El sol de la infancia. Damián Flores. Museo Etnológico. Hinojosa del Duque, Córdoba. Agosto 2014.
Damián Flores realiza un viaje pictórico a través de los paisajes de Belalcázar e Hinojosa al paisaje de su infancia. El autor afirma que “Es una exposición curiosa. A la hora de pintar, los colores me salían solos. Hay una referencia sentimental muy grande que, para mí, la hace diferente a otras exposiciones. Uno no deja de pintar la infancia”.
“Llama la atención la sonoridad de los lugares que Damián retrata. Se llaman Cubillanas, La liebre, Malagón… Una sonoridad atávica, casi esencial, exenta de artificio de esos paisajes cuyo nombre parece haber surgido directamente de la tierra, después de haber en ella madurado. Se llaman Cambrón, Valdeperdices, Hato viejo…
Me cuenta Damián Flores que, desde hace tiempo, va trazando un mapa emocional de estos parajes suyos, de infancia. Casas, haciendas, viejos establos, perfiles de tejados, chimeneas, empalizadas, tapias, cuyos nombres ha olvidado ya, o desconoce, y sobre los que después pregunta a los vecinos.
Hace fotos y allí luego, en el bar, los parroquianos las van pasando, mientras dicen los nombres en voz alta: el Rebasco, la Casa de los frailes, el Camino de la Atalaya.
Ese mar de espigas que cambia de color, del verde al ocre, y que separa, como una mancha inmensa, ésta sí, sin nombres ni apellidos, Belalcázar de Hinojosa del Duque.
Me cuenta Damián que esos son sus paisajes. El escenario de aquellos veranos interminables, que eran como un paréntesis de fútbol y melones, de baños en el río, de siesta obligatoria, sudorosa, de horas, en las casas oscuras, cerradas, como si el tiempo estuviera detenido.
¿Todo el mundo se acuerda de las siestas sin sueño, despaciosas como una condena?
Me cuenta que salía a esos campos que todo lo rodean –la luz de la canícula, rastrojos- con un caballete, y óleos, a pintar, y que tenía siempre tres o cuatro cuadros empezados del campo a diferentes horas: recién amanecido, a mediodía, caída ya la tarde, anocheciendo. Y que pasaba de un cuadro a otro, según iba también pasando el día con el castillo al fondo, omnipresente.
Me habla de esta luz del verano, afilada y caliente, en la que se mezcla el verde original de los olivos con los ocres del campo, de todos los colores, amarillo, seco, quieto, difuso, y los rojos henchidos, orgullosos e intensos de las tejas bajo el cielo en verano, de un azul persistente.
Y esos blancos lechosos de las fachadas, lejos, en los que apenas se adivinan ventanas, tal vez puertas, casi siempre cerradas, misteriosas, y la quietud plomiza de las tardes, al sol, y solitarias.
Veo los cuadros de Damián, uno a uno, despacio: el campo solitario, las lomas allí al fondo, y ese sol de la infancia, el de los versos, los pantalones cortos, los nidos en el techo del pajar, y el silencio de la hora de la siesta, en el que los niños, a oscuras y callados, están siempre despiertos”.
Texto de Jesús Marchamalo.