This section offers a selection of publications related to the exhibitions program linked to the phenomenon of Post-conceptual Figuration, accompanied by a data sheet and a selection of published texts, accessible via an alphabetical search. The addition of new contents will be on-going.

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DE IMAGEN A FIGURA

 

Título: De imagen a figura

Autor: Santos Amestoy, Dámaso

Publicación: Catálogo Exposición Canción de las figuras

 

 

He aquí una exposición que teníamos pendiente. Nos llega al final de un siglo en cuya historia artística todo lo sucedido —como en estas mismas páginas nos dice el responsable y seleccionador de la muestra— «ha sido casi simultáneo», aunque no lo registre así la dominante narración «lineal y mitológica», donde tan sólo queda seña-lado lo que, con independencia de su interés o calidad, es susceptible de ser presentado como una «sucesión de progresos». El resto, lo que no añade necesidad a esa secuencia significativa, queda cubierto por el silencio, cuando no por el descrédito y la proscripción. «Benjamín critica —escribía Adorno— que se aplique en arte la categoría de lo necesario, saliendo al paso de esa excusa idealista de que cualquier obra de arte ha existido necesariamente dentro del sentido de la evolución cultural. El concepto de necesidad, en realidad, desempeña una función apologética subalterna que consiste en atestiguar que esos engendros, que nada tienen de laudables, han sido necesarios para el desarrollo ulterior.» Veamos ciertos rasgos de dicho desarrollo.

 

Desde Duchamp a Kosuth y sus tediosas secuelas epigonales, la proscripción alcanza, no tanto ya a una nómina de artistas, cuanto a la pintura misma. Es el triunfo del arte (su dialéctico devenir, su progreso) sobre la (renuente) pintura. Lo teoriza Kosuth en un ensayo-manifiesto que, en 1969, tituló Art after Philosphy. Penoso en su pretendida articulación filosófica, se embrollaba en una suerte de argumento ontológico hacia una especie de teología negativa del arte, de gran fortuna, sin embargo, como era de esperar. Era más que el oxímoron; era el «Arte como Idea como Idea» (como idea que es la idea o definición del arte); el arte en su unidad universal y tautológica de la que habrían de negarse todos sus predicados. Como el Uno plotiniano que no consiente otra existencia parcial y contingente, así el Arte que, al negar la pintura (y la escultura) se alza sobre sí mismo, más allá de la filosofía. Tras el fenomenal descubrimiento de que «ser artista es preguntarse por la naturaleza del arte», declaraba poco después de la publicación del mencionado opúsculo: «Si nos preguntamos por la naturaleza de la pintura, no podemos preguntarnos por la naturaleza del arte; si un artista acepta la pintura (o la escultura) está aceptando la tradición que va ligada a ellas. Por eso la palabra arte es general y la palabra pintura es específica.» En este singular pensador, Guillermo Solana ha hallado (que ya es hallar) una suerte de platonismo que yo diría invertido y que se non é vero, é ben tróvato. Para ello ha de poner que habría de tratarse de una «introyección» (en términos freudianos) de cierta inspiración en el filósofo griego, reducida ad absurdum, tributaria del rechazo platónico de la banausía, de la artesana manualidad. Así pues, Kosuth aborrece la tradición del oficio y renuncia a las imágenes y a la experiencia pictórica: «Con este sacrificio pretende realizar la ambición secular del artista: el máximo reconocimiento intelectual.» Lo interesante de la interpretación es que aparece otra vez, añadiríamos, el tabú de la pintura como arte mecánica, pero ahora en grado paroxístico, a costa de proscribir la realización de la obra, como hizo el arte conceptual, del que Kosuth, precisamente, es inventor.

 

Y del tabú, a la infamia. En cierto texto de Jean Francois Lyotard (teórico del posmodernísmo) leemos: «El aficionado a la pintura aprende a distinguir el alma en el cuadro. Sea el oficio. Tal vez la audacia, la originalidad. Pero en tan singulares cualidades, la diferencia reside, de un pintor a otro, de una obra a otra, en lo mismo, en la estupidez secreta que el talento oculta para testimoniarlo.» Aquello se titulaba «¿Qué pintar?» y (de Pierce a Derrida...) partía de un semiológico lugar común: «Figurativo, el cuadro representa lo que presenta, pero expone su representación. Lo que se ve “en” el cuadro no es ciertamente el cuadro que se ve. ¿Quiere esto decir que se mira un cuadro y que se ve un paisaje?». Luego hemos de volver sobre tan problemática como trivial cuestión. Bástenos por ahora señalar que, aunque de sobra conocidos, presupuestos como los citados venían haciendo imprescindible desmentir una vez más la muerte y (posmoderna) transfiguración conceptualista de la pintura. Otra vez la elocuencia de los hechos y de las obras frente a la definición oficial del panorama. Se me dirá que ya en la exposición 1980 se alzó la pintura desde las cenizas de su pretendida desaparición; que un buen número de exposiciones posteriores (como Madrid D. F., las de El retorno del hijo pródigo, A la pintura o Muelle de Levante...) vienen probando la buena salud del pretendido cadáver. Y sin embargo, tal como explica el propio autor de esta muestra, no ha habido (ni hay) correspondencia entre la pintura que hay y lo que se empeña en prescribir la teoría artística que tiene que haber, aunque ello suponga seguir excluyendo, «como es vitola tardovanguardista hacerlo, lo que de lo observado no coincidiese con lo prescrito». Tal vez no se haya combatido suficientemente la falacia teórica. Y aunque comprendo lo aburrido de refutar un discurso tedioso hasta la desesperación, también se hubiera de haber dado la batalla en el terreno de la teoría. Tan sólo es eso lo que pretendo sugerir en estas notas.

 

Nada mejor, en cualquier caso, que seguir intentando realizar exposiciones de pintura en las que los cuadros sean mostrados como tales. Ahora les toca el turno a los figurativos. Teníamos pendiente entonar la que Enrique Andrés Ruiz, con elocuente acento e intención poéticos, llama Canción de las figuras. Un ánimo semejante fue el que me asistió en la tarea de reunir aquel amplio elenco de estupendos pintores abstractos en una exposición que, bajo el título de Líricos del fin de siglo y tras varios años de intento, púdose al fin realizar en 1996. Luego hubo otras: se había demostrado la existencia de una práctica pictórica de apabullante calidad y cantidad que, sin embargo, el oficializado y tedioso aparato de la crítica tardodeconstruccionista, de las instituciones protectoras y, por si acaso, el mercado, venían diluyendo, cuando no enrolando a la fuerza, en el ceniciento panorama prescrito por la teoría dominante. Cada pintor había tenido que cumplir su purgatorio, tratado como un conceptual más por quienes llaman pintura a lo que no lo es. Infligíanles, a todos por igual, el mismo o semejante texto: «pliegues», «clausuras», «desplazamientos», «clinamen», «lugares»… Cuando aquella exposición que vino a celebrarse bajo la advocación albertiana (de Rafael Alberti) A la pintura (que parecía regresar), hubo deconstruccionista que alcanzó a inferir: «Es el sujeto que vuelve.» El lector ya sabe: la hermenéutica actual no trata últimamente (y menos entre nosotros) de aportar una explicación de los hechos (el «texto»), sino que son éstos los que soportan la autorreferencia de aquélla, de la que pueden llegar a ser sus meros subproductos... Si la necesariedad de la evolución (o de eterno retorno) cultural, la proscripción del oficio, el problema de la representación y la crítica autorreferencial son los agentes de la plaga que a punto ha estado de acabar con la pintura en la segunda mitad del siglo xx, digamos que también son los nombres de la insoportable hegemonía nihilista. De la nada como episteme del siglo xx, objeto de un racionalismo supuestamente «desencantado», favorito de la dominación vigente. La nadería industrializada, clericalizada, academizada y semiotizada de la que ha derivado una estética nihilista.

 

Son numerosos los testimonios aducibles en los que podemos rastrear el origen del equívoco semioticista que viene padeciendo la pintura. Aunque la cosa viene de lejos, veamos uno que está en la raíz fundacional de la hermenéutica y la crítica a las que me estoy refiriendo. Se trata de un ejemplo en el que aparece el poder. Empecemos por considerar un lúcido —a la vez que merecidamente admirativo— reproche de Jean Baudrillard en su excelente Olvidar a Foucault. Se está achacando al autor de Las palabras y las cosas que su discurso sólo consigue hablar tan magistralmente del poder, de la sexualidad, del cuerpo de la disciplina cuando todo eso —cadáver alanceado— estaba ya caduco, muerto o en vías de desaparecer. «Lo que él [Foucault] no ve es que el poder no está nunca presente [...], no es más que un espacio con una perspectiva de simulación, como lo fue el pictórico del Renacimiento, y que si el poder seduce es porque es simulacro, porque se metamorfosea en signos y se inventa sobre signos.» Y efectivamente, no ya el poder, que no es nuestro directo objeto, sino lo que aquí atañe a la pintura ha quedado también reducido a su valor documental y lingüístico, a un sistema de significación en el que habitan la ausencia y el vacío. De nada valen, ya en el último tercio del siglo, advertencias tan madrugadoras como aquella de Walter Benjamín en un aforismo de 1924: «La obra de arte —decía— sólo incidentalmente es un documento/Ningún documento es, en cuanto tal, una obra de arte.» En 1913 Apollinaire había salido al paso del peligro de reducir la pintura «al estado de escritura plástica, simplemente destinada a facilitar las relaciones entre gentes de la misma raza». Pues, con todo y con eso, han bastado alusiones como aquellas de Baudrillard y Foucault para que ya no se vea el cuadro más que como signo en el que averiguar el simulacro que la significación trata de documentar, y a poco que se siga ese camino, se llega a la estética del simulacro (de los figurativos de Bonito Oliva, los posmodernos de Rosalind Krauss o los abstractos «redefinidos» que Demetrio Paparoni reúne en torno a su revista Tema Celeste, aunque la obra de muchos de ellos se resista a la «redefinición»). Es también el camino de la pintura figurativa hacia el paroxismo de la imagen que arroja al arte de pintar a un estado infrapictórico, similar al que Meyer Schaphiro y Richard Woliheim han llamado Ur-pintura...

 

Y como no podemos detenernos en todas las estaciones de tan siniestro viaje, señalemos, tan sólo con algunos ejemplos, el sentido ideológico del reduccionismo pictórico. Y a la inversa, la recuperación de la figura (su concepción y su práctica), de cuya culminante presencia se da cumplida cuenta en esta muestra.

 

En Esto no es una pipa. Ensayo sobre Magritte (1973), Foucault formula (ya es significativo el interés por este pintor) unos principios de naturaleza semiótica para aplicar al problema de la representación: «En la pintura occidental de los siglos XV a XX han dominado, creo, dos principios. El primero afirma la separación entre representación plástica (que implica la semejanza) y referencia lingüística (que la excluye). Se hace ver mediante la semejanza, se habla a través de la diferencia, de tal manera que los distintos sistemas no pueden entrecruzarse ni mezclarse. [...] El segundo principio que durante largo tiempo ha regido en la pintura plantea la equivalencia entre el hecho de la semejanza y la afirmación de su lazo representativo. [...] Poco importa, también ahí, en qué sentido se plan-tea la relación de la representación: si la pintura es remitida a lo visible que la rodea o si por sí sola crea un invisible que se le asemeja. Lo esencial radica en que no podemos disociar semejanza y afirmación.»

 

Que tan trabados presupuestos funcionan en el contexto del prodigioso discurso y de las investigaciones foucaultianas, es cosa que una vez más da testimonio de la belleza y exactitud de aquella prosa. El hecho de que sus investigaciones tengan su punto de inflexión en toda la problemática de la crisis del post-Renacimiento, nos autoriza, sin embargo, a confrontar los citados paradigmas con opiniones, no ya de los siglos XV y XX, sino precisamente de aquella época crítica. Así, sin ir más lejos, el que, respecto a la figuración velazqueña, traza Quevedo en su silva Al Pincel, instrumento al que dice:

 

... por ti el gran Velázquez ha podido,

diestro cuanto ingenioso,

ansí animar lo hermoso,

ansí dar a lo mórbido sentido

con las manchas distantes,

que son verdad en él, no semejantes,

si los afectos pinta.

 

Recordemos también que el análisis de Las Meninas está en el arranque de Las palabras y las cosas, y que, aunque Quevedo murió antes de ser pintado el cuadro capital, su penetración en el sentido de la pintura de Velázquez viene avalada no solamente por su enorme ingenio, sino por la proximidad y coincidencia de los dos grandes autores españoles. Si el pintor retrató al escritor, éste supo expresar con la penetrante rotundidad que acabamos de comprobar, la oposición entre semejanza y verdad, presente en las distantes manchas velazqueñas. La representación excluye la semejanza e incluye, digámoslo una vez más, la verdad de las manchas distantes: una verdad pictórica; pintura verdadera. Este esquema nada tiene que ver con el «principio» foucaultiano, salvo en la aparición del concepto de semejanza, que nada dice de la verdad. No menos discordante resultaría la confrontación del «segundo principio» con expresiones y conceptos quevedescos que, en los mismos versos, aluden a la «animación» de lo hermoso, a la dación de «sentido» a lo mórbido. Y la desconcertante condición: «si los afectos pinta» (téngase en cuenta el sentido fuerte del término «afecto» en el español del siglo XVII).

 

Sucede en este tipo de discursos post-estructuralistas algo que es muy frecuente en las aplicaciones semióticas: que, lejos de aportar verdaderos descubrimientos, encuentran realidades sobradamente conocidas, a las que ciertas audacias en la presentación y la terminología dan apariencia de hallazgo. Invención de lo obvio, las supuestas novedades yacen muchas veces en el acervo de los viejos topoi que se remontan a la Antigüedad (Duris, Plutarco, Plinio...). Algo que, naturalmente, sabían Velázquez y, desde luego, Quevedo. Sorprende, sin embargo, la estupidez —por decirlo en sus propios términos— que el talento de Lyotard pone de manifiesto en su pretensión de formular originalmente el problema representacional (la «representación») como presencia de la ausencia, cuando los pájaros del cielo llevan ya más de dos milenios picando en los significantes de las uvas de Zeuxis, de las que ya hablaba Plinio y en las que, como es natural, no están presentes, sino representadas, las uvas de verdad (o propiamente dichas, si Foucault prefiriera). Más bella y elegante es la expresión de Quevedo al hacer uso de este mismo tópico en el citado poema:

 

En tí se deposita

lo que la ausencia y lo que el tiempo quita

 

Ve Foucault en Klee y en Kandinski dos hitos fundamentales en la renovación de la pintura del siglo XX. ¿Quién no? «Klee tejía, para poder disponer sus signos plásticos, un nuevo espacio.» No hay quien lo dude. Pero Foucault lo explica así: «Lo esencial es que el signo verbal y la representación visual nunca se dan a la vez. Siempre los jerarquiza un orden que va de la forma al discurso y del discurso a la forma. Es la soberanía de ese principio lo que Klee ha abolido, al esgrimir un espacio incierto, reversible, flotante [...]. La yuxtaposición de figuras y la sintaxis de los signos.» El escritor está en su derecho; es la adaptación del sistema de Klee a su propio sistema: en el espacio de Klee hay «a la vez formas reconocibles y elementos de escritura [...] que también son líneas a leer [...] y desfilan por pentagramas musicales, y la mirada centra, como si estuviesen perdidas en medio de las cosas, palabras que indican la ruta a seguir, que nombran el paisaje que se está recorriendo». El viejo tópico, sin embargo, asoma por detrás. Se remonta a Duris y a Plinio. En una significativa variación, llegó hasta los siglos XVI y XVII (el momento de la mencionada crisis), en forma de lo que Moran y Portús han llamado «un curioso cuentecillo sobre la mala pintura». Está en varios autores del Siglo de Oro. También en Cervantes, ¿quién no recuerda al pintor Orbaneja, trasunto de Avellaneda, en el Quijote? Aquel artífice de Úbeda que pintaba «a lo que saliere» y, si era un gallo, tenía que poner «Este es gallo». Pintar letreros no es práctica frecuente en el Barroco, mas no era rara en la pintura renacentista ni en la medieval, y ciertos vasos griegos dan testimonio de su antigüedad. Su origen se confunde con el origen mismo de la pintura, a tenor de lo relatado por Plinio acerca de la pintura de líneas, de la que son sus primeros ejecutantes «Ardices Corinthio y Telephanes Siconio, sin usar hasta entonces color alguno, pero esparciendo ya líneas por el interior del contorno e instituyendo escribir los nombres de los que pintan». Foucault no dice, desde luego, que ponga Klee carteles o leyendas. Esa es tarea —he ahí lo que fascina a Foucault— reservada a Magritte. «Este es gallo.» «Esto no es una pipa.» ¿Negación de la semejanza? Pues, tampoco.

 

El «segundo principio», el del «lazo representativo» estaba destinado a ser negado por Kandinski, que niega afirmando de manera «cada vez más fuerte e insistente [...], esas líneas [...], esos colores [...], de los que decía que eran cosas [...], afirmación desnuda que no se basa en ninguna semejanza y que, cuando se pregunta por lo que es, no puede responder más que refiriéndose al gesto que la ha formado». De donde resulta, podemos inferir, que Kandinski niega de manera muy parecida a como decía Quevedo que Velázquez afirmaba la verdad de las manchas que no eran semejantes. Veamos otra vez:

 

con las manchas distantes

que son verdad en él, no semejantes,

sí los afectos pinta:

y de la tabla leve

huye bulto la tinta, desmentido

de la mano el relieve.

 

Pero Foucault, no nos hagamos ilusiones, insiste: «Y sin embargo, la pintura de Magritte no es ajena al hacer de Klee y de Kandinski; más bien constituye, frente a ellas y a partir de un sistema que les es común, una figura a la vez opuesta y complementaria.» Esta figura a la que alude y que, en efecto, se perfila frente a Klee y a Kandinski, y, como hemos visto, frente a Velázquez y, por extensión, frente a la pintura toda, ya no es «figura», sino un sinónimo; es lo que la semiótica llama «imagen». Lo dice el propio Foucault: si en la pintura clásica se daba «por debajo de ella misma un lugar común en el que se podía restaurar la relación entre la imagen y los siglos», Magritte ha venido a deshacer esa relación. Y el Ensayo concluye en la consagración del vacío representacional, sin el que la semiotización de la pintura no es posible: «Llegará un día en el que la propia imagen con el nombre que lleva será desidentificada por la similitud indefinidamente transferida a lo largo de una serie: Campbell, Campbell, Campbell, Campbell.»Y aquello ya llegó.

 

Ya había llegado en 1973. Y con ello la abstracción post-pictórica y el conceptual de Kosuth. Lineal y mítica, es una historia bastante macabra: la secuencia abstracta muere en el conceptual (que es representacional sin pintura) y la figurativa, en la imagen pop (que agota la pintura en la presentación de la imagen) y en el sucedáneo apropiacionista posmoderno. Pero, en su pretensión de ser la única, es una historia falseada. Es sólo el progresismo vanguardista anegándose en la semiótica que, a su vez, ha discurrido desde sus fuentes en la hegemonía del signo (Pierce-Saussure, en síntesis intercontinental) para verter y diluirse (de abducción a dilución, podríamos decir) en el océano del texto. Para llegar a conformarse con tan poco como aquello de Umberto Eco: «La definición semiótica del texto nos proporciona —la cursiva es suya— el modelo estructural de un proceso no estructurado de interacción comunicativa.» Y nada más patético que el entusiasmo de este autor (no es nada personal, créanme) ante las posibilidades de análisis semiótico que quiere adivinar en aquella famosa bobada, aquella nadería de Gertrudis Stein: “A rose is a rose is a rose.» Ya lo hemos visto: Campbell, Campbell, Campbell, Campbell. Y también, Art as Idea as Idea...

 

Pero hay otras historias. No todo es la obsesión por la ausencia (y la presencia), ni todo es reducción del cuadro a signo, en el que siempre hay algo que no está... y que termina siendo la pintura. Hay que tener el valor de Richard Woliheim, por ejemplo, para postular otra narración de los hechos y «lo que significa que un cuadro tenga significado», a contra-corriente de opiniones en las que «se incluye el estructuralismo, la iconografía, la semiótica y otras variedades de relativismo cultural» que, si bien divergen entre ellas, comparten «la creencia explícita o implícita de que el significado pictórico está básicamente determinado por normas, códigos, convenciones o por el sistema simbólico al que pertenece el cuadro significante».

 

Hay que decirlo con toda claridad: un cuadro no es un signo, aunque un signo pueda ser un cuadro (como quería Pierce) o estar dentro de él. En cada cuadro hay que buscar la pintura, y el buen aficionado (con cierto gulusmeo visual) gusta de la primera a la última pincelada. La pintura está en el cuadro como la Sevilla del Guerra: donde tiene que estar. Creo, por el contrario, que las imágenes tienen vida y evolución propias (tan bien narradas por Saxi en su libro La vida de las imágenes) y se pasean por muchos sitios, dentro y fuera de los cuadros, pero es sólo en la imaginación donde tienen su origen y lugar naturales. Son el objeto de lo imaginario (el sujeto es la conciencia), cuya distancia respecto a lo real es semejante a la que separa a la imagen de lo imaginado. Como Sartre escribía (precisamente, en Lo imaginario), «el acto negativo es el constitutivo de la imagen». Y también: «No se escoge únicamente tal o cual imagen. Se escoge el estado imaginario con todo lo que ello supone» y estas palabras, escritas hace sesenta años, me parece que ahora cobran un carácter estremecedoramente profético. El estado imaginario es lo contrario de la actitud de la imaginación, que es fruto de la conciencia en su relación con el mundo. El arte y la poesía (ut pictura poíesis) pertenecen a esa clase de actividad.

 

El concepto de arte figurativo (Bíldende Kunst) procede del Laocoonte de Lessing. Compromete un elemento narrativo e implica la entidad «figura» (también la geométrica), distinta de la de «imagen», que tampoco debe ser confundida con la idea de «forma». La forma informa (o deforma, conforma, performa...) y es, en verdad, el único objeto posible del análisis semiótico en el cuadro. La figura pide y genera configuración (configura, prefigura, figura y desfigura) y se resiste a cualquier análisis que no sea genético-poiético. La diferencia entre el arte de la imagen (pop) y la pintura figurativa es la misma que la existente entre una exposición de Warhol (pongo por caso) y esta de la Canción de las figuras. Canción coral en la que ni uno solo de sus intérpretes individuales, cada uno según su propia manera y variedad (de todas y cada una se ofrece cumplida noticia en otros lugares de este catálogo), se aparta de un carácter presente en todos ellos: ninguno subordina la configuración del cuadro a la captación o manipulación de la imagen. Por el contrario, la «construcción», la configuración pictórica antecede al tema, como explicaba Juan Gris (ha sido todo casi simultáneo) en aquella conferencia de 1923 acerca de Las posibilidades de la pintura. Y ese rasgo común es del mayor interés estético y estilístico. Es el que da un especial sentido a esta muestra.