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Una Posición y una exposición

 

Title: Una Posición y una exposición

Author: Andrés Ruiz, Enrique

Publication: Canción de las figuras

 

 

A comienzos de los años noventa, el panorama —como la costumbre invita a llamar— de la pintura española no era tal. Se quiere decir con ello que la inocencia de un simple punto de vista, de una mera perspectiva sobre el paisaje de los pintores y de sus obras, no venía ya a garantizar de por sí la observación, como en otros tiempos, de un determinado estado del arte. Mirar lo que ocurría entre los artistas más jóvenes que habían decidido sus pasos por la práctica pictórica, sin atender a lo que, sucediendo en torno, venía a proclamar de nuevo las viejas acusaciones antiilusionistas y antidisciplinares, no aseguraba así como así la posterior e ingenua descripción de ese panorama. Y eso que lo ocurrido en la década anterior, más bien hasta su primera mitad, que es el momento en que se viene abajo la euforia de la pictoricidad, había invitado a dar a esa categoría, panorama de la pintura, una validez tan permanente como la propia de un arte cuyos avatares siempre habían podido ser descritos bajo dicha noción acogedora. Aquel momento de los primeros años ochenta resucitó la pintura —la pintura siempre muere y siempre resucita— después del enterramiento impuesto por las cuaresmas purgativas de los sesenta y setenta, y lo hizo de la mano de un puñado de artistas que, paradójicamente, en muchos casos procedían de afiliaciones radicalmente conceptuales. Eso añadió una tensión especial —la pintura no sólo como oficio, sino como pensamiento de la tradición y del oficio— a la obra de quienes, no obstante, nada hubiesen logrado de no haber sido lo que eran y son antes que nada: un puñado de buenos pintores. El criterio de calidad y el paladar de la afición cultivada volvieron entonces a encontrarse para hacer soñar de consuno en una tradición a la vez renovada y rescatada. El panorama de la pintura parecía ser posible otra vez. Pero no fue así; al menos no lo fue, ni quizá lo sea hoy sin... problemas.

 

A mediados de los ochenta lo que volvió fue un emparejamiento bien distinto de descripción y prescripción, es decir, la intención de hacer coincidir teoría y práctica artística excluyendo, como es vitola tardovanguardista hacerlo, lo que de lo observado no coincidiese con lo prescrito. Todo eso favoreció una nueva ola cool, de instalaciones y conceptualismo que, queriendo repescar los tristes sesenta y el prurito crítico duchampiano, no pasaba del magro ingenio de publicistas que, sin embargo, iba a contar con el indiscriminado apoyo de instituciones deseosas de adornarse con el prestigio del progresismo estético y, además, con el acompañamiento de mentes fraguadas en la especulación fılosófica del air du temps, más que con el del saber y el sabor de una afición cultivada por amor al arte. De hecho, hablar de arte y hablar de pintura no parecían ser acciones que utilizasen el mismo idioma, y los aficionados a ésta —pintores (no es una perogrullada), críticos, coleccionistas— siguieron su camino con oídos bastante sordos a lo que filósofos o grandes damas y caballeros del mundo del arte internacional decían que ocurría, y más que nada que debía ocurrir, en el panorama del arte (ya no era posible hablar, como decíamos, de un categórico panorama de la pintura) para que el propio arte resultara moderno, vanguardista y actual, algo que, al menos lo último, nos viene dado fatalmente.

 

Los años noventa, si hemos de hablar de pintura, han asistido a la repristinación de modos abstractos con una pujanza inicial acorde con la de las abstracciones, sobre todo europeas, que fue mostrada, por ejemplo, en la exposición Líricos de fin de siglo (MEAC, 1996). Para decirlo pronto, a la neutralidad, a la lingua franca de la abstracción le ha sido permitido el paso por la aduana del arte contemporáneo del fin de siglo. A muchos de los pintores abstractos, sobre todo a los que no han optado por vías analíticas, les resulta, no obstante, arduo el empeño de encaminar sus pasos más allá del punto de referencia expresionista abstracto del que parte; otros lo han conseguido tocando el palo personal de cuerdas intransferibles y orilladas de la boga. Por su lado, los pintores que hemos de asociar con la querencia figural o representativa han recorrido un camino que si cabe ha sido más penitencial. Me refiero, claro está, a los pintores «de pensamiento plástico», esto es, a los que saben y conocen la sustancia propia de la pintura en la misma medida que sospechan la sustancia independiente de la realidad, o para decirlo más claro, a los que no utilizan la pintura como si de un medio meramente expresivo se tratase, ni la subordinan como estrategia transmisora de mensajes que, generalmente (ése es el caso de los pintores que parecen pintar por solas cuestiones tácticas), aspiran al galardón de la radicalidad estética cuando no al que procura la eufemística «intervención en la historia». La pintura en estos casos, en los que no entra esta exposición, queda ausente, porque la pintura moderna es dama que no apetece la operación de lectura didáctica en libro escrito por señor alguno.

 

HISTORIA DE UNA PARTE

En primer lugar, habría que recordar que la rica herencia figurativa de los años ochenta, cierto Manolo Quejido, cierto Campano, pero sobre todo lo pintado por Guillermo Pérez Villalta, Carlos Alcolea, Carlos Franco o Juan Antonio Aguirre (Barceló vendría a personificar la retoma del expresionismo con el que poco quieren los pintores de entresiglos) tuvo ya en esos años atentos observadores entre los pintores más jóvenes que daban comienzo entonces a sus respectivas trayectorias. La figuración tampoco era para ellos eso que para algunas mentalidades parece siempre volver, y también deber volver, como si se tratara de un incierto siempre de la pintura. Pero es verdad que los que pudieran ser vistos como pioneros del ala más conocida de la figuración que hoy se muestra insospechadamente fecunda y diversa, entre dos siglos, acompañaron y compartieron a los hermanos mayores «conceptuales que pintan» (y a algún otro menos grupal, menos clasificado, como Xesús Vázquez, en su alta cornisa apartada, para quien no ha tenido nunca mucho sentido el distingo abstracto-figurativo), más, también es cierto, como los pintores que aquellos fueron o son que como los artistas conceptuosos que en algún caso empezaron o acabaron por ser. En ese hilo de la pintura habría que situar el comienzo de las veredas seguidas por Dis Berlin, en muchas de cuyas obras parece por momentos hacer guiños el dulzor de anochecer costeño de Aguirre o el punzante filo ácido de Alcolea; Antonio Rojas, desde el que resuenan ecos de Pérez Villalta o de Chema Cobo; Belén Franco y su exotismo fantástico; José Manuel Calzada; Pelayo Ortega, pronto huido a su evocadora «provincia blanca»; María Gómez...

 

Como una suerte de regato subterráneo, la pintura generalmente figurativa de esos «hijos pródigos», por utilizar los términos de De Chirico que vendrían a hacer fortuna, sobrevivía en los estudios, en las exposiciones esporádicas y en los círculos de seguidores bastante alejados de la oficialidad del canon institucionalizado como el propio a seguir por esa superstición teórica llamada «el arte de nuestro tiempo». Entre 1991 y 1992, en muestras celebradas en la galería Buades, en la murciana reunión Contraparada y en Columela, Dis Berlin agruparía precisamente bajo ese marbete, El retorno del hijo pródigo, a muchos de los pintores que habían sentido la necesidad de revisar el canon contemporáneo en cuestión y de plantear sus dudas sobre la legitimidad del programa moderno impreso en los manuales. Es posible que las advocaciones bajo las que aquellos artistas entonces se situaron no se presenten hoy con la sorpresa de lo casi intempestivo que hace unos años tuvieron, y que su intención de ampliar el cauce del arte moderno, llamando al centro lo que había quedado olvidado como margen, haya sido finalmente lograda, pero hay veces, según a quien se oiga o se lea, que nos parece todavía un optimista espejismo. El primer Mondrian, el último Malevich, Depero y algunos futuristas, De Chirico, Sironi, Carra, Morandi, De Pisis, Casorati, Severini, Donghi, Virgilio Guidi, y en general los italianos novecentistas o metafísicos de entreguerras, los realistas mágicos alemanes, Hopper, Deineka, las «mesas» de Torres García, Derain, Vallotton, Ozenfant, Balthus, Pierre Roy, más ciertas figuras españolas a las que había resultado difícil pasar de rareza, como Maruja Mallo, Oramas, Ucelay, Lugrís, eran para ellos parte indeclinable de la modernidad (la de Klee, la de Rothko) y fueron algunas de las tutelas que dichos artistas reclamaban. No se crea que con ello se trataba de reproducir el esquema de retorno con el que las figuraciones de entreguerras habían sido saldadas por el manual explicativo del arte del siglo. Ocurría más bien que se estaba planteando simultáneamente la necesidad de observar aquellas individualidades en la desnudez artística que las haría fértiles sin la atribución teórica—y sobre todo política—de un significado de retroceso estético. Aquellas exposiciones disberlinianas deberían ser recordadas como el inicio del tramo que ellas abren, junto a alguna otra como Regreso al futuro (bien comentada en CYAN, n.° 20, 1991, por otro poeta atento a la pintura, Andrés Sánchez Robayna), que también en 1991 organizó en Canarias el galerista Ángel Luis de la Cruz y en la que hubo una amplia representación internacional (Antonin Stryzek, Robert Green, Alice Stepanek, Steven Mas lin, Peter Klashorst...) hasta la reunión, centrada en la escena valenciana—fecunda como pocas, quizá con la madrileña, con la cantábrica, para la pintura que aquí nos importa—, que con el título Muelle de Levante cuidaron en 1994 Juan Manuel Bonet y Nicolás Sánchez Durá. El propio Bonet ha llamado, siempre para entendernos y sin ninguna gana de dibujar grupos o programas, «neometafísicos» a buena parte de los pintores presentes en las exposiciones citadas. La devoción italiana de muchos de ellos es obvia, no menor, en cualquier caso, que la que los hace lectores antes de poesía que de teoría estética o de filosofía social, algo que comparten las otras familias, si las hay, o las otras soledades del resto de los pintores citados para la presente Canción de las figuras.

 

Canción de las figuras es precisamente una mínima evocación de la querencia poética de la mayoría de nuestros pintores, de su tendencia hacia el misterio de la realidad y hacia el misterio de su representación, de su abandono de los situacionismos propios de la especulación teórica. Ése fue el título de uno de los libros del maravilloso José María Eguren, el poeta peruano que en sus versos entre modernistas y prevanguardistas hizo el retrato de «Peregrín, cazador de figuras» y de muchos otros seres traídos a la presencia, y a la presencia real, por obra y gracia de la poesía. Como la poesía, la pintura.

 

La representación de quienes estuvieron entre los «hijos pródigos» o en Muelle de Levante, no es, con todo, sino nada más que obediente a un... lado de la escena figurativa. Quedémonos, pues, con su neometafísica, a todas luces en sentido coloquial y provisorio, el que sólo alude a la morosidad, la nitidez y la pulcritud primitiva de un Dis Berlin de economía picabiana y dispersa, distinto y el mismo del de sus abstracciones psicodélicas o sus fotomontajes lubitscheanos y elegantes, y, claro, al viajero inmóvil de las escenas literarias y melancólicas—de literatura o cine simbolistas y modernos—de su «período azul»; la sintética y sobriamente lujosa manera de captar el misterio, el enigma de un mismo lugar—el puerto de Tarifa, su faro—, mismo y vario, insistente e inquietamente revisitado de continuo por Antonio Rojas en angulosas y fulgurantes visiones, como si se tratara de un axis mundi que viniera a metaforizar la renuncia y la voluntaria contención de su pintura, sus variaciones sin fin; la rotundidad y la ligereza de los paisajes de José Manuel Calzada, ausente durante unos anos hasta su reaparición en el Círculo de Bellas Artes en 1998, en los que siempre parecemos estar a la espera de un advenimiento o al regreso del encuentro con lo que se espera; la clasicidad simbólica de María Gómez, su cita con no pocos topoi de la tradición iconográfica del humanismo de Occidente, actualizados en una complejidad de lectura que se desmiente o es desmentida en la sencillez y la concisa economía de sus representaciones; la voluntad abiertamente literaria de Damián Flores, retratista de escritores y poetas, generalmente de sus sombras, evocadas en composiciones de lugar en las que el pintor imagina el tiempo no vivido, sus paisajes y sobre todo sus edificios, sus casas, desoladas por lo común, exentas, como seres apartados de la circulación y fıjos en la memoria apócrifa; las casas también —Retratos de casas se tituló una de sus mejores exposiciones—de Pedro Esteban, al que Bonet ha incluido recientemente en la nómina neometafísica en De la Valencia metafísica (Comunidad de Madrid-Caja Madrid, 1999), uno de los pintores más sutiles, si decir esto sigue sirviendo todavía, más para el paladar, casi esquivo a las apariciones; la morandianamente retiniana actitud de Marcelo Fuentes, la atmósfera, el aire que circula por entre las calles de sus borrosas esquinas del atardecer y que hace coincidir la imagen óptica con la ancha aplicación de la pintura; el teatro de figuras, la geometría de autómatas y los escenarios vacíos y a la vez amenazantes de asfixia en las pinturas tan bien pintadas de Paco de la Torre; las secuencias, de una quieta cinematografía irónica, sucinta, esquemática, pregnantemente «cazada» en las pinturas de Ángel Mateo Charris, que me recuerdan acaso las del norteamericano Mark Tansey y, necesariamente, el precedente disberliniano de las secuencias del «período azul»; la facilidad instantánea de Gonzalo Sicre en esa misma caza, su homenaje, compartido con Charris, al Hopper de Cape Cod (qué excelente y olvidado poema el del escritor español y filósofo norteamericano George Santayana a aquel enclave del Cape Cod hopperiano); el vacío cegador en el que se mantiene la inmovilidad sospechosa de los enseres, de una domesticidad aséptica, en las pinturas de una de las artistas de la última generación, Teresa Moro; la fantasía, en fin, minuciosa y a veces feérica de Angélica Kaak, trasplantada del norte holandés, sus seres fantasmáticos, sus seres mínimos, sus semillas, sus rocas, sus evocaciones, por aquí y por allá, de una manera de hacer a lo Georgia O’Keeffe...

 

ENTRE DOS LÍMITES

En ese mismo lado, como decíamos, de la figuración han estado o siguen estando—y algunos estuvieron en las exposiciones pioneras por lo que respecta a esa «talante»—pintores tan considerables como Manuel Sáez, Antonio Domenech, Joël Mestre, Juan Cuéllar, Enric Balanza, Calo Carratalá, Emilio González Sainz, Andrea Bloise, Teresa Tomás y seguro que muchos otros. La razón de que no estén aquí se debe, como es natural, a los criterios que deben hacer de una antología, al modo de las literarias, un bouquet de suficiente variedad como para dar idea de la diversidad de las figuraciones, pero no de tanta amplitud como para que el exceso del número pueda sugerir la dispersión del dibujo resultante. Ni siquiera la representación total de la diversidad aquella era posible (ni creo que aconsejable). La opción escogida fue entonces la de centrar el foco, la de atender más a las individualidades que a las familias y, aun con todo, en el convivió final de esta exposición se han tenido como abarcables—y ahí la causa de algunas exclusiones que no quieren ser desatenciones—posiciones pictóricas que antes que nada revelan eso, el amor a la pintura y la confianza en ella (algo que el nihilismo de la crítica del lenguaje no puede comprender) dejando para la tarea de otras muestras algunos nombres que a mi modo de ver pertenecen a tendencias que, con respecto a las que aquí se enseñan, casi vienen a ser... otros mundos. Otro mundo es, en esta consideración, y por tanto dejado fuera de los límites de esta muestra, el de los realismos más o menos puros y duros. El pintor que haría frontera con ellos sería probablemente Damián Flores, al que la objetividad no tienta, desde luego, como para ser fin en sí misma. Los realismos tienen, por decirlo así, una galaxia propia, varia también y numerosa, y por eso han sido tomados aquí como una de las líneas divisorias del área de nuestra atención. Rafael Cidoncha, Francisco Menéndez Morán, Roberto González Fernández, Iñaki Bilbao o Félix de la Concha son nombres que debieran quedar retenidos en esa constelación. El otro límite, la otra frontera, ha sido la múltiple manera en que los ecos del pop seducen abiertamente a muchos pintores figurativos actuales (como lo hicieron, más acusadamente, en la generación de los setenta), que forzosamente debían marcar también la existencia de otra nebulosa de nombres y de otro modo de pintar. De presencia especialmente fuerte en el inmediato pasado del arte realizado en Valencia, el pop aparece como guiño o como solapado mecanismo de producción de la imagen en las evocaciones de signos y mensajes de segunda mano mediática y urbana en las pinturas de Manuel Sáez, Juan Cuéllar o Joël Mestre, por decir de los ejemplos de mayor evidencia. Pero creo que no sería errado pensar en la posibilidad de que no fuera sino pop —aunque el pop, claro, de Katz, de Hockney, de Salle, de Ruscha, de Lindner— el último y más oculto meollo de la mecánica representacional de Charris o de Sicre, o del Dis Berlin que sortea de continuo el juego de las convenciones icónicas, o el mundo reflejado en muchas parcelas de la pintura de Belén Franco. El pop, lo decididamente pop, ha debido, por tanto, quedar también fuera del enfoque. Hay en él una eficacia, sí, una coartada para la imagen pintada, pero también un despeñadero, un precipicio al que la pintura que sabe no ser sólo una imagen se resiste a ser lanzada.

 

Ni realista ni pop, al menos confesadamente, la figuración histórica española ha habitado orillas del panorama comúnmente divulgado que han tomado como propia la pasión silenciosa de la pintura más que el sacrificio de ella al resultado comunicativo de sus imágenes. En esa estela, los orillados centrales, valga el oxímoron, las excepciones primeras deberían estar personificadas por Ramón Gaya, Juan Manuel Díaz-Caneja, Xavier Valls o Cristino de Vera, haciendo, claro, omisión del viejo panorama ibérico, que se nos queda demasiado atrás, y de las neofiguraciones más o menos «popescas» de los sesenta y setenta, pero en generaciones siguientes nos servirían las simples menciones de Isabel Baquedano, Juan José Aquerreta o José María Mezquita, cada uno en su... orilla. Soledades al cabo, tanto como las de artistas aquí presentes que tardíamente se incorporaron a círculos más poblados o que, habiendo estado en ellos un día, la errancia de los lugares de residencia les dio como apartados, y que no dejan de significar caminos extremadamente individuales. A este cariz pertenecería el canto a la provincia, cordial, nostálgico, complacidamente moderno y sintético de Pelayo Ortega, cuya pintura nos invita a la inmediatez de la emoción por medios de raramente fácil concisión sintética; o los paisajes y estancias mentales que se reflejan en los juegos especulares de evocación manierista y renaciente de otro artista que también comenzó su trayectoria en plenos ochenta, Jesús Alonso; o el retorno desde sus años parisinos de otra pintora que, como ellos, con mayor o menor cercanía, estuvo entre los pioneros, Belén Franco.

 

CUÁNDO COMENZÓ EL FUTURO

Los pintores de los que venimos hablando vienen a ser los más proclives a ser homologados en un panorama internacional que, como el español, hizo de la figuración en las últimas dos décadas un cauce soterrado. La recuperación, sin embargo, comenzó a fines de los mismos años ochenta que ya asistían a la «glaciación» (todo, en la historia del arte moderno, ha sido casi simultáneo, y antes de que comenzaran los años veinte ya se estaba hablando del retorno al incierto orden perdido, recuérdese esto a la hora de prestar confianza a los relatos lineales mitológicos que dan cuenta de esa historia como si fuera una sucesión de progresos) sin desprenderse, desde luego, del aire de operación vanguardista o posvanguardista que por algunos lares se le dio. Achille Bonito Oliva, una vez más, organizó en 1988 y en Génova Figurabile, una exposición anacronista y con pujos postcontemporáneos (así se viene a llamar la suavidad entretenida —soft— de cierto nibilismo reciente) que dice bien de ese recambio de moda en el escaparate artístico. Pierluigi Pusole, Fosco, Cecobelli, Marco Schillano o Giuseppe Gallo eran algunos de los nombres, en esa exposición o en otras similares, que ilustran el talante de aquel progetto. En una escena europea más amplia —y menos pasajera— merecerían mención las trayectorias de Salvo (en cuyo libro, Della pittura, traducido en 1986 al castellano por Nicolás Sánchez Durá, leyeron y bebieron muchos de nuestros pintores), de Peter Angermann, Jan Knapp, Milan Kunc o Stefano di Stasio. Pero nada se entendería sin aludir a la vez a la cuestión de una simultánea revisión historiográfica que propició el acompañamiento referencial que necesitaban los pintores figurativos europeos y españoles. «Nadie quiere tomar una posición», decía Jean Clair en su texto para el catálogo de Les Réalismes entre révolution et réaction, que se celebró en el Centro Georges Pompidou en 1980 (a la que había precedido, por ejemplo, Nene Sachlichkeit und Realismus, en Viena, en 1977, y a la que siguieron, entre otras, La Metafísica, en Bolonia, en 1981; Il Novecento italiano, en Milán, en 1983; Arte italiana. Presenze, en Venecia, en 1989; On Classic Ground, en Londres, en 1990; Picasso, Miró, Dalí y los orígenes del arte contemporáneo en España, en Madrid, en 1991; La Sociedad de Artistas Ibéricos y el arte español, en Madrid, en 1995; Les Années Trente, en París, en 1997, y Realismo Mágico, en Valencia, en 1997). El caso es que, con aquella frase, se refería Clair a qué hacer con los artistas que por figurativos, por suponer excepciones particulares y personales al canon contemporáneo, habían sido silenciados del programa de estudios y del programa del general respeto debido por el «mundo del arte» (Balthus, Pierre Roy, Zoran Music...); y también a qué hacer con las parcelas, con las etapas de muchos de los artistas canonizados que no se correspondían con la linealidad de dicho relato cuasimitológico (cierto Bonnard, cierto Derain, cierto Matisse, cierto Giacometti...). «Semejante historia no es, desde luego, la Historia», decía Clair, sino una reconstrucción interesada e intencional que reconstruye una cadena mítica con eslabones escogidos de obras y autores de cuya elección a nadie, al parecer, le estaba permitido sospechar, aun siendo, como era, toda una petición de principio confundida con la realidad real de lo verdaderamente ocurrido en el arte de nuestro siglo. Y comprendo que citar a Jean Clair, al que se le puede achacar, es cierto, la elaboración de otra reconstrucción alternativa del arte moderno, también a beneficio de inventario aunque esta vez en clave neoclasicista, no acarrea sino malos entendidos y apresuradas afiliaciones. Pero en la pintura figurativa última es la pintura, y no tanto la figuración, lo que está en liza (de ahí los dos límites territoriales impuestos a nuestra Canción de las figuras). Por eso, y para no despertar la sospecha inmediata de hacer migas con el tachado de reaccionario director del Museo Picasso de París y director de la fugaz, figural y pronto reconducida a la corrección ortodoxa Bienal de Venecia de 1995 (tan pronto como fue sucedido por Germano Celant), recordemos que hay y hubo otras denuncias, procedentes de otros puntos de vista muy distintos, que se vienen pronto a la memoria y que se dirigieron en su día a la misma necesidad de revisión. «La anormalidad surge precisamente cuando la especulación teórica y la especulación material, en maridaje contra natura, toman conciencia de la posibilidad de utilización de la fascinadora resonancia de una identificación: arte de vanguardia [...] para mostrarnos, en un continuum entrecortado y unificador, el polimorfismo de una época [...], quedando eclipsados quienes permanecieron al margen del tumulto [...]. En realidad, es la propia historia del arte moderno la que habría que volver nuevamente a escribir en la óptica de ciertas consideraciones que se hacen cada vez más pertinentes.» Eso escribía en 1985 alguien muy diferente, acaso uno de los dos o tres autores cruciales en la literatura artística española escrita por los propios artistas, alguien que a buen seguro no puede ser despachado con la misma premura ideológica con la que se esquiva a Clair, no otro, en fin, que Antonio Saura. Lo hacía en un artículo titulado «Fin de siglo», que se publicó en varias ocasiones en España, Francia y Alemania, y, en este caso, del autor —que no es Barrés ni d’Ors— no se debería sospechar antivanguardismo alguno de partida: «[...] el concepto de vanguardia, debido a su saturación y a su propio colapso, ha dejado de tener sentido. [...] Solamente son libres aquellos artistas que permanecen fieles a sí mismos, alejados de la vanguardia y presentes en la modernidad, y quedarán [...] [quienes] supieron conservar, dentro o fuera de la vanguardia, el acento del lenguaje personal, logrando permanecer indemnes tras la larga y azarosa travesía.»

 

Y EN SU MARGEN...

No todo, sin embargo, puede ser explicado por el recuerdo, el de los círculos españoles supervivientes de los ochenta o el de la revisión internacional de la historia tal como se contaba. En Canción de la figuras hay otros pintores que son muestra de ese alejamiento granjeado por la fidelidad de que Saura hablaba. Tratase de artistas, si cabe, menos influidos, extremadamente apartados, que están aquí para compensar la renuncia a agotar los filones más o menos valori plastici, para entendernos, hopperianos, ironicistas o magicistas. Son solitarios de vieja cepa, de soledad defendida, como Miguel Galano, prácticamente recluido en su Oviedo de Fozaneldi, coetáneo de los «hijos pródigos» mayores y, no obstante, invisible, ausente, centrado en su pintura, que nada tiene que ver con la cierta codificación neometafísica, una pintura que pese al recuerdo del Giacometti retratista o del Music patético manifiesta una hondura sin apenas par entre las pinturas de sus contemporáneos. No hay, para decirlo allá prima, ninguna pintura española que haya sorprendido y revelado como la suya ese instante en que las cosas y los seres de la realidad vienen a la presencia. Y lugares también raros, a contracorriente, los ocupados por José María Herrero, pintor desde hace veinticinco años (que nunca ha expuesto en Madrid), cuyas pinturas figurativas de ahora dan una vuelta de tuerca más a la representación de otras obras también suyas, como si se tratara de una espiral sin fin, una espiral autoalimentada, probablemente de ensueño onírico y de querencia surreal, enraizada en la memoria personal de su vieja tierra; el ocupado por Luis Vigil, de ecos en los que por momentos suena una cierta perversidad balthusiana, pero con un pincel y una mano como los que pintaron algunas figuras de Ángeles Santos o, sobre todo, de José Gutiérrez Solana; el de Pedro Morales Elipe, uno de los más jóvenes, que en su primera exposición de Egam despertaba la memoria de un Pierre Roy tenebrista y barroquizante, pero cuyas pinturas se han ido haciendo más leves, más aéreas, dedicadas a dar cuenta de la aparición de la imagen real en un instante en que los objetos no pueden todavía ser nombrados, absorbidos por el lenguaje, un instante en el que todavía las cosas están en trance de ser reconocidas; el de José Luis Mazarío, también ya entre las últimas promociones de figurativos y, en su caso, de figurativos líricos, de un lirismo acorde con cierta poesía pictórica muy española antigua y muy «Montmartre».

 

Y entre los que no están aquí, pero pudieran muy bien haber estado, en alguna de nuestras historias o a su margen, Lola del Castillo, allá en La Laguna, sus visiones del estudio, sus fachadas luminosas contrapicadas de sombras tropicales; allí también, recordando a un Oramas minimalista, algunas pinturas de Luis Palmero; Merche Olabe; Concha Gómez Acebo; Ramiro Fernández Saus, de ya antigua vocación entregada a salvar un aliento de la vida que encubren las convenciones pictóricas; Jorge García Pfretzschner, la finísima sutileza de ciertas pinturas entre figurales y geometrizantes; Enric Balanzá, sus figuras de familia, ligeras y de una fría sentimentalidad, sus estampas recientes venezolanas; Juan Correa, sus fantasías arqueologistas, como de ensueño ante la pintura desconchada de un muro de otro tiempo; Roberto Cabot, después de haber encontrado en Derain una sintética concisión; Ramón Enrich; Fernando Cordón; Antonio Domenech; Carlos Foradada; Santi Tena; José Vicente Martín; los ya citados Manuel Sáez, Juan Cuéllar y Joël Maestre; Calo Carratalá; J. M. Lazkano; Joaquín Risueño; Alejandra Roux; Pilar Martín Herrera; Andrea Bloise; Teresa Tomás; Carlos García Alix; Luis Mayo; Ángel Sanmartín; Joan Sebastián; Oriol Vilapuig; Aurelia Villalba; Ángel Padrón; Teresa Marín; Xisco Mensua; Martín Prada; Chema Peralta; Alberto Pina; Emilio González Saínz; Jorge Tarazona; Mariana Laín; Juan Ángel González de la Calle; Alberto Gálvez; Ignacio Goitia; Sergio Sanz; el tándem José Arturo Martín y Javier Sicilia; Alberto Sánchez; Sigfrido Martín Begué; Carlos Forns...

 

Sea como fuere, los pintores aquí representados, y los que por la obligación de una antología no han sido sino letra de mención, muestran el hecho de la pintura. El hecho también de su fidelidad a ella por quienes la tienen desde luego por asunto memorable y, por tanto, condición de su intimidad y de su destino. No sabremos si el del arte coincide con aquél, sobre todo cuando esa solemne palabra, acompañada de su inseparable aval sancionatorio, «contemporáneo», viene a nombrar tantas veces lo que no se ha convertido sino en un género. En cuanto al papel de la ilusión en las figuraciones que se muestran, digamos que estas figuras no son inocentes, pero que quizá por ello tampoco desconocen que la función representativa del lenguaje dista mucho de quedar agotada en perseguir la coincidencia de las palabras y las cosas. Por encima del logro de esa paridad, la figura aspira en los casos más altos a la presencia y a la vida, y no a su negación, y, de todos modos, la imposibilidad de la coincidencia es afortunadamente la garantía de la libertad humana. Si esa gran palabra del Arte tomara otros derroteros, los aficionados a la pintura creo que no dudarían en la opción a elegir.