D. PÉREZ > SELECTED TEXTS

 

AUTHORS

 

FacebookTwitter

 

 

 

ANACRONISMO Y RESISTENCIA (DESNUDANDO LA PINTURA, ABRIENDO LA MIRADA, ESCAPANDO DEL CONSUMO...)

 

Title: Anacronismo y resistencia (desnudando la pintura, abriendo la mirada, escapando del consumo...)

Author: Pérez, David

Publication: Barcelona, Ars nova, nº 01/02, 2002, p. 40-47

 

 

En unos momentos en los que la pintura se ha convertido en un anacronismo y en los que la mirada se encuentra sometida a la colonización de la hipervisualidad mediática, quizás posea un especial interés dedicar nuestro esfuerzo a una batalla que, de entrada, se encuentra destinada al más ineludible —y, sin embargo, necesario— de los fracasos. Frente a la inmediatez, instantaneidad y velocidad de las que hacen gala videotécnicas e infoestrategias de toda índole, pintar se ha convertido en un verbo reflexivo en desuso que tan sólo parece ser conjugable en tiempo pasado y nunca en primera persona. Lienzos, bastidores, tablas, óleos, disolventes y otros diversos enseres similares constituyen el arsenal de un arcaico proceder para el que parece no quedar enunciado ni enunciación posibles. ¿Acaso no fue la pintura el motor de esa transformación plástica alumbrada por la modernidad que, debido a su radical proceso evolutivo, se hallaba destinada a su propia autodestrucción? ¿Qué sentido puede tener todavía construir frágiles mundos de lápiz y papel, nutridos de silencios y habitados de precariedad, cuando la obsolescente banda sonora de la videoagitación anula cualquier posible sentido?

 

Hace unos años, en concreto en 1995, John Berger establecía una de las reflexiones más citadas a la hora de abordar una temática como la de la pintura contemporánea: “Pintar hoy —señalaba textualmente— es un acto de resistencia que satisface una necesidad generalizada”, un acto a través del cual se pueden todavía “crear esperanzas”1. Sea factible o no dicha posibilidad, el presente texto desea profundizar en la aproximación a un conjunto fronterizo de obras y autores que, alejados de cualquier escuela, tendencia o grupo –y, por tanto, apartados de cualquier fenómeno de adscripción espectacularizada o mercantil–, están intentando utilizar la pintura no sólo como instrumento contramediático, sino también como argumento ralentizador de una visibilidad condenada al consumo, una actitud —sin duda alguna resistente— por medio de la cual la pintura asume el carácter crítico de un discurso destinado a generar espacios de recuperación narrativa, es decir, ámbitos de quietud intertemporal y territorios de crecimiento simbólico.

 

Conviene, sin embargo, no adelantar conclusiones y efectuar un pequeño escarceo contextualizador. Si revisamos el libro que, dedicado al arte valenciano durante los años 80, publica la Asociación Valenciana de Críticos de Arte en 19932, libro que recoge las ponencias presentadas en el congreso que dicha asociación celebró en torno al tema en el transcurso del mes de noviembre de 1991 y que destaca por su singularidad en el panorama bibliográfico de esta etapa, podremos observar que de los 23 textos que lo integran no existe ninguno que de un modo específico se encuentre dedicado al análisis teórico de la pintura, excepción hecha de aquellos que desde una perspectiva tangencial abordan el tema bien sea mediante el seguimiento de las exposiciones colectivas efectuadas durante dicho periodo, bien sea a través de las aproximaciones generales derivadas del estudio de la situación artística existente en Alicante y Castellón3. La constatación de esta ausencia, curiosamente, no se va a producir en ámbitos vinculados a otro tipo de técnicas y actividades –pensemos en casos como los de la fotografía, la escultura, la instalación, la performance, el vídeo o la arquitectura–, ya que estas disciplinas sí que van a contar con un conjunto de textos y reflexiones propios a través de los cuales resultará factible consolidar una mirada crítica en torno a las mismas.

 

Partiendo de esta observación se puede deducir que la actividad pictórica —al menos desde una vertiente analítica— no sólo ocupa un lugar subsidiario en relación a dichas manifestaciones, sino que manifiesta una evidente pérdida de centralidad dentro del propio discurso crítico, cuestión que en modo alguno puede resultarnos ya sorprendente, en especial si tenemos en cuenta la entrada en crisis del proyecto transvanguardista y el consiguiente descrédito pictórico vivido desde mediados de los años 80, etapa en la que tras haberse anunciado el salvaje y expresionista advenimiento de los neoprimitivismos plásticos, se transmutó el redescubrimiento del gozoso placer de la pintura en un encubierto —aunque mal disimulado— deber de mercado.

 

En un reciente texto en el que centrábamos nuestra atención en la situación vivida por el arte español durante dicho periodo, efectuábamos una reflexión que, en modo alguno, resulta ajena a la que se encontraba atravesando el País Valenciano: “El elevado número de eventos organizados —en el mejor de los casos con más buenas intenciones que resultados— para apoyar el arte joven o nuevo, acarreó un dispendio económico que tan sólo apoyó perentoria y coyunturalmente a un reducido segmento generacional. De este modo, cada comunidad autónoma, así como cada una de sus más importantes ciudades, dispusieron de una pléyade de jóvenes artistas (que a comienzos de los 80 recogían en sus lienzos la violencia expresionista del neosalvajismo pictórico) cuyas propuestas, cualquiera que fuese su punto de partida, terminaron por adecuarse a las necesidades políticas del momento. Las nuevas instituciones españolas surgidas y/o remozadas al amparo del neoliberalismo acogieron el retorno a la pintura operado a partir de la transvanguardia como la constatación plástica del nuevo orden por el que éstas se decantaban: una pintura que aun siendo salvaje, no renunciaba al pasado; que retomaba los grandes formatos, dado que el cambio político necesitaba de grandes gestos y superficies; que olvidaba el ascetismo conceptual, ya que la postmodernidad se pretendía menos luterana y más barroca; que planteaba la desprejuiciada recuperación del placer pictórico, puesto que la extremada ideologización de los años 60 y 70 necesitaba de una mirada menos comprometida”4.

 

Exposiciones tan sintomáticas como Recién Pintado (1983), en cuyo catálogo los comisarios de la muestra, Manuel García y Pablo Ramírez, apuntaban: “El hecho es evidente […] De un tiempo a esta parte, otro tipo de pintura ha ido apareciendo en las manifestaciones artísticas de este país. Una nueva generación de pintores ha comenzado a abrirse camino inexorablemente en la escena artística valenciana. Una joven generación de pintores, cuya principal característica distintiva, reside en practicar una pintura sensiblemente diferenciada de la que le ha precedido”, exposiciones como Recién Pintado, decíamos, marcaron un punto de inflexión en la evolución de la apreciación pictórica, ya que a través de las mismas, la pintura del momento alcanzó una efervescencia que, paradójicamente, marcó el inicio de su casi inmediata marginalidad. En este sentido, resulta curioso comprobar cómo el mismo espacio que acogió la citada muestra (nos referimos a la Sala Edgar Neville del Ayuntamiento de Alfafar) albergará apenas tres años después, durante 1986, la 2ª Bienal de Escultura de Alfafar, exposición que supondrá un auténtico hito en la configuración y extensión del sarampión escultórico valenciano.

 

En unos pocos años las expectativas críticas se desplazaron del ámbito bidimensional al tridimensional, siguiendo de este modo la propia moda existente en el contexto nacional e internacional. Si colectivas como 30 Artistes Valencians (1981) o Plástica Valenciana Contemporánea (1986) todavía reunían a casi un 85% de pintores y pintoras, muestras posteriores como Modos de Ver (1988) o Finisecular (1989) agruparon, respectivamente, un 44% y un 55% de pintura, porcentaje que descenderá de manera evidente en el transcurso de los últimos años. Así, exposiciones como Parpalló 15/41 (1995), que agrupará a los premiados y becados Alfons Roig entre 1980 y 1995, u Otras miradas, otras propuestas (2000), que recogerá una selección de artistas participantes en el programa de difusión artística organizado desde la Diputación de Valencia entre los años 1995 y 2000, alcanzarán una representación pictórica del 51% y del 35%.

 

Sin embargo, aun obviando la evidencia de unos datos que por sí solos no acotan especificidad alguna referida al arte surgido en el territorio valenciano, la reflexión efectuada nos permite poner de relieve un hecho que es el que ha determinado el presente texto. Al hacer alusión al anacronismo con el que se define la práctica pictórica de nuestros días o al hablar de la inactualidad que dicha práctica presenta ante la vorágine catódica y sus obsolescentes secuelas simbólicas, no queremos justificar la utilización de un idealizado concepto de pintura que sea capaz de englobar en sí mismo la totalidad de poéticas y corrientes susceptibles de quedar incluidas bajo dicho término. Ello se debe a que no deseamos ni situar nuestro discurso dentro de posicionamientos premodernos —olvidando no sólo la evolución histórica del arte, sino también el propio carácter híbrido de la producción contemporánea— ni revalidar la naturaleza de una disciplina cuyo sentido actual ha de radicar, si es que quiere continuar poseyendo algún tipo de valor, en su propia negación como disciplina y como alternativa, o sea, en su rechazo como vehículo de un decir convertido en moda y, por ello, en espectáculo.

 

Desde esta perspectiva, lo que nos interesa llevar a cabo es la crítica de una determinada manera de concebir la actividad artística y la sociedad, una actividad que, conformada por el peso de una globalizadora y ubicua institucionalización, y una sociedad que, determinada por la sacralización del espectáculo como modelo dominante5, se muestran imposibilitadas para articular discursos capaces de trascender los límites de esa postacademia de la pseudopluralidad que ha ido conformándose con el cómplice apoyo de lo que Perry Anderson ha definido como citramodernidad. Al respecto, señalaba el pensador angloirlandés: “Es esa transformación, la ubicuidad del espectáculo como principio organizador de la industria cultural en las condiciones contemporáneas, la que está dividiendo ahora el campo artístico como ningún otro factor. La unión entre lo formal y lo social se encuentra siempre ahí. Se puede definir prácticamente lo citramoderno como aquello que apela a lo espectacular o se ajusta a ello, y lo ultramoderno como aquello que trata de eludirlo o rechazarlo”6.

 

Cuando nos referimos a una pintura como la surgida básicamente durante los años 90, una pintura basada en la recuperación de un mirar sustentado en la parsimonia y el silencio, estamos aludiendo a un tipo de práctica realizada a contracorriente de lo que puede ser considerado como estéticamente correcto, una pintura que, concebida como instrumento de cuestionamiento mediático, actúa como rechazo del modo de ver y percibir que acompaña al pensamiento único. Al respecto, no podemos olvidar que la percepción, la mirada, dependen de mecanismos fisiológicos que adquieren su más amplio significado dentro de un contexto social y cultural. De este modo, nociones como instantaneidad, celeridad o globalización, están constituyendo el reflejo tecno-ideológico de una economía depredadora que responde tan sólo a los intereses del mercado y del beneficio inmediato, una economía en la que la conversión de estos y otros conceptos —derivados del cibermesianismo y de la razón catódica— en valores determinantes dentro de las sociedades postindustriales, está terminando por generar un tipo de visualidad hiperbólica caracterizado por el consumo compulsivo de lo icónico.

 

Frente al auge de este ciego y delirante consumo, frente al progresivo deterioro del universo simbólico y de la consiguiente vacuidad de significados, la actividad artística –sea cual sea su ámbito concreto de manifestación– debe reaccionar recuperando la posibilidad de una mirada renovada a través de la cual pueda provocarse la dislocación de la temporalidad impuesta en la que vivimos, esa temporalidad, generadora de relaciones y espacios, en los que el ver queda empobrecido debido a la propia sobresaturación visual y al consiguiente ruido megainformativo.

 

Dentro de todo este contexto se produce entre 1994 y 1995 un hecho que, desde una perspectiva pictórica, no puede pasarnos desapercibido. Nos referimos a la inauguración —ya casi insólita— de una exposición itinerante dedicada exclusivamente a pintura (Muelle de Levante), exposición que, tras iniciar su andadura en Valencia, recorrerá diversas capitales españolas, agrupando la obra de veinte artistas, tanto valencianos (Enric Balanzá, Calo Carratalá, Fernando Cordón, Juan Cuéllar, Antonio Domènech, Marcelo Fuentes, José Vicente Martín, Jöel Mestre, Manuel Sáez, Joan Sebastián, Paco de la Torre y Aurelia Villalba), como pertenecientes a otras comunidades autónomas (Andrea Bloise, Ángel Mateo Charris, Dis Berlín, Carlos Foradada, Antonio Rojas, Ángel Sanmartín, Gonzalo Sicre y Oriol Vilapuig).

 

Los dos comisarios responsables de Muelle de Levante efectuaban una decidida apuesta —y son éstas sus propias palabras— no tanto para llevar a cabo “operaciones promocionales” o “actividad grupuscular alguna” (Juan Manuel Bonet), como para “mostrar la obra joven de algunos jóvenes pintores” y ello sin la pretensión de “predecir, ni aún menos prescribir tendencia o género alguno” (Nicolás Sánchez Durá). Con independencia de este deseo –no siempre muy bien cumplido– la muestra desaprovechó una excelente oportunidad para propiciar una aproximación teórica de cierto calado al fenómeno que se estaba produciendo, un fenómeno que no sólo podía quedar vinculado a la práctica o no de una disciplina, sino a la propia situación del arte y de la sociedad contemporáneas. A este hecho, probablemente, contribuyó la falta de una mayor profundidad en los textos aparecidos en el catálogo, ya que los mismos tan sólo invitaban a una lectura tangencial y epidérmica, en especial, el firmado por Juan Manuel Bonet, que recurría a los consabidos tópicos figurativos y metafísicos para glosar una pintura de la que estéticamente tan sólo se apuntaban dos rasgos: su carácter concentrado y silencioso7.

 

El texto de Sánchez Durá, por el contrario, aun siendo más breve que el anterior, incidía en aspectos de un mayor interés8. En primer lugar, tras criticar la canonización de la doxa vanguardista, señalaba que el primer objetivo de la exposición era demostrar que el panorama artístico se revelaba más rico y heterogéneo de lo que en un primer momento podría sospecharse. A continuación, reconocía que a través del proyecto emprendido no se buscaba “defender un regreso a la pintura, ni […efectuar] una apología de la misma, entre otras razones porque nunca se fue y porque el supuesto cadáver tiene una mala salud de hierro”. Finalmente, Sánchez Durá apuntaba como elementos significativos de esta pintura: la paradoja suscitada por el aislamiento de estos pintores y sus comunes resonancias e inquietudes, su voluntad narrativa, su desinhibición ante el tabú literario, las influencias metafísicas y de los primitivos norteamericanos y, por último, su rechazo de la búsqueda ansiosa de la novedad y de la originalidad.

 

Pese al interés de esta apreciación, en particular por la referencia que la misma establece en torno a la huida del fundamentalismo de lo novedoso —un valor con el que la vanguardia se equipara a la moda y, por ello, al mercado—, el discurso planteado no abordará con una cierta profundidad estos aspectos, ni tampoco incidirá sobre otros que, si cabe, consideramos más relevantes, dado que partiendo de los mismos es desde donde puede ser llevada a cabo una aproximación desligada de cualquier tipo de conservadurismo estético. En este sentido, volver a hablar de la pintura apoyándonos básicamente en referencias «figurativas», «realistas» o «neometafísicas» supone convertir el discurso pictórico en una simple estrategia formalista, actitud que, precisamente, es de la que desea desgajarse la obra de unos artistas cuyo trabajo cuestiona –ya sea de una manera directa o tangencial– no tanto aquello que estamos viendo, como los parámetros que conforman esa mirada.

 

Este es el motivo por el cual lo que cobrará mayor protagonismo en esta pintura no sólo será su propio ser pintura, sino el quedar concebida como intervalo icónico de densidad, es decir, como espacio de significación visual que —más allá del mero consumo ocular— propicia el surgimiento de una mirada capaz de cauterizar la obsolescente saturación sígnica.

 

Partiendo de esta reflexión, poco tiempo después de inaugurarse esta exposición publicábamos una serie de textos —no sólo relacionados con la actividad pictórica— que intentaban abordar desde una ajustada perspectiva ideológica, las aportaciones de estos autores dentro de un contexto visual definido —siquiera sea de manera contradictoria— por una inflación depauperada, inflación que actúa como reflejo certero de la propia abundancia de vacuidad que caracteriza al actual neoliberalismo económico. Debido a ello, frente a la desertización del entendimiento provocada por la avalancha de las tecnologías visuales e informativas –verdaderos instrumentos de degradación del sentido, así como de lo sentido– apostábamos por la salvaguarda de unas poéticas de la supervivencia9 que, conscientes de la actual situación videodependiente, se encontraban destinadas a articular un discurso dirigido al cuestionamiento de la estéril semanticidad mediática. Al respecto, Giovanni Sartori, centrándose exclusivamente en el ámbito televisivo, escribía sobre el alcance de esta peligrosa desertización: “Toda nuestra capacidad de administrar la realidad política, social y económica en la que vivimos, y a la que se somete la naturaleza del hombre, se fundamenta exclusivamente en un pensamiento conceptual que representa –para el ojo desnudo– entidades invisibles e inexistentes […] La televisión produce imágenes y anula los conceptos, y de este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y con ella toda nuestra capacidad de entender”10.

 

Pese a las dificultades que conlleva no sólo emprender, sino consolidar un proyecto artístico de estas características, la necesidad ética del mismo ponía de relieve –y todavía continúa haciéndolo– su propia urgencia. En este sentido, parte de la pintura emergente durante la década de los 90 ha asumido el reto de enfrentarse –de resistir, si se prefiere– al modelo de difusión acelerada de información, ese “sistema controlado de las consignas vigentes en una sociedad dada”, tal y como fue definido por Deleuze11. No en vano, en el mismo texto que acabamos de citar, el filósofo francés, ante el dominio casi inexpugnable de dicho sistema, incidía en la importancia que la obra de arte posee como único acto de resistencia: “No todo acto de resistencia es una obra de arte, aunque, en cierta manera, también lo sea. No toda obra de arte es un acto de resistencia y, sin embargo, en cierta manera también lo es”12.

 

Esta pintura, por consiguiente, ha terminado por asumir un carácter de resistencia, un posicionamiento crítico, que en modo alguno debe pasarnos desapercibido. El arte de lo político no sólo responde a unas categorías lexicalizadas definidas como correctas (feminismo, identidad gay, minorías étnicas, ecología…), unas categorías a través de las cuales el mismo queda establecido como género concluso dotado de un repertorio temático propio, sino que se ve forzado a ampliar su influencia hacia ámbitos como el que venimos analizando. Un espacio, el pictórico, en el que la nulidad de significados, el consumo redundante de imágenes, la vacuidad de sentidos o la celeridad de mensajes intentan ser deconstruidos por medio de una propuesta visual de recuperación temporal.

 

No hay, pues, ni retour à l’ordre ni apuesta conservadora. Tampoco nacimiento de corriente o tendencia alguna, ya que lo que se está poniendo en juego no es un recambio publicitario para el mercado, sino la constatación de un síntoma. Desde esta perspectiva, llama poderosamente la atención el hecho de que artistas tan heterogéneos en su pintura y en sus técnicas como Rosa Martínez-Artero, Xisco Mensua, Xavier Monsalvatje, José Saborit o Mery Sales, por citar algunos nombres no mencionados hasta el momento, vertebren en su diversidad una compartida herencia que más que hallarse vinculada a los tópicos del descrédito modernista (uso de la figuración, rehabilitación de lo decorativo, empleo de técnicas tradicionales, utilización de elementos narrativos…), recoge el interés tanto por el antiexpresionismo de origen conceptual, como por la desnudez de recursos y mensajes propiciada desde posiciones analíticas y minimalizadoras.

 

A este hecho contribuyen dos aspectos que pueden ser considerados como fundamentales. En primer lugar, el que estos artistas —nacidos a finales de los años 50 y durante las décadas de los 60 y 70— han recibido una formación plástica, universitaria en muchos casos, en la que el influjo postconceptual y postminimalista ha sido decisivo, llegando incluso algunos de ellos a haberse iniciado en el ámbito artístico a través de las instalaciones (Xavier Monsalvatje) o del land art (Víctor Bastida & Teresa Marín). En segundo lugar, también resulta importante destacar el que muchos utilicen como punto de partida para su trabajo la fotografía, ya sea directamente como soporte sobre el que intervenir (Javier Garcerá), ya sea como elemento a partir del cual se emprende la realización del cuadro (Rosa Martínez-Artero, Marcelo Fuentes…).

 

La conjunción de estos dos aspectos determina que los intereses artísticos de estos autores y autoras se sustenten en ámbitos tan diversos como el cine, la literatura o la poesía, ámbitos que están permitiendo nutrir el discurso pictórico con todo un conjunto de experiencias que transgreden la racionalidad de los modelos modernistas de vanguardia, un fenómeno que también se ha producido en el terreno de la escultura y de la fotografía artística de los 90 y que ha supuesto, al igual que ha sucedido en la pintura, el redescubrimiento de la intimidad y de lo vivencial, de la fragilidad y de lo temporal, de la caducidad y de lo cotidiano.

 

Apostando por la morosidad de una mirada lenta que al no consumir imágenes paladea tiempos y espesa intensidades —siguiendo de este modo la recomendación de Pierre Sansot cuando nos recuerda que tenemos el “derecho de no escuchar y no el deber de estar atentos”— la pintura que en estos momentos se está llevando a cabo cuestiona la economía icónica del despilfarro. Y al hacerlo recupera no tanto los iconos de una subjetividad desbocada, tal y como puso de relieve la transvanguardia de comienzos de la década de los 80, sino la intimidad de un ver que no se desea ni personal ni individual. En este sentido, si el territorio de lo que se concibe como individual no surge más que como reflejo interiorizado de lo social (de ahí la obsesión mediática que la cultura del hiperconsumo dedica a la personalidad), si ello es así, decimos, la sosegada llamada al abandono visual al que invita la pintura más reciente no puede más que precipitarnos en ese callado espacio de lo íntimo en el que la engañosa dualidad establecida entre lo personal y colectivo no tiene cabida. Un espacio, asimismo, en el que, teniendo en cuenta la redundancia del actual exceso icónico, aquello que se dirime es la recuperación de la inevitable parsimonia que como espectadores y espectadoras debemos contraponer a la voraz banalización del mundo de lo simbólico.

 

Nos hallamos ante una pintura que, olvidando los habituales recursos de lo emotivo —esos recursos que convierten lo íntimo en personal y, por tanto, lo personal en materia de obsceno espectáculo televisivo—, está apelando de forma sobria a la emoción detenida y suspensa, una emoción que tras huir de lo expresivo se sumerge en un decir de serena reflexión. En éste no sólo el sobresalto cruel de lo efectista es suplido por la tenue fragilidad del desasosiego, sino que la desmesura construida sobre el discurso de la ostentación y de la grandilocuencia se ve desplazada por esa levedad que nos aproxima, según fue apuntado por Italo Calvino, a la precisión y determinación de lo sutil y evanescente .

 

Junto a ello, el distanciamiento se convierte en uno de los rasgos fundamentales que define aquello que abarca esta poética de miradas concentradas y de imágenes evanescentes. Observando las obras de Enric Balanzá, Sergio Barrera, Fernando Cordón o Paco de la Torre comprendemos cómo el recurso figurativo esconde una voluntad antinaturalista en cuyo seno la perdurabilidad se desconoce y en donde cualquier actitud realista queda desbordada. Nada más lejos de estas obras que ese lamido realismo de corte pseudofotográfico que desde otros ámbitos se está reivindicando durante los últimos años, un realismo que admira la técnica y olvida el sentido, que apuesta por la destreza y relega el concepto, que añora el oficio y descuida la idea.

 

Frente a la autoritaria y monolítica entereza del discurso publicitario, esta pintura muestra a través de su nostálgico extrañamiento, una permanente fragilidad y una silenciosa presencia. La soledad, el onirismo y la evocación (pensemos, por ejemplo, en los paisajes de Aurelia Villalba o en los de José Albelda) constituyen los pilares de una relectura romántica que desgajada de cualquier veleidad narcisista plantea más que la arbitraria afirmación de un yo del que se duda, la contradictoria constatación de su inútil presencia. Nuestra mirada, por tanto, tan sólo puede percibir un solitario e inquietante enigma. De ahí que el romanticismo recuperado no responda a un modelo de raíces expresivas y respuestas pasionales aquejado de una densa subjetividad. El modelo del que se parte, por el contrario, relee lo fugaz y frágil, lo quebradizo y fugitivo, lo inacabado e impermanente.

 

Un modelo, precisamente, que es el que nos invita a no consagrar esta pintura ni como tendencia ni como escuela. Y es que sólo huyendo de su nombre —del consumo de la misma— estaremos en condiciones de continuar observándola… Quizás este deseo de ver sin deber constituya el motivo por el que, cuando en 1998 preparamos un conjunto de exposiciones dedicadas a la misma, el título que escogimos para referirnos a ella fue el de Visiones sin centro15. Visiones, por el hecho de que esta pintura ofrece destellos e instantes, miradas sin tiempo, débiles rastros en la noche que se desdibuja… Sin centro, porque ante la impositiva centralidad de los media, únicamente nos resta la resistencia periférica —acaso anacrónica— de un pintar que es un decir, un decir apocado pero tenaz, fracasado aunque inevitable, débil más imprescindible…

 

Visiones sin centro, sí. Porque la estulticia icónica impone la ceguera y ciegos caminamos. Huyendo de la oscuridad mediática. Y recordando, una vez más, las palabras de John Berger: “No conozco nada más triste (triste, no trágico) que un animal que se ha quedado ciego. A diferencia de los humanos, al animal no le queda otro lenguaje que le describa el mundo. En terreno conocido, el animal ciego se las apaña para moverse con el olfato. Pero ha quedado privado de lo existente, y con esta privación empieza a decaer hasta que no hace mucho más que dormir, y en el sueño tal vez intenta cazar una visión de lo que existió para él antes de quedarse ciego”16.

 

 

1 BERGER, John, Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible, Madrid, Árdora Ediciones, 1997, p. 49.

2 AVCA (Asociación Valenciana de Críticos de Arte), El arte valenciano en la década de los ochenta, Valencia, Generalitat Valenciana, 1993.

3 Nos referimos a los siguientes ensayos: DE LA CALLE, Román, “Las muestras colectivas, de la década de los ochenta, en el contexto artístico valenciano. La pintura”, RAMBLA ZARAGOZA, Wenceslao, “La década de lo ochenta en Castellón: primera revisión sobre las artes plásticas”, y PASTOR IBÁÑEZ, Vicenta, “La plástica alicantina de los ochenta”. Todos estos textos se encuentran incluidos en AVCA, op. cit., pp. 34-59, 283-300 y 301-309.

4 PÉREZ, David, “Desde la resaca. (Contradicciones en el modelo de desarrollo de nuestro arte más reciente)”, en PICAZO, Glória (Coord.), Impasse. Arte, poder y sociedad en el Estado español, Lleida, Ajuntament de Ileida, 1997, p. 158.

5 «El espectáculo, entendido en su totalidad, es al mismo tiempo el resultado y el proyecto del modo de producción existente. No es un suplemento del mundo real, una decoración sobreañadida. Es el núcleo del irrealismo de la sociedad real». DEBORD, Guy, La sociedad del espectáculo, Valencia, Pre-Textos, 1999, p. 39.

6 ANDERSON, Perry, Los orígenes de la posmodemidad, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 144.

7 BONET, Juan Manuel, “Notas para un diario de «Muelle de Levante»”, en el catálogo de la exposición Muelle de Levante, Valencia, Club Diario Levante, 1994, pp. 13-19.

8 SÁNCHEZ DURÁ, Nicolás, “S/T; 1.833 palabras sobre papel, 1994”, en el catálogo de la exposición Muelle..., op. cit., pp. 9-12.

9 PÉREZ, David, “Poéticas de la supervivencia (I). La pintura de la razón fugitiva”. Lápiz, 108, Enero 1995, pp. 58-63 y “Poéticas de la supervivencia (y II). El cuerpo fatigado de la escultura”, Lápiz, 111, Abril 1995, pp. 68-75. Sobre el mismo tema volveríamos a incidir en un texto editado posteriormente: “La frágil pintura dels 90”, Eco. Revista d’Arts Visuals, 1, Marzo 1996, pp. 27-37 y 67-72.

10 SARTORI, Giovanni, Horno videns. La sociedad teledirigida, Madrid, Santillana S.A. Taurus, 1998, pp. 46-47.

11 DELEUZE, Gilles, Tener una idea en cine, Archipiélago. Cuadernos de Crítica de la Cultura, 22, Otoño 1995, p. 57.

12 DELEUZE, G., op. cit., p. 58.

13 SANSOT, Pierre, Del buen uso de la lentitud, Barcelona, Tusquets Editores, 1999, p. Si.

14 «La levedad para mí se asocia con la precisión y la determinación, no con la vaguedad y el abandonarse al azar. Paul Valéry ha dicho: “II faut étre léger comme l’oiseau, et non comme la plume”». CALVINO, ltalo, Seis propuestas para el próximo milenio, Madrid, Ediciones Siruela, 1989, p. 28.

15 El ciclo expositivo recorrió durante todo el citado año cerca de medio centenar de Casas de Cultura del País Valenciano. En el mismo participaron los siguientes diez artistas: Enric Balanzá, Víctor Bastida & Teresa Marín, Sergio Barrera, Fernando Cordón, Marcelo Fuentes, Javier Garcerá, Rosa Martínez-Artero, Xavier Monsalvatje, Paco de la Torre y Aurelia Villalba.

16 BERGER, J., op. cit., p. 48.