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CUANDO PINTAR ES ESTAR Y ESTAR ESCAPA DE SER
Título: Cuando pintar es estar y estar escapa de ser Autor: Pérez, David Publicación: Catálogo de la exposición Fernando Cordón. Visiones sin centro
“Nuestra realidad más íntima está fuera de nosotros y no es nuestra, tampoco es una sino plural, plural e instantánea, nosotros somos esa realidad que se dispersa, el yo es real quizá, pero el yo no es yo ni tú ni él, el yo no es mío ni es tuyo, es un estado, un parpadeo, es la percepción de una sensación que se disipa, pero ¿quién o qué percibe, quién siente?,los ojos que miran lo que escribo ¿son los mismos ojos que yo digo que miran lo que escribo?” Octavio Paz
Los lienzos más recientes pintados por Fernando Cordón se hallan destinados a mostrar la yuxtaposición de unas realidades que, entre sí, tratan de establecer todo un silencioso conjunto de frágiles, aunque, no por ello, menos necesarios, puentes de contacto. A través de los mismos descubrimos que viendo más, estamos viendo menos, y que pudiéndolo oír todo, nos resulta imposible llegar a escuchar algo…
La vivencia que adquieren estas paradojas, sustentadas en la anulación semántica derivada de la redundancia, pone de relieve el sentido contradictorio con el que se reviste una cultura en la que nociones como “comunicación” e “información” —esos nuevos fantasmas que con avidez consumista recorren el mundo— poseen valor únicamente en tanto se configuran como conceptos dependientes de la voracidad tecnológica y espectacular. Partiendo de ello, se puede señalar que a medida que aumenta la proliferación mediática, el suceder simultáneo del que hablaba McLuhan provoca una falseadora retribalización que, más que unirnos, tiende a mantenernos aislados y desgajados, negando con ello la vuelta al espacio acústico prealfabético teorizado por este autor. Si “la mano que llenaba la página de pergamino edificaba una ciudad”1, la nueva aldea global construida a partir de la era electrónica ha cortocircuitado con su intenso cibertráfico el desarrollo de una urbe convertida toda ella en un anodino suburbio de la inmediatez.
Las transformaciones mediáticas del último siglo han acarreado toda una serie de repercusiones que, lejos de adecuarse al mesianismo tecnoapostálico del autor de La galaxiaGutenberg, han acabado por afectar de forma decisiva a ámbitos tan importantes como el perceptivo, el psíquico, el social y/o el comunicativo. Curiosamente, dentro de un contexto globalizador definido tanto por la transnacionalidad de la economía, como por la virtualidad e imposición de los procesos comunicativos, aquello que no suele encontrarse sometido a cuestionamiento —revistiéndose, así, con el carácter de una irrefutable y axiomática verdad posteológica— son las ideas que subyacen bajo términos como los que venimos mencionando. De este modo, al quedar reducida la comunicación al simple consumo tecnoinformativo de una serie de datos y noticias que, por la propia estructura mediática, circulan de forma jerárquica y unidireccional —convirtiendo la información en mercancía y, por tanto, en ideología y/o en idea generadora de una realidad-, lo que se está produciendo es una interesada confusión de conceptos. A través de la misma, la posibilidad de respuesta e intercambio en la que toda comunicación se sustenta, queda constreñida por la mera constatación de un dispendio que, transmutado en audiencia, responde no sólo al sentido obsolescente, sino también fálico, de una cultura para la cual la medida, el número y la cuantificación se constituyen en referentes ineludibles de legitimidad y control.
Con todo, no queremos centrar ahora nuestra atención en la imposible y/o engañosa capacidad de respuesta que genera el emisor mediático, hecho, por otro lado, intrínseco al mismo (especialmente, si tenemos en cuenta que es en este emisor donde la realidad social se transmuta en realidad personal). Aquello que, por el contrario, nos interesa poner de relieve, tomando como punto de partida las imágenes yuxtapuestas —y, por consiguiente, contraformativas— que utiliza Fernando Cordón, es la inútil redundancia con la que queda definido el material informativo que dicho emisor provoca, un material que, apoyado en su propia legitimidad tautológica, nos está ofreciendo una permanente y reiterativa afirmación: aquella que nos muestra el vacío espectacularizado en el que toda información se sustenta, una cuestión ésta que incide en cómo la información es, en la actualidad, uno de los medios más importantes de gobierno y e nriquecimiento, ya que, según nos recuerda Régis Debray,
“todo gobernante está obligado a ser el primero informado, para estar en condiciones de que la información repercuta, o no, sobre el gobernado.”2
Desde esta perspectiva, conviene tener presente que lo que de una forma pretenciosa se disfraza con la objetividad de la información, no está actuando, en sentido aristotélico, ni como motor mediático ni como elemento a partir del cual la realidad puede ser interpretada. La información, con independencia de las hipotéticas lecturas y aproximaciones que genera —-hecho que comparte con cualquier otra producción textual—, es, por definición, el resultado de la propia necesidad y elaboración mediática, es decir, su insoslayable invento. Ello trae consigo que la misma no deba ser entendida como el eje vertebrador del discurso de los media o, mejor aún, como el elemento nutriente de los mismos, sino como la inevitable deyección que a estos se asocia.
El exceso de información gratuita a través del que se definen las sociedades postindustriales lo que está provocando es la compulsiva anulación de significados, fenómeno que, a su vez, está sirviendo para dar pie a la colonización (o, si se prefiere, a la clonación) de nuestra percepción por estructuras básicamente desimbolizadoras. De esta manera, un decir saturado, que no pleno, es, sin duda alguna, el mejor garante de una vacuidad que, sustentada en la rei teración, transforma cualquier sombra de plenitud en blanca planitud semántica. Éste y no otro es el objetivo mediático: alcanzar la desertización simbólica y la proliferación entrópica de un discurso condenado a la más endémica de las sequías conceptuales, por medio de la obscena y constante exhibición de una nada que naufraga, parafraseando a Debray y a Pignotti, en lo superfluo de su superabundancia3,es decir, en su superlatividad carente de contenidos4.
Como consecuencia de ello, la estrategia repetitiva, aunque substancialmente hueca, que es utilizada desde los media, difiere de un modo absoluto de cualquier otra fórmula de reiteración. Mientras que en ámbitos como el religioso, el ritual e, incluso, el poético, la rutina rítmica de un decir que se compone de salmodias, rezos y palabras empuja al despojamiento del ser y al abandono de la conciencia —hecho que, a su vez, conlleva la suspensión de todo referente temporal—, en el territorio mediático —paradigma de una temporalidad obsesiva y convulsa— la redundancia se encuentra dirigida a reafirmar los procesos de individuación. Para conseguirlo se utiliza el sometimiento a una inflación perceptiva que, escondida bajo la engañosa máscara de una diversidad cacofónica, no sólo se apoya en la falacia de su pretendida urgencia, sino también en la invención de un tiempo que, antes que transcurso o simple paso (aquello que, en palabras de García Calvo, “era sin fin, sin límites ni cortes, sin línea ni figura”5),queda reducido a estricta posesión y/o propiedad, o sea, a algo que, por el hecho de ser asumido como propio, ya no puede ser jamás disfrutado.
Frente al tecnovértigo del alud informativo, las posibilidades de resistencia a las que tenemos acceso son, cada vez, menores. Para no desaparecer en la vorágine de una nada hecha de arenas sígnicas y de pulverulentas significaciones, Virilio lleva a cabo una apuesta por recuperar la lengua:
“La salvación [sic] nos llegará por la escritura y por el lenguaje. Si reestructuramos la lengua podremos resistir. Si no, corremos el riesgo de perder la lengua y la escritura.”6
Sea posible o no salvamos a través de este proceso, lo importante del mismo es descubrir la necesidad que tenemos de volver a hablar, es decir, de volver a reterritorializar nuestro lenguaje y nuestras vidas, un hecho éste que sólo puede darse si palabras e imágenes son recuperadas de la intumescencia informativa a la que enferrnizamente están sometidas.
Defenderse de esta inflación de vacuidad supone, por tanto, reflexionar sobre el empobrecimiento generado por un desgaste mediático que se muestra incapaz de deshacer el decir que cercena la comunicación, un decir falseado en su totalidad que sólo se encamina a hablar de lo que necesaria e institucionalmente se ha de hablar, ya que si por un descuido cargado de azar y de vida pudiera ser planteado algo que con anterioridad no hubiera quedado establecido, ello podría inducir a pensar lo que no debe ser dicho, o sea, aquello que siendo impropio (inadecuado, a la par que no personal) está poniendo en duda el caótico desarrollo de todo este sistema de tiempos, cosas, palabras e iconos.
Partiendo de ello, el hecho de permitir que las imágenes hablen y transpiren o que las mismas ocupen espacios no contaminados en los que se puede estar pero no ser, sirve para impulsar una mirada que todavía se revela capaz de abolir el orden de una operatividad comunicativa enfangada por el discurso institucional de los media, una mirada que, distanciada de cualquier voluntad informativa, lo que busca es enhebrar el plural transcurso de una pintura que, tal y como sucede con la de Fernando Cordón, no desea establecer definiciones, sino tan sólo constatar aproximaciones, un hecho éste que permite a la misma poner al desnudo las carencias del vacuo pseudodecir mediático.
El rebosante vacío de la superabundancia se combate, pues, con un silencio que no deriva del exceso ni del cansancio obsolescente, sino de la precisión de aquello que es dicho no tanto para llenar y aturdir, como para sobrepasar. Al comienzo de estas líneas señalábamos que la obra de Fernando Cordón busca la yuxtaposición de realidades por medio del establecimiento de una serie de puentes de contacto que, pese a su fragilid ad, se vuelven necesarios e imprescindibles, puesto que, en último extremo, lo que nos están posibilitando es que seamos conscientes de que viendo más, estamos viendo menos. Es por este motivo por lo que su pintura se sustenta más que en la restrictiva afirmación de unas realidades dotadas de sentido ontológico, en la propia disolución de esas realidades dentro de una nueva y dialogada realidad carente de valores descriptivos. Al respecto, resulta curioso observar cómo sus últimas obras buscan la huida de lo que podría ser definido como el dominio de la voluntad denominativa: todas ellas se presentan vacías de título, es decir, desnudas de una explicitación nominal a partir de la cual pueda ser articulado un discurso apoyado en condensados epígrafes y abreviadas inscripciones. El decir que las mismas concitan adquiere, por tanto, el adelgazado —aunque contundente— carácter de la designación, aboliendo, con ello, cualquier atisbo de finalidad y, por consiguiente, cualquier rastro de infornación.
No se trata, pues, de convertir la pintura en eje de un discurso plagado de objetividades, sino de posibilitar que el lienzo se transmute paulatinamente en un espacio capaz de acoger más que lo impensable, lo imprescindible, es decir, aquello que la voracidad mediática está diezmando de forma pennanente. Asumiendo este hecho, Fernando Cordón utiliza la pintura como freno contra la desimbolización de una mirada que, a pesar de todo, todavía desea sentir en sí misma que ver no sólo es posible, sino también necesario. Al igual que Octavio Paz señalaba que “el poeta no es el que nombra las cosas, sino el que disuelve sus nombres”, descubriendo, a través de ello, “que las cosas no tienen nombre y que los nombres con que las llamamos no son suyos’’7, nuestro artista pinta bajo la sospecha de que con su obra no intenta aprehender o capturar la realidad, sino, tan sólo, disolverla, es decir, tomarla porosa al cruce y a la impermanencia, a la indefinición y al contraste, al hallazgo y al abandono.
De un modo semejante a como la poesía se concibe como critica del lenguaje, la pintura surge como crítica de la imagen mediática, esa imagen saturada y henchida en la que todo transcurre vacío puesto que rebosa lleno de horas. La consciencia que, al respecto, posee Fernando Cordón hace que su pintura se desenvuelva, serena y contradictoria, dentro de los límites de un mundo que se sabe vacío de ellos. La misma, por tanto, no busca elaborar un universo de fines, sino una constelación de caminos sin metas. En este sentido, ya que nunca podremos averiguar qué es lo que en verdad hayal final de cualquier trayecto, dado que éste existe únicamente en función de nuestros propios pasos, lo mejor que podemos h acer es dejar que las imágenes que configuran esta pintura nos alienten y nos pierdan, nos dibujen y nos desinformen, nos den luz y nos precipiten de manera definitiva en la noche. Sólo así podremos descubrir, acaso, que en el estar la vida estalla, mientras que en el ser yace aquello que, por sabido, nos empuja al conocer de la muerte y a la muerte del conocer.
1 McLUHAN, Marshall y FIORE, Quentin, El medio es el masaje. Un inuentario de efectos, Buenos Aires, Paidos, 1975, p. sIn. 2 DEBRAY, Régis, El estado seductor. Las revoluciones medio lógicas del poder, Buenos Aires, Manantial, 1995, p. 92. 3 DEBRAY, R., op. cit., pp. 130-13J. 4 PIGNOTTI, Lamberto, La supernada. Ideología y lenguaje de la publicidad, Valencia. Fernando Torres Editor, 1976. Sobre el carácter de una sociedad superlativa, pero sin contenidos, puede consultarse el Capítulo 11 del mencionado texto (“Superísima”). pp. 29-39. 5 GARCIA CALVO, Agustin, Contra el Tiempo, Zamora, Lucina. 1993, p. l7. 6 VIRlLlO, Paul, El cibermundo, la política de lo peor, Madrid, Cátedra, Colección Teorema, 1997, p.86. 7 PAZ, Octavio, “El mono gramático”, incluido en Poemas (1935-1975), Barcelona, Seix Barral, 1979, p, 560. |