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De un lugar sin límites

 

Título: De un lugar sin límites

Autor: Solana, Guillermo

Publicación: Catálogo de la exposición Figuraciones. De un lugar sin límites

 

 

Para muchos de nosotros, Madrid no es un lugar determinado, sino un lugar que contiene muchos lugares, un lugar sin límites. Más que una patria, una estación de tránsito, un pasaje por donde circulan los que van y vienen. Los pintores reunidos aquí proceden de Andalucía, de Castilla, de Asturias, de Santander, de La Mancha; la única razón (y suficiente) para adscribirlos a Madrid es que han instalado aquí su residencia y su taller por un tiempo indefinido. ¿Es posible crear así, como provisionalmente, en una ciudad de todos y de nadie? En su libro La responsabilidad del artista, Jean Clair ha defendido el “humanismo de la localidad” como antídoto contra la “utopía totalitaria de lo global”. Ha sostenido que la pintura necesita un genius loci, que el pintor es “hijo de una tierra”; ha recordado que Rafael era de Urbino y Leonardo, de Vinci. Lo que Clair no añade, aunque lo sabe igual que todo el mundo, es que aquellos pintores se hicieron en Florencia y en Roma, que entonces eran capitales globales del arte, como después París o Nueva York.

 

La pintura, como las grandes capitales, es de todas partes y de ninguna, es un lugar que encierra innumerables lugares; nuestro tour sólo pretende mostrar algunos de ellos, con el pretexto de la figuración. La persistencia renovada de lo figurativo en la pintura contemporánea está marcada por un rasgo paradójico: la ausencia de la figura humana. Lo que queda entonces, cuando se desvanece la figura, es el lugar, o más bien un incesante desfile de lugares. Para representar los espacios que escapan a la tiranía de la presencia humana, la tradición occidental desarrolló dos géneros: la naturaleza muerta y el paisaje. Por una parte, el espacio próximo y táctil, centrado y cerrado. Por otra, el espacio lejano y óptico, descentrado y abierto. Y entre ambos, un número indefinido de pasadizos, de ventanas o puertas que comunican interior y exterior, de ámbitos que se expanden o se contraen, de espacios crecientes o menguantes.

 

Un inventario de lugares imaginarios podría ser la tarea más exigente para un pintor actual. Abraham Lacalle (Almería, 1962) lo ha ido haciendo en sucesivas excursiones: ha explorado el espacio de la celda, el jardín-selva edénico, los aeropuertos. Cada una de sus imágenes de estos escenarios implicaba una alegoría ingeniosa y humorística sobre la vida moderna y sobre el trabajo del artista. La celda, por ejemplo, representaba el enclaustramiento del artista que se toma al pie de la letra la estética del genio, como explicaba Abraham en “La manía de la mazmorra”, de su libro Viaje por las ramas. Pero la celda-atelier podía abrirse al mundo, según aclaraba el pintor en otro texto, “El viaje”, del mismo libro: “Las escapadas de Darrel Standing, el viajero astral de la cárcel de San Quintín, son un viaje utópico a través de las diferentes moradas que construimos a modo de fortaleza. El muro interior lo elaboramos como un puzzle de imágenes [...]. A veces, la imaginación dilata portentosamente las estrechas paredes y poco a poco se alejan de donde uno está. A la inversa que en esas habitaciones ideadas por los torturadores en que las paredes se iban estrechando para colmo de los claustrofóbicos. Aquí se distancian... las imaginamos en medio de la ciudad y los límites de ésta en medio del mar.”

 

En su última exposición en la Galería Fúcares, en 1998, Abraham celebraba el aeropuerto, zona de tránsito y no-lugar por excelencia de nuestra época, neutro y aséptico, con su retícula de líneas, sus salas idénticas, sus paneles de vidrio que multiplican los reflejos, sus enigmáticas seriales de tráfico. El aeropuerto, como antes las prisiones y las selvas, era un laberinto donde el viajero podría perderse. Para representar tales laberintos, Abraham ha prestado a sus cuadros una composición dedálica, que parodia y deshace la estructura de retícula de los clásicos del siglo XX (de Mondrian, de Torres García, del primer Gottlieb), la estructura en compartimentos, como una casa con muchas habitaciones, donde cada cosa tenía su sitio. Ha deconstruido esa estructura primero con la ayuda de Picasso (el Picasso de los arios 50, el de las versiones de Las Meninas y el jardín de La Californie), y de su propia imaginería heteróclita y exuberante. El espacio multiplicado y discontinuo de sus cuadros no se somete a ninguna lectura lineal: en él se encuentran, entrelazados con una complejidad vertiginosa, todos los puntos de vista, todas las escenas, todas las historias posibles.

 

Abraham Lacalle tiene fama de ser un pintor de ejecución rápida, que reúne la desenvoltura del Picasso tardío con la franqueza del Guston regresado a la figuración. Pero yo creo que es, antes que eso, un pintor de mirada veloz, un pintor que las caza al vuelo, cuyo emblema podría ser, como el de Leon Battista Alberti, el ojo alado. Hace ya muchos arios, el viejo Heinrich Wólfflin anotó en sus diarios: “Maestro Velázquez: la habilidad del español para una percepción más rápida a través de las corridas de toros y el espectáculo de baile.” En los arios sesenta, Frank Stella exaltaba la velocidad de la visión de Ted Williams, un famoso bateador de béisbol, que podía distinguir las costuras de una pelota de béisbol cuando ésta se aproximaba a él a ciento y pico kilómetros por hora. No podría decir en qué deporte ha ejercitado Abraham la celeridad de su propia mirada, que cruza como una bala tantos espacios y tantas imágenes superpuestas, en un abrir y cerrar de ojos.

 

Pero hay también una mirada lenta, detenida, como la de Teresa Moro (Madrid, 1970), que acecha largamente cada lugar para sorprender su secreto. Teresa ha escrito un breve y denso texto donde, citando el libro Especies de espacios de Georges Pérec, declara su intención de hacer el inventario de ciertos ámbitos. Así se puede entender toda su pintura de los últimos arios. Por una parte, la pintora evoca con frecuencia los espacios de la casa familiar, marcados por la pertenencia a los parientes íntimos (los padres, la hermana, etc). Y por otra, repasa esos espacios públicos, umbrales y lugares liminares, que no son de nadie: portales y corredores, vestíbulos y salas de espera. El secreto de estos interiores lo poseen sus únicos habitantes permanentes, los muebles; Teresa los interroga para descubrir su otro lado. Cualquier cosa, decía Giorgio de Chirico, nos ofrece dos aspectos: “uno corriente, el que vemos casi siempre y que ven los hombres en general, y el otro espectral o metafísico que sólo pocos individuos pueden ver en momentos de clarividencia y de abstracción metafísica”.

 

Los muebles de Teresa parecen hechizados, mágicamente animados. Los surrealistas inventaron el mueble viviente: André Masson pintaba sillas y sillones de carne humana, Dalí concibió las Venus con cajones y las mesillas de noche aerodinámicas. Los objetos preferidos de Teresa son sillones, sofás y camas, muebles dotados de una morbidezza carnal en sus bultos y pliegues, en su respaldo capitoné o en su asiento mullido. La manera de pintar de Teresa, no obstante, consiste en ir atenuando, disipando esa presencia táctil y rotunda con veladuras, creando un nimbo blanco en torno al objeto, envolviéndolo en una ausencia a la vez espesa y leve, trocándolo en fantasma. Cada uno de los especímenes concentra toda la atención, cada uno exhibe su personalidad y el conjunto forma una galería de tipos fisiognómicos. Algunos de ellos son tipos inequívocos, de una pieza, pero Teresa parece sentir debilidad por los freaks, por los monstruos inocentes: muebles experimentales de otra época, muebles híbridos como el sofá-cama, la cama plegable o la butaca mecánica, criaturas mutantes que provocan una inmediata simpatía.

 

Ante los cuadros de Teresa Moro entiendo por fin el sentido de esa expresión que los surrealistas utilizaron abusivamente: objet trouvé. En castellano habría que decir “objeto perdido”, así como traducimos Bureau des objets trouvés por “Oficina de objetos perdidos”. Me acuerdo de la serie de instalaciones de Christian Boltanski tituladas Inventario de los objetos..., donde reunía las cosas que habrían pertenecido a una persona determinada. Algunos objetos de Teresa llevan esa misma impronta; parecen haber sido olvidados o abandonados por su dueño y, como un niño perdido en un centro comercial, balbucean su nombre y cuentan una historia más o menos precisa. Por ejemplo, una cama de matrimonio pintada por Teresa parece aludir a la escena primordial de que hablaba Freud, al momento en que el niño atisba la unión sexual entre sus padres. Ese bolso que aparece aquí y allá, sobre una cama o en un asiento, habla de una espera interminable o quizá de una salida precipitada. Los zapatos y el bastón por el suelo, en Desgracia en el portal, evocan una pequeña tragedia doméstica. Algunos cuadros sugieren esos incidentes familiares, inquietantes y reveladores, que Freud exploró en su Psicopatología de la vida cotidiana: olvidos, lapsus, actos fallidos. Otras imágenes reconstruyen una especie de escena del crimen.

 

Sin el humor de Teresa Moro, con un talante más meditabundo, también Pedro Morales Elipe (Membrilla, Ciudad Real, 1966) nos propone en sus cuadros escenarios vacíos, silenciosos y ambiguos. Pedro ha sido desde hace tiempo un pintor del aire, en cuyos bodegones y paisajes abundaban los elementos leves, mecidos por el aire, como el humo, las nubes, las plumas, las cintas, o henchidos de aire, como las pompas de jabón o las esferas de cristal soplado, a veces encadenadas como en los relojes de arena. Todos estos accesorios pertenecen a la iconografía tradicional de la vanitas. En la antigüedad, Varrón y Luciano forjaron el tópico del homo bulla, el ser humano que sería tan vacuo, tan leve, tan frágil como una pompa de jabón. En los bodegones de Pedro han ido entrando también los papeles y los libros apilados. La naturaleza muerta con libros es un subgénero de la vanitas que ataca específicamente la soberbia, la fatuidad de los sabios: los libros de Valdés Leal, de Jan Davidsz. de Heem, de Van Gogh. Hay alguna composición de Pedro que confirma esa resonancia simbólica al formar con los libros una torre precaria como un castillo de cartas: un volumen sostiene un cristal, que soporta otro libro abierto, y éste a su vez una copa.

 

Las naturalezas muertas de Pedro Morales nos ofrecen encuadres incompletos, tan fragmentarios que cuesta reconocer los objetos. Y el tratamiento pictórico colabora en ese efecto. El pintor se esfuerza por mantenerse en el equívoco, en la duda, en ese filo donde las formas no son ya cosas definidas pero tampoco son meras abstracciones, sino que oscilan entre una condición y otra. En un texto titulado “Detener las naves”, el propio artista ha explicado su idea de que la pintura aspira a “hacer ver lo que no presente”: “Quizá por esto halla su razón en lo oscuro, en las sombras que devuelven a los objetos su condición fluctuante, que adelgazan y disuelven sus límites, revelando su levedad y relativizando su peso. El problema de la pintura se traslada entonces de las cosas a lo que hay entre ellas, al vínculo que las funda y sostiene su presencia, algo que no es estrictamente visible. La pintura como lugar; una habitación en penumbra, imprecisa, insegura y precaria, presencia delgada y oscilante como el humo.”

 

La ambigüedad calculada se aprecia también en el formato de los bodegones de mayor tamaño. Lo típico de la naturaleza muerta es una composición centrada que puede dominarse de un solo vistazo. Pero en los bodegones más grandes, el formato exageradamente apaisado (y la palabra ya lo dice todo) genera un horizonte y obliga a nuestra mirada a recorrer el cuadro de un extremo a otro, de izquierda a derecha. Enseguida descubrimos (y el pintor nos lo confirma) la tendencia de estas naturalezas muertas a convertirse en paisajes. Hasta las rupturas en el horizonte, como una copa o un hilo, pueden verse como incidentes de un paisaje. Lo que parecía un interior se ensancha hasta adquirir dimensiones panorámicas.

 

El mecanismo inverso, la contracción del paisaje hasta la naturaleza muerta, del espacio indefinido hasta la proximidad tangible, se verifica en la obra de Antonio Rojas (Tarifa, 1962). Así como Giorgio de Chirico hizo de la estación de Montparnasse un /ocus casi mitológico, Antonio ha construido su imaginario personal sobre otro lugar de tránsito, vinculado a su infancia y adolescencia: el puerto de Tarifa. Los almacenes, los muelles y las explanadas portuarias pueden provocar el vértigo de la agorafobia, el terror a los espacios abiertos. Las perspectivas aceleradas y las sombras alargadas evocan ese terror. Pero el pintor, como antídoto, demuestra un afán constante por aferrar la presencia de las cosas, por hacer del vacío algo sólido y palpable. De ahí los contornos netos, con su nimbo de claridad, las aristas de las arquitecturas, los volúmenes geométricos de claroscuro rotundo. Cada hueco, cada espacio negativo debe ir acompañado por su contrapunto positivo, por su equivalente en bulto.

 

En la pintura de paisaje, ya lo hemos sugerido, no hay nada más esencial que el horizonte. En él se condensa todo lo inaprehensible del paisaje: es una línea contingente, que depende sólo de nuestro punto de vista y que varía con él. Es un límite paradójico que encarna lo ilimitado, porque la tierra no tiene bordes. Velado por la lejanía, por la bruma y el azul, el horizonte ha sido siempre (al menos desde Leonardo) una entidad evanescente. Pero Rojas lo convierte en una línea tajante y definitiva. En Dos direcciones, enmarca el horizonte marino para cosificarlo. En Horizonte y percepción, mar y cielo se reducen a una serie de fragmentos triangulares, como de un rompecabezas. En Tocando el vacío, el muro en perspectiva es casi un bastón de ciego que nos permite tentar la lejanía del horizonte, como si estuviera a dos pasos. En un libro del neurólogo Richard Gregory se relata el caso de S. B., un ciego de nacimiento que recobró la vista gracias a un trasplante de córnea. Aún semanas después de la operación, S. B. creía que si se colgaba con las manos del alféizar de su ventana, situada a la altura de un quinto piso, podría tocar la calle con los pies. Su percepción visual no había superado sus hábitos táctiles.

 

En la tradición de la pintura metafísica, de la cual desciende Antonio Rojas, acecha siempre esta tentativa de suprimir ciegamente la distancia, alterando la escala. “El templo griego —escribía Giorgio de Chirico— está al alcance de la mano; parece que uno pueda cogerlo y llevárselo como un juguete de encima de la mesa. Sentido admirable que habría de reaparecer muchos arios después en la arquitectura toscana. Esto es lo que uno piensa, en Florencia, mirando el baptisterio y la catedral con su campanario.” Giacometti, en su etapa surrealista, aplicó esta misma transformación al convertir las piazze metafísicas en piezas escultóricas; las trocó en pequeñas plataformas con figuritas, que el espectador autorizado podría mover como fichas de un juego. Así también Antonio convoca lejanías para des-alejarlas, imagina paisajes para presentarlos como naturalezas muertas, reduce el espacio infinito a un juego de construcciones, de volúmenes geométricos sobre un tablero.

 

En contrapunto con las aristas y el claroscuro sombrío de los cuadros de Antonio Rojas, Susana Reberdito (San Sebastián, 1962) cultiva una pintura orgánica y colorista. Tras haber pasado por un expresionismo figurativo de aliento monumental (y a veces de iconografía religiosa, con piedades y crucifixiones), Susana pinta actualmente sobre todo bodegones y paisajes. Sus paisajes -o más bien el mismo paisaje incesantemente variado- evocan un paraíso tropical que nos remite a Gauguin y sobre todo a cierto Matisse pastoral, el de Luxe, calme et volupté y Le bonheur de vivre. La pasión por Matisse vincula a Susana con una generación anterior de pintores españoles, la que entre los arios setenta y ochenta salió del arte conceptual y redescubrió el júbilo del color: la generación de Carlos Alcolea, Manolo Quejido o Juan Navarro Baldeweg.

 

Para representar su jardín de Edén, Reberdito ha forjado una imagen de fuerte impronta icónica, un signo arquetípico. La palmera es un axis mundi: señala un centro cósmico. En la iconografía cristiana, la palmera se identifica a menudo con el originario árbol de la vida y simboliza la resurrección y la inmortalidad del alma. Aparece en el Beato de Liébana, en la iconografía románica, en el Jardín de las Delicias de El Bosco. Tales son las referencias más lejanas; las más próximas se encontrarían en las palmeras que Matisse descubrió en Biskra (Argelia) en 1906 o más tarde en Tánger, con su amigo Iturrino. Las palmeras de Susana Reberdito, igual que el mítico árbol de la vida, crecen junto al mar o cerca de una fuente, como sugieren las olas pintadas o dibujadas a sus pies. Tampoco es accidental que la palmera aparezca multiplicada por tres, si se recuerda el mito de los tres árboles, tan constante en la pintura occidental (incluyendo la misma representación de las tres cruces en el Gólgota).

 

La palmera se presenta como un signo emblemático, como una silueta simplificada en marcado contraste con el fondo. Como todo emblema, se identifica con el soporte; ocupa toda su extensión y se inscribe con énfasis en la superficie, en la sustancia pictórica; sus líneas, más que dibujarse, se graban (como lo hace un pintor que Susana aprecia especialmente, Hernández Pijuán). Sobre una capa de pintura ya seca, la pintora extiende una nueva capa de un color diferente, que luego araña para hacer surgir el color de debajo. Las líneas esgrafiadas sugieren una inserción profunda en la materia, en la matriz de la pintura. Ellas acotan el plano con un marco interno, que reitera, dentro del cuadro, los bordes y las esquinas del soporte y que figura a veces una ventana a través de la cual se distingue el paisaje. En contraste con ese marco, el cromatismo intenso, ardiente, a veces disonante, consume los contornos y tiende a desbordar los límites del cuadro.

 

En el extremo opuesto del Trópico se encuentran los paisajes noruegos de Alberto Reguera (Segovia, 1961), renovando la leyenda de Thule, el límite norte del mundo tal como lo imaginaban los antiguos. En septiembre de 1998, Alberto hizo un viaje por los fiordos noruegos. Superando el círculo polar, se internó en la vasta provincia de Nordland, recorrió las islas Lofoten, donde Edgar Poe situaba su descenso al Maelstrom, y siguió avanzando en dirección Norte. ¿Qué iba a buscar allí en su excursión solitaria? Algo que había presentido en su propia pintura. No fue el azar, sino la lógica de su obra lo que le condujo hasta aquellos paisajes. Dos arios antes, en su exposición del otoño de 1996 en la Galería Antonio Machón, un par de cuadros (Sobre una imagen de la región de Rin gerike, Sobre una imagen de la región de Sogn) aludían al viaje de Monet a Noruega en 1895, y se inspiraban en las fantásticas fotografías de parajes noruegos tomadas por Axel Lindahl, que el propio Monet adquirió.

 

Alberto me ha mostrado las fotografías de su viaje a Noruega. En el extremo Norte, los fenómenos atmosféricos se vuelven excepcionales, como de otro planeta. La luz, casi siempre incierta, puede cambiar súbitamente de un momento a otro. En las auroras y atardeceres interminables de aquellas regiones se celebra la reconciliación entre los opuestos que los románticos soñaban. “Si en la noche misma —escribía el filósofo Schelling— surgiera una luz, si un día nocturno y una noche diurna pudieran abrazarnos a todos, éste sería el fin supremo de nuestros deseos.” Para plasmar esos efectos, Alberto ha necesitado todos sus recursos de pintor abstracto, toda su larga experiencia con la materia pictórica. El arrastre y el restregado de la pintura le han servido para expresar esas nubes que se abren a trechos filtrando la luz, o para insinuar una leve ondulación de las aguas del fiordo. Las rociadas del pigmento en polvo sobre texturas en relieve le han permitido plasmar las nubes oscuras, los promontorios, el mar tenebroso o resplandeciente. Así la sustancia pictórica se desmaterializa, se transfigura en luz y en éter. Como Friedrich en el Báltico, como Turner en los Alpes, como Monet en Etretat, Alberto Reguera ha alcanzado un punto donde la íntima observación, la hiperestesia para los matices se convierte en fantasía visionaria.

 

Ante estos paisajes, el espectador revive la experiencia de un espacio íntegro, total, de un espacio planetario. Es lo que Barnett Newman llamaba la “cúpula espacial” (space-dome), la vivencia de la tundra, donde se siente no un horizonte ante los ojos y otro a nuestra espalda, sino cuatro horizontes alrededor, bajo la bóveda celeste. La percepción de un espacio global puede engendrar la sensación eufórica de una disolución del yo, de un retorno al océano primordial, descrita por Emerson en su ensayo sobre la naturaleza: “De pie sobre el suelo desnudo, con la cabeza bañada por el aire jovial y erguida en el espacio infinito, todo egoísmo mezquino se desvanece. Me convierto en un globo ocular transparente; no soy nada; lo veo todo; las corrientes del Ser Universal circulan a través de mí; soy una parte o partícula de Dios.”

 

Este impulso visionario, de fondo panteísta, mueve también la pintura de Javier Riera (Avilés, 1964) hacia el paisaje. Como Alberto Reguera, Javier destacó en la exposición Líricos fin de siglo organizada en la primavera de 1996 por Santos Amestoy. Por entonces cultivaba una forma de abstracción alternativamente expresionista y sutilmente delicada, a veces con acentos de Extremo Oriente. Por entonces hablamos de Robert Rosenblum y su libro sobre La pintura moderna y la tradición del romanticismo nórdico. Javier veía la historia de la pintura moderna de Grünewald a Friedrich y de Magritte hasta Rothko, como un proceso de degradación y vaciamiento de la Naturaleza (desde su primitiva plenitud de sentido) hasta quedar reducida a un reflejo vano y fragmentario de nuestro yo.

 

En 1998, Javier Riera inició un giro en el que continúa. Las alusiones al paisaje —al océano, a la montaña, al azul del cielo, a la nube y al arcoiris— hasta entonces latentes en su obra, comenzaron a aflorar a la superficie, a hacerse evidentes. En las obras últimas, hay un paisaje de fondo (cielo azul, montaña blanca, interior de bosque, mar) sobre el cual se verifican incidentes pictóricos: brochazos, churretones, manchas de pintura derramada. A veces esas manchas de colores saturados entran en conflicto con el espacio ilusionista que se abre tras ellas. Otras veces, la mancha es un velo de spray, una capa transparente de pintura diluida, que sugiere neblinas, lluvias, un relámpago, ectoplasmas, apariciones nocturnas y espectrales.

 

Las manchas son perturbaciones, obstáculos en la transparencia del medio visual. Como esas manchitas (llamadas muscae volitantes) que danzan a veces ante nuestros ojos, opacidades vítreas, que pueden crecer hasta convertirse en fantasmas perturbadores. (Una de estas manchas, consecuencia de una hemorragia ocular, afligió a Edvard Munch en sus últimos arios; en sus pinturas aparece una y otra vez la figura de un pájaro de largo pico superpuesto a los rostros o a los paisajes). Emerson escribía: “La ruina o el espacio en blanco que vemos cuando miramos a la naturaleza está en nuestro propio ojo. El eje de la visión no coincide con el eje de las cosas, y por eso aparecen no transparentes sino opacas. Si el mundo carece de unidad y yace roto en pedazos es porque el hombre se encuentra desunido consigo mismo.” Para Javier Riera, las manchas superpuestas sobre sus paisajes expresarían la contaminación del paisaje romántico, profanado y trivializado por la publicidad, y la imposibilidad de una mirada pura, inocente, sobre la naturaleza. Pero las manchas representan, al mismo tiempo, un proceso necesario y positivo. Como dice Javier: “Pinto los paisajes que a mí me seducen, los que realmente me emocionan o perturban. Sobre ellos continúo el cuadro, los convierto en un fondo. Cuando han salido de mi interior al cuadro, se han convertido en pintura y como pintura los trato.” Las manchas representarían la exigencia de que la imagen que ha germinado en la cabeza eche raíces y crezca en la tierra, trabajada con las manos; la exigencia, en fin, de realizar como pintura la visión interior.