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UN RELÁMPAGO DE POLVO Y CENIZAS
Título: Un relámpago de polvo y cenizas Autor: Pérez, David Publicación: Catálogo de la exposición Rosa Martínez-Artero. Ciclo visiones sin centro
La cumbre de la montaña la cubre la nube y el escalador sube José, 8 años
En el ya clásico texto que en 1983 Rafael Argullol dedicó al estudio del paisajismo romántico, un fascin ante análisis que, con posterioridad, ha sido reeditado en diversas ocasiones1,el autor de El fin del mundo como obra de arte nevaba a cabo una cuidadosa aproximación al proceso de desantropomorfización operado en el interior del universo pictórico postilustrado. Partiendo de referencias centradas en conceptos como los de nostalgia, escisión, pérdida de centralidad, melancolía, sonambulismo y desposesión, Argullol buscaba incidir de una forma directa no sólo sobre el paulatino desarreglo que conlleva la postergación de lo humano a un plano puramente anecdótico y secundario, sino también sobre la progresiva autoanulación que dicha medida —por otro lado, higiénica— acarreaba. Así, frente al protagonismo que la imagen del hombre (tomada siempre como estereotipo de un modelo masculino, blanco, heterosexual y católico) había adquirido en la pintura del Renacimiento y en la que iba a continuar desarrollándose a lo largo de los siglos siguientes, el Romanticismo de carácter más innovador y comprometido tendía a auspiciar la puesta en duda del entusiasmo generado por un discurso antropocéntrico que se hallaba constreñido por la confiada ceguera de su propio optimismo.
La constatación de esta perplejidad que comienza a ser intuida al iniciarse el siglo XIX y que estará presente en numerosas manifestaciones plásticas y literarias (pensemos, por citar tan sólo los ejemplos más relevantes, en casos como los de Blake, Goya, Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud, Poe o Redon), traerá consigo un inevitable desarraigo a través del cual asistiremos a un proceso de extrañación provocado por el desplazamiento que supondrá el paso de una concepción luminosa a una interpretación opaca de la realidad, un proceso por medio del cual se producirá el abandono de una cosmovisión diáfana, estable y lineal, y su sustitución por otra que, dominada por las tinieblas de la mutabilidad, permanecerá llena de temores, dudas y desconfianzas. A través de este proceso, sin embargo, lo que se terminará por corroborar no será tanto la pérdida de una fe, como la reconversión de la misma, ya que ésta, al no resignarse a aceptar la asintacticidad de este inabarcable texto ágrafo que es el universo, intentará encontrar en la naturaleza (como también lo hará en la razón y, posteriormente, en la tecnociencia) una de sus ansiadas y resurrectas neocreencias.
El ejemplo paradigmático de este funesto naufragio conceptual al que estamos aludiendo encontrará en la pintura de Caspar David Friedrich la que —con toda probabilidad— puede ser calificada como la más lúcida y turbadora de sus representaciones, una representación que, tradicionalmente vinculada al influjo panteísta, a lo que en verdad nos está empujando es a la imperturbable quietud de una aproximación que en su gélida serenidad está acumulando la trágica conciencia de la desolación y la desesperanza. En este sentido, resulta interesante observar cómo en las obras del citado pintor nos es posible descubrir hasta qué punto la referencia humana, portadora ya de un pusilánime y mórbido discurso, queda concebida no sólo como algo secundario, sino, fundamentalmente, como el fruto amargo de una redundancia que, además de torpe, se sospecha banal. Desde esta perspectiva, cuando nos detenemos en los paisajes de Friedrich aquello que estamos percibiendo es el carácter gratuito que asume cualquier proyecto humano, es decir, no tanto la lógica y habitual inconsistencia del mismo, como la molestia punzante de su inutilidad, esa molestia que nos revela que lo único sobrante en dicha pintura es la presencia de una inoportuna mirada que, a pesar de todos los desplantes sufridos, todavía cree que desempeña algún tipo de función prioritaria o detenninante. Tal y como bastantes años después escribirá Cioran con su acostumbrada perspicacia:
“El gran error de la naturaleza es el de no haber sabido limitarse a un solo reino. Al Iado del vegetal, todo parece inoportu no. El sol tuvo que sentirse molesto cuando apareció el primer insecto, y cambiar de domicilio cuando irrumpió el primer chimpancé.”2
Teniendo en cuenta todo ello, cabe señalar que el interés que desde la contemporaneidad se está sintiendo por autores como los mencionados —un interés que ha calado poderosamente en artistas plásticos que, como sucede con Rosa Martínez-Artero, se aproximan a la pintura desde esta desolada vertiente—, viene motivado no tanto por el dolor o por la amargura que crece implícita al desaliento de sus propuestas, como por ese convulso y oscuro goce que se desprende del hecho que constantemente están intentado comunicar en sus obras: esa experiencia que se vincula al placer de hacernos sentir tan prescindibles e inadmisibles, como exultantes de improcedencia y desacierto. Tras esta constatación, sin embargo, no queda ya espacio posible para lo humano ni para su soberbia, sino tan sólo para sus reducidas sombras, esas huellas que, según se recoge en las obras de Rosa Martínez-Artero, nos obsequian con la tibia veladura de una apocada y vacilante anatomía que, a pesar de sus esfuerzos, se muestra incapaz de ocultar el aciago rostro de la desazón.
Si consideramos, por tanto, que lo humano es un error del paisaje —quizás el más grave— y que la potencia destructora de la naturaleza, según queda patente en el Turner más desbordado, es la única fuerza que con su poder de aniquilación puede establecer un precario —aunque expeditivo y necesario— equilibrio a través del cual se intente enmendar la situación, si consideramos todo ello, repetimos, estaremos en condiciones de compartir el sentido de una pintura que, consciente de lo que Rosenblum denomina como disociación de escala,3 se percibe a sí misma no tanto como resultado de una lúcida actividad, sino como prueba irrefutable del fracaso que en ella anida. Partiendo de este hecho, la actividad artística no puede albergar en sí misma ningún tipo de riesgo o audacia, ya que constantemente está planteando el falseado triunfo —siquiera sea perentorio— de lo humano, un triunfo que siempre resulta pírrico, cuando no vergonzante, dado que, como nos recuerda el ya citado Cioran,
“eso que se llama instinto creador no es más que una desviación, una perversión de nuestra naturaleza: no vinimos al mundo para innovar, para trastornar, sino para gozar con nuestra apariencia de ser, para liquidarla dulcemente y desaparecer después sin ruido.”4
Con todo, hay artistas que, tal y como sucede con Rosa Martínez-Artero, sienten con una notable profundidad el hecho de que sus obras son un evidente engaño (puesto que estaconcepto y el de actividad actúan como elementos correlativos)5 y que, por este motivo, consideran pertinente utilizar la mismas no ya como un vehículo a través del cual se muestre la imposibilidad del decir, sino como un inacabado espacio en el que el decir de la imposibilidad —de nuestra propia imposibilidad— quede insinuado aunque sea con la levedad de quien conoce que todo su saber se disipa ante la presión de un abrazo o ante la caída de un párpado o, simplemente, ante unas gotas de lluvia que imposibles de ser contadas salpican en la noche el cristal de un automóvil detenido en la oscuridad. En uno de los textos escritos por Samuel Beckett al comienzo de la década de los años cincuenta pero publicado a finales de la misma, se aborda con descarnada precisión este problema:
“No es una persona, no hay nadie, hay una voz sin boca, y un oído en alguna parte, algo que debe oír, y una mano en alguna parte, ella llama a eso una mano, ella quiere hacer una mano, en fin, algo en alguna parte, que deje huellas, de lo que ocurre, de lo que se dice, realmente es lo mínimo, no, es novela, siempre novela, sólo la voz es, resonando y dejando huellas. Huellas, ella quiere dejar huellas, sí, como las deja el aire entre las hojas, en la hierba, en la arena, con eso quiere hacer una vida, pero pronto se acaba, no habrá vida, no habrá habido vida, habrá silencio, el aire que tiembla aún un instante antes de inmovilizarse para siempre, una mota de polvo que cae en un momento.”6
En efecto, todo se reduce a esa momentánea mota de polvo y, por ello, todo queda comprimido en un dilatado espacio cuyas fronteras se configuran a base de silencios y de huellas. Incluso la pintura que en el mismo surge lo hace partiendo de la contracción. Es por esto por lo que la lánguida incertidumbre que Rosa Martínez-Artero deja destilar en sus obras se asienta sobre un territorio hecho de liviandad y desmayos, un territorio monocromo que con aridez se construye confundiendo en el polvo de unos diluidos paisajes, las olvidadas cenizas de lo humano. Deseosa de querer que un gesto hecho de aire perviva en su finitud, que una sombra en la noche no se pierda, que un rastro de vida nos sacuda y que un abrazo nos rompa de ternura, su pintura traza la geografía, sombría y callada, de todo aquello que nos queda cuando descubrimos que nada de lo que fuimos o de lo que somos es algo, ya que frente a la agobiante y desértica orografía del ser (ese tener del tiempo que es la auténtica posesión de la muerte), únicamente podemos situar el puntual goce de un estar que se hace de briznas menudas de instantes, de nubes que dejan cubiertas las cumbres, de tiempos que rompen las horas.
De esta forma, tan sólo perviven en nosotros los matices más quebradizos, los deshilachados e inconexos residuos de una memoria que, construida sin palabras y salpicada de soplos, nos dice que en una ocasión tuvimos los pies enterrados en la arena de una playa, que en otro momento nuestro cuerpo sintió fugaz el encaje de otro cuerpo, que siendo niños cogimos un balón con las manos, que entre nuestros brazos alguien como agua resbaló, que un reloj quedó olvidado, que unas campanas tocaron con violencia durante un anochecer, que un día de verano y manifestaciones unas piernas se entreabrieron, que un fantasmal enano nos observó en la oscuridad, que una bufanda rodeó con una sola vuelta un cuello, que un paraguas permaneció plegado, que un carboncillo manchó el abrigo de quien tanto amábamos...
Nada de todo ello, sin embargo, podemos acariciar ya, dado que sólo es una ácida brisa aquello que con demora azota nuestra piel ahora que la tarde por siempre está cayendo. La pintura de Rosa Martínez~Artero se nos presenta, por tanto, como las recuperadas pavesas de una combustión perdida, como el reflejo de un fuego que, ya apagado, creímos haber visto y que sólo en su inutilidad alienta, casi donnido, el calor del recuerdo. Es por esta causa por lo que las obras de esta artista apenas desean ocupar espacio: porque en su reducida y tímida superficie acrisolan un recogido caudal de pequeños momentos que como relámpagos resplandecen. Nos hallamos, pues, ante unos lienzos que viven del polvo de lo vivido y de las cenizas de lo que en alguna ocasión fue, unos lienzos que, de cautela y concisión hechos, deambulan con parquedad entre los resplandores de lo nimio y de lo insignificante, unos fugaces resplandores que en su intensidad sentimos que no son únicos, pero sí irrepetibles.
Desde esta perspectiva, el valor de este intento que se hace con personajes que son secundarios y con abrazos que se transmutan en luchas y en arena, radica, precisamente, no en su unicidad, sino en su plural irrepetibilidad. Lo que consideramos como único —y que suele quedar vinculado a la personalidad— es, en verdad, el reflejo de la muerte, es decir, ese espacio que vive a través de la pretendida inviolabilidad del ser y que, paralelamente, impele a la imposición de una mirada estable que tan sólo lo es si ciega permanece. Lo irrepetible, por el contrario, no guarda relación alguna con lo único, ya que se involucra con lo común y compartido, es decir, con lo ausente de cifra: en suma, con aquello que siendo sentido por todos a nadie en concreto pertenece. Esto trae consigo que lo irrepetible acumule los instantes que, carentes de objetivos y metas, a veces nos suceden y habitan, unos instantes que al hacerse nos deshacen y, así, nos multiplican, puesto que en ellos ni la identidad —que sólo se basa en el nombre— ni el tiempo —que sólo con números se cuenta— existen.
Con todo, una paradójica soledad domina el trabajo de Rosa Martínez-Artero, una soledad que, nutrida de silencios menores, sirve para delimitar los itinerarios de unos cuerpos que, tardíos herederos de la imposibilidad humana y de su representación, en ocasiones se entrecruzan y funden por medio de un cálido y enmudecido abrazo. El camino emprendido, sin embargo, es incapaz de augurarnos ningún posible tipo de sosiego. Éste yace oculto tras las monótonas capas pictóricas de un paisaje devastado en el que únicamente el agotamiento y el cansancio son posibles. A pesar de ello, en medio de la doméstica desolación que se desarrolla bajo el peso de un silencio que se teje de páramos y de palabras que duermen un sueño de espada, esos mismos cuerpos que en el abrazo buscan la huida del tiempo, dejan solícitos que el agua habite la roca y que una herida de barro nos viva. Una extraña inocencia se apodera, por consiguiente, de estos lienzos. En su pausado deambular hacia la nada podemos leer en ellos las palabras escritas por Antonio Gamoneda en uno de sus poemas, unas palabras que, alimentadas de frío y oscura nieve, nos recuerdan que esta pintura acoge, al igual que el cuerpo que deseamos, la dulzura y el exterminio, pero que su importancia, sin embargo, se ubica en un ámbito mucho más próximo aunque evanescente: el dedicado a ese espacio en el que la inocencia es como un cuchillo delante del rostro.7
1 ARGULLOL, Rafael, La atracción del abismo. Un itinerario por el paisaje romántico, Barcelona, Ediciones Destino, S. A., 1991. 2 ClORAN, Emil M., Del inconveniente de haber nacido, Madrid, Taurus, 1981, p. 50. 3 ROSENBLUM, Robert, La pintura moderna y la tradición del Romanticismo nórdico, Madrid, Alianza Editorial, 1993, p. 156. 4 CIORAN, E. M., op. cit., p. 130. 5 Una vez más hemos de volver al autor del Breviario de podredumbre. Señala éste al respecto: “Todo aquel que se aboca a una obra cree —sin ser consciente de ello— que sobrevivirá a los años, a los siglos, al tiempo mismo... Si mientras está dedicado a ella sintiera que es perecedera, la abandonaría en el transcurso, no podría terminarla. Actividad y engaño son términos correlativos”. CIORAN, E. M., op. cit., p. 71. 6 BECKETT, Samuel, Textos para nada, Barcelona, Tusquets Editor, Cuadernos Marginales, 1971, pp. 71-72. 7 GAMONEDA, Antonio, Libro del frío, Madrid, Siruela, 1992, p. 113. |