argumento del pluralismo neoliberal de la neutralidad y que, en verdad, se articula como discurso legitimador de una permisividad acrítica bajo la que se enmascara una insolidaria pseudotolerancia. Sin embargo, aunque exista el interés por instaurar una mirada única destinada a pautar qué es lo legible desde la imagen —interés que podría correlacionarse con la conceptualización de lo que a finales de la década de 1960 Noël Burch definió como los “modos de representación institucional”, es decir, los paradigmas de codificación aplicables que, en su caso, quedaron circunscritos al ámbito cinematográfico—, se sabe que dicha imposición —y su consiguiente voluntad de instrumentalización icónica— se enfrenta a lo que, en verdad, puede ser dicho sobre la imagen, algo que no es ni más ni menos que la propia imposibilidad de agotamiento que la misma suscita. Para resolver este aparente contrasentido que, en el fondo, no hace más que traer a colación la tensión dialéctica existente entre conceptos como los de bulimia icónica y anorexia simbólica —tensión, no hay que olvidarlo, que deriva del choque entre la perdurabilidad hermenéutica, en tanto que discurso de resistencia, y la univocidad de la imagen mediática, concebida como relato hegemónico del espectáculo—, es conveniente que efectuemos un pequeño, pero imprescindible, rodeo a través del cual vamos a intentar trasladar al ámbito que nos ocupa la aportación que, al analizar los conceptos de crítica e Ilustración, Foucault realiza en torno a la noción de gubernamentalización y al carácter que ésta asume en la modernidad. Frente a la vocación estatalizadora que Occidente emprende, en especial a partir de los siglos XV y XVI —con el objetivo de perfeccionar el “arte de gobernar a los hombres”, ya sea desde parámetros pedagógicos, políticos, militares, económicos o administrativos—, Foucault pone de relieve cómo se desarrolla, de manera paralela a este proceso, un deseo de desgubernamentalización en el que la moderna actitud crítica va a hallar un idóneo caldo de cultivo. Dicho deseo, sin embargo, requiere una ajustada interpretación, puesto que el mismo, según señala el propio autor de Las palabras y las cosas, puede suscitar determinadas aproximaciones erróneas. En este sentido, el rechazo a la gubernamentalización no debe tomarse como la apuesta por una oposición frontal —“una especie de cara a cara”— en relación a este proceso de consolidación del dominio, ya que ello significaría efectuar una apuesta a favor de “la cuestión de «¿cómo no ser gobernado?»”. Debido a ello, apunta Foucault, en el hecho de reconsiderar la gubernamentalización lo que subyace es la constatación de un recurrente planteamiento que responde —y las cursivas son suyas— más que a la fórmula de que “no queremos ser gobernados en absoluto”, a la posición de “cómo no ser gobernados de esa forma […] en vista de tales objetivos y por medio de tales procedimientos”10. Desde esta perspectiva —y volvemos ahora a nuestro discurso— el exceso visual generado por la obsolescencia de la imagen mediática —concebida como una imagen del exceso y como una imagen excesiva— provoca un doble movimiento. Por un lado, transforma lo superfluo en un decir redundante donde lo mucho es nada y la nada es todo. Y, por otro —y aquí es donde conviene resituar la aportación foucaultiana—, desencadena lo que puede ser definido como una gubernamentalización de lo visual, proceso cuya consecuencia más extrema la encontramos en la desertificación simbólica a la que se ve destinada la imagen. Ahora bien, aludir a esta pauperización del sentido requiere llevar a cabo una matización. Todo poder tiende a utilizar simbólicamente las imágenes, ya que las mismas se convierten en instrumentos de persuasión y/o imposición de un determinado régimen político-escópico. Sin embargo, que ello sea sí no invalida el hecho de que, precisamente por ese sometimiento que se ejerce sobre lo icónico, la imagen pierda su valor simbólico más profundo, un valor que va dirigido no tanto a representar inequívoca y auráticamente al poder, como a subvertir la univocidad referencial de cualquier discurso visual. Debido a ello, esta pérdida icónica que produce la institucionalización visual —hecho que pone de relieve cómo frente a la palabra a la que la imagen impele, tan sólo se escucha la palabrería que anula la posibilidad de ver y de hablar—, nos coloca en una situación conceptual similar a la que acabamos de describir a propósito del control y dominio humanos y a la consiguiente voluntad —también humana— de carácter desgubernamentalizador. De este modo, aquello que a través de esta voluntad se aviva no guarda relación ni con el rechazo a la imagen —y a la cuestión subsidiaria de cómo no ser imaginado— ni, tampoco, con la imposibilidad absoluta del habla —esa obligada mudez a la que fuerza el insistente y ruidoso absolutismo de la banda sonora mediática—. Por el contrario, a lo que esta voluntad crítica incita es a la multiplicación en torno al decir desbocado que la imagen impulsa. Un decir que reactiva —y es lo que ahora más nos interesa destacar— el papel que la misma adquiere en tanto que elemento capaz de suscitar lo que podemos considerar como un necesario tipo de silencio —decible y expresivo— que, desgajado del abuso monocorde de la imagen hegemónica, lo que en verdad propone es la utilización de lo visual como reflexión, como pensar específico mediante el que se deconstruye la colonizadora extroversión mediática y se construye la realidad de un decir que implica el decir de una nueva realidad. Dicha realidad, al no quedar reducida a una imagen del mundo —civilizada mímesis— ni tampoco poder ofrecer la posibilidad de un mundo hecho imagen —complaciente espectáculo—, a lo que lleva es a tener que reconsiderar la misma y, por tanto, a tener que repensarla —haciendo uso de un concepto acuñado por Anders para analizar la pintura irritada de Grosz— como desmaquillada “anti-imagen”, una imagen que, desde su indocilidad —es decir, desde su habla contraria y contrariada— pretende “hacer el mundo finalmente visible”11. La renovada visualidad que, gracias a este hecho, se configura concita ese mencionado silencio expresivo que, parafraseando lo escrito a finales del siglo XVII por sor Juana Inés de la Cruz, no responde ni a un “no haber qué decir” ni tampoco a un obligado enmudecer. Ello se debe a que el silencio al que se apela no se circunscribe a un no saber qué decir, sino a un “no caber en las voces lo mucho que hay que decir”12. En función de lo apuntado, este decir que se reformula busca, desde su ver condensado y silente, articular un discurso crítico dirigido a cuestionar la invidencia a la que impulsa la saturación oculomediática. Imaginar la crítica, es decir, hacerla imagen y hacerla también desde la imagen, nos ubica en el interior de un espacio —delimitado por la articulación conceptual en torno al sentido de las imágenes— que es identificable, en primera instancia, por las tensiones y complejidades que en él se desarrollan y que producen un permanente juego semántico de transparencias y opacidades. Un espacio, sin duda alguna lleno de paradojas, donde lo visible se oscurece y lo confuso se visualiza, y en el que, además, las diversas tradiciones que convergen sobre la noción de imagen responden a miradas transtextuales que se entrelazan al socaire de una serie de discursos definidos tan sólo desde su propio sentido interferente. Dichos discursos, tal como ya hemos apuntado en páginas anteriores, aunque rehúyan la idolatría, se postran ante la imagen; y aunque apelen a la copia y a la mímesis, se sumergen en la afirmación de lo disímil y desemejante. El decir y el pensar sobre la imagen, por tanto, se desarrolla en un constante estado de contradicción —en un persistente tira y afloja de naturaleza discursiva— en el que, en palabras del citado Melot, asume un especial protagonismo el hecho de que la imagen —pensemos, por ejemplo, en la justificación a la que apela Roland Barthes en La cámara lúcida para ocultar la fotografía que le sirve de pretexto discursivo— actúa no sólo como “acceso a una realidad usente” sino también como “obstáculo a esa realidad”13. Sin embargo, en tanto que ausencia y/o impedimento o, si se prefiere, en tanto que realidad vacía y/o vacío de lo real, lo destacable de la imagen apunta Melot, no es tanto que constituya “una cosa” per se —“un objeto solitario”—, sino que la misma pueda responder a una relación. En este sentido, la imagen se presenta siempre como “imagen de algo o de alguien sin que por ello sea su copia”, de ahí que, debido a ese extraño solapamiento que se establece entre el modelo y el doble —entre la presencia y la ausencia—, “resulte tan fascinante”. Conviene añadir, no obstante, que aludir a este cruce no supone, tal como sucede con “el principio [que rige] la hechicería”, que se tenga que asimilar y/o confundir la imagen con su modelo. Esta disociación, asimismo, puede ayudarnos a no perder de vista —en un terreno tan resbaladizo como el de lo visual— que, en último término, la imagen nos enfrenta a “la marca de nuestra incompletitud”14. Una marca, añadimos nosotros al margen de lo recogido por este autor, que configura el trazo de una carencia que va dirigida más que a reflejarnos —la imagen como espejo y espejismo en y/o con el que nos identificamos—, a desidentificarnos, es decir, a posibilitar que nos reconozcamos, siquiera sea a través del desconcierto, en el habla de la insuficiencia. Ahora bien, esa relación que late bajo la imagen, sustentándola como tal, y que, en parte, también visualiza nuestro sabernos en lo inconcluso, ¿qué propicia? O, mejor aún, ¿hacia qué ámbito discursivo nos encamina? Enfrentarnos a estas cuestiones supone partir de un supuesto sobre el que, hasta el momento, no habíamos reparado: la presencia de lo visual sólo puede ser tomada como tal —hecho que fácilmente se constata si circunscribimos esta presencia al ámbito estricto de la visualidad vinculada al fenómeno artístico— cuando la misma se encuentra conformada y, por ello, cuando el propio hecho de lo visible ya está presente —es decir, cuando el presente no sólo alude a lo que se nos muestra, sino a lo que se nos ofrece, esa compleja dádiva con la que nos damos de bruces—. Advertir lo presencial como presente es lo que nos permite afirmar que vemos lo que vemos cuando lo visto es mundo y, por tanto, texto: texto que responde a un lenguaje que dice imagen e imagen que escribe mundo. En otras ocasiones —de ahí que no deseemos insistir en este aspecto— ya hemos hecho referencia a cómo la mirada pende del ojo y cómo, al hacerlo, depende de la palabra, un depender que muestra cómo el mirar se desliza por la pendiente de un territorio que hace que ver sea posible, tan posible —y necesario— como hacer ver. Esta mutua interpenetración, sin embargo, no se agota en sí misma, ya que deja al descubierto una realidad sobre la que ahora nos interesa incidir. El hecho de ver conlleva reconocer la mirada como un ámbito de saber, un saber a través del cual se nos permite que lo visible, al quedar configurado semánticamente, cobre sentido, aunque éste se sospeche siempre inabarcable. La situación descrita hace que ante cualquier imagen estemos —en última instancia— afrontando un exceso. Un exceso que, tal como ya ha quedado apuntado con anterioridad, encuentra sus raíces no tanto en una hipotética redundancia —recordemos que lo redundante se vincula al discurso visual mediático o a su torpe obsolescencia—, como en una imposibilidad —no ajena, a su vez, al ya mencionado decir de nuestra insuficiencia—. Dicho exceso no es otro que el de sabernos espurios sabedores de la imagen, es decir, errados detentadores de un control sobre la misma. En esta carencia —en esta asumida falta de dominio y poder— reside, no obstante, el hechizo de la imagen, ese impredecible hechizo sobre el que Pérez Villalta escribirá: “Todo es interrogación. ¿Por qué de pronto me gusta esto?”15, un hechizo, añadimos, que se halla destinado a caligrafiar su propio desbordamiento semántico. Debido a ello, lo visto siempre asume el signo de una incertidumbre: la incertidumbre que somos y el signo en el que nos inventamos. Constatada esta incertidumbre que nos dice y nos hace, la misma se asienta en un hecho que un pintor como Dalí puso de manifiesto —y, además, de una manera contumaz— en su particular y no menos turbador análisis de El Ángelus, la conocida pieza realizada por Millet entre 1857 y 1859. Quizás el alcance de su aseveración pueda resultar un tanto obvio, pero quien conozca la radical aplicación del método paranoico-crítico a la obra en cuestión —un pequeño lienzo que “se convertía, de repente, en la obra pictórica más trastornadora, más enigmática, más densa, la más rica en pensamientos inconscientes que jamás haya existido”16— convendrá en concluir que en lo más obvio, es decir, en lo más “miserable, tranquilo, insípido, imbécil, insignificante, estereotipado [y] convencional” podemos tropezarnos con una realidad —en verdad, con una situación— excepcional que, por ello mismo, deviene convulsa, evocadora y/o, por utilizar la fraseología daliniana, plenamente delirante. La realidad poética que surge a través de este advenimiento de lo subyacente hace que la imagen, insistimos de nuevo en ello, adquiera el sentido de una situación, es decir, el carácter de una acción y/o de un acontecimiento17. Transformada la imagen en suceso —hecho que no debemos confundir con la reducción mediática del acontecimiento a imagen—, la misma es capaz de ejercer una “violencia innegable […] sobre la imaginación”. Una violencia que conjuga de forma positiva la “eficacia absorbente y exclusivista en el reino de las imágenes” y la “furia de las representaciones”18. Esta apuesta por el suceder en la imagen conlleva el reconocimiento de un acontecer que, si bien se da en el interior de la misma —y, por ello, desde y/o a partir de la propia imagen—, sólo adquiere su más amplio sentido fuera de ella, o sea, en tanto que dicho acaecer puede sobrevenirnos. De este modo, y volvemos de nuevo a Anders, lo que en primera instancia nos sucede es el saber que “ninguna obra de arte, y por ello ninguna imagen, se agota en su «ser-objeto»”, dado que, al margen —o, mejor aún— gracias a su fisicidad textual, “cualquier imagen es una acción [y] en tanto que tal, un proceso”19. Algo, por tanto, que no sólo está ahí, sino que está ahí porque estamos en ella. La imagen, en función de esta nueva paradoja a la que acabamos de aludir, asume el estado de una situación —acontecimiento activo y transitorio—, puesto que nos sucede, es decir, puesto que posibilita el discurso de nuestro autocuestionamiento. Lo sucedido —nuestra relación con la imagen— altera y afecta —dado que mueve nuestros afectos—, pero lo hace poniendo en crisis nuestra mirada y, de este modo, fracturando el carácter unidireccional con el que nos enfrentamos a la realidad. Al respecto, el citado Dalí explicita con precisión lo que venimos apuntando, resumiéndolo en una concisa, aunque no por ello menos contundente fórmula. Partiendo del hecho, como ya hemos sugerido, de que tras la quietud de El Ángelus no puede subyacer algo que sea “nada o casi nada”, el artista ampurdanés afirma que “bajo la grandiosa hipocresía de lo más manifiestamente azucarado y nulo, algo ocurre”20. Detengámonos en ese determinante “algo ocurre”. La imagen supone un pensar y un mostrar que nos excede, ya que, como venimos señalando, dota de visibilidad a nuestra insuficiencia, así como de infinitud a nuestro decir. La falaz transparencia de la imagen es incapaz de ocultar la opacidad de nuestra incertidumbre, de ahí que en su interrogar la imagen acaezca como situación, como performatividad que propicia el silencio visual al configurar, en su crítica al decir icónico banal, un determinado ensamblaje de tiempos y temporalidades que nos incide —y nos lacera— directamente. El hecho de que algo ocurra en la obra que suscite un impredecible sucedernos en ella, supone reconocer que la misma no es un objeto o, al menos, que su realidad y suceder no quedan reducidos únicamente a un objeto —recordemos que Melot ponía de relieve la importancia no tanto de su carácter objetual, como relacional y que Anders, a su vez, ampliaba su ser más allá del ser-objeto—. Esta circunstancia hace que en su deriva metaobjetual —deriva que en modo alguno contraviene su objetualidad— la obra profundice en su decirse proceso. Un decirse que podemos definir como tal, porque va más allá del hecho de que se reconozca, como en tantas y tantas ocasiones se ha dicho, que la imagen reclama nuestra mera participación y que la misma se completa y clausura —siquiera sea por un perecedero instante— gracias a la lectura que cualquier intérprete efectúa sobre la misma. Si algo ocurre y podemos sucedemos es debido a que nos situamos no tanto en el interior de una experiencia —lo cual supondría reconocer una escisión entre el sujeto y el hecho mismo de su experimentar—, como a que nos construimos y dotamos de identidad en esa experiencia. Nuestra lectura no sólo completa, sino que escribe nuestra carencia de completud. A su vez, la misma nos sitúa en un ámbito en el que lo único dado es el sabernos dados a una situación. En este sentido, frente a la imagen —que pretendidamente creemos abarcar— surge otra realidad: no ya la realidad de la obra en sí, sino la realidad de un discurso que nos habita y desplaza. De este modo, la imagen propicia un reconocer que aquí se torna desconocer. ¿Qué es lo que desconocemos en dicho reconocer? La posibilidad que encierra un espacio que es espacio de posibilidades y tiempo de acontecer. Lo acontecido, por ello, es un sabernos suceso, es decir, un reconocernos que sólo es viable sucediéndonos. No es extraño, por tanto —y no se quiera encontrar aquí el hábitat de una inefable e idealista veleidad—, que Chema Cobo escribiera hace ya varias décadas en uno de sus fragmentos aforísticos que “en Arte nada es visible”, cuestión que en su brevedad no debe hacernos pensar que nada vemos en el hacer del arte. Si nada es visible en este hacer es debido a que el arte “nos hace imaginar, es decir, nos obliga a estar despiertos”21. Esta obligación a la vigilancia, a una visualidad atenta en la que lo que se muestra queda oculto y lo que se oculta se muestra, será puesta de relieve mucho más recientemente por este mismo autor al señalar: “Se pinta cuando uno no cree lo que se ve y tampoco lo que se dice de lo que se ha visto”22. Nuestro sabernos suceso, por tanto, fuerza a abrir los ojos y, al abrirlos, lo visible no muestra más que la travesía de la inconclusión. Una travesía que, en verdad, se ve poblada de intensidades diversas, de silencios recurrentes. Los mismos muestran la imposibilidad de que nunca nada calle, una imposibilidad que lleva también al silencio, poblado de voces, que propicia saber de la propia insuficiencia.
1 Como ejemplos temporal y metodológicamente distanciados entre sí de estos planteamientos, podemos encontrarnos, entre otras, con aportaciones como las efectuadas por: Debray, Régis, Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente, Barcelona, Paidós, 2002; Brea, José Luis, Las tres eras de la imagen, Madrid, Akal, 2010 y Jardí, Enric, Pensar con imágenes, Barcelona, Gustavo Gili, 2012. 2 Manguel, Alberto, Leer imágenes. Una historia privada del arte, Madrid, Alianza Editorial, 2002, p. 21. |