Esta sección ofrece una selección de publicaciones relacionadas con las exposiciones programáticas vinculados al fenómeno de la Figuración Postconceptual acompañadas de una ficha técnica y una selección de los textos publicado, accesible a través de una búsqueda alfabética. La incorporación de nuevos contenidos se realizará progresivamente.
N. SÁNCHEZ DURA > SELECTED TEXTS
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Untitled, 1.833 PALABRAS SOBRE PAPEL, 1994
Title: Untitled, 1.833 palabras sobre papel, 1994. Author: Sánchez Dura, Nicolás Publication: Muelle de Levante
Una exposición colectiva, mediada la década de los noventa, corre un serio peligro añadido a los de rigor, pues el fantasma del siglo XXI campea esta vez no sólo por Europa. Es toda la industria cultural la que, desoyendo descaradamente todas las objeciones puntillosas de la historiografía sobre las dificultades de la periodización, se dispone a producir sin cesar los productos propios del nuevo milenio. Y tal cosa, ya, ahora mismo, sin esperar a que acaezca lo irreductiblemente accidental de la historia. De seguir a semejante paso, cuando suenen las campanadas del 31 de diciembre de 1999, estaremos exhaustos y perplejos: todo lo propio del nuevo siglo —cuanto menos en sus primeras décadas— habrá sido ya pensado y ejecutado en el anterior. Aunque, bien es cierto, este milenarismo que nos ha tocado vivir, más parco, tiene un tono necrófilo menor que el anterior: si en el primero se anunciaba el fin de los tiempos, ahora tan sólo se proclama la muerte de todos los géneros de discurso e incluso del mismo sujeto. Lo cual, por cierto, tampoco es una filfa.
Ahora bien, en el ámbito de las artes plásticas tal afán milenarista se combina perfectamente con una característica paradójica de cierto estilo de crítica notablemente prevalente en los últimos años. Me refiero a aquella que auna dos aspectos que, por lo menos para mí, se malcompadecen. Así, por un lado, se recurre de forma implícita, en cuanto textos canónicos de referencia, a Nietzsche, Heidegger, Adorno y Benjamín (con algún excursus eventual a Wittgenstein, sobre todo para masacrar su noción de «juego de lenguaje” que tan bien arregla fregados y cocidos), autores que entre otros —pero, desde luego, ellos de forma más que pregnante— acometieron la crítica del pensamiento cientificista o, más exactamente, la crítica de la pretensión de reducir todo pensar a la forma del pensamiento científico. Sin embargo, por otro lado, y al mismo tiempo, tal género de crítica participa de forma implícita de uno de los rasgos más sobresalientes de aquel monismo metodológico: pretende predecir el futuro del arte —siquiera sea bajo la forma precaria del destino de un cadáver— y prescribir, sobre la base de tal predicción, lo que debe hacerse y lo que no, lo que es susceptible de ser visto y lo que debe relegarse a la condición de vicio privado pero no de virtud pública.
Y lo curioso del caso es que tal proceder predictivo y prescriptivo, perfectamente coherente con el espíritu de las vanguardias, tan fascinadas ellas por el optimismo histórico al que en definitiva subyace la vieja idea de progreso, se combina con un discurso aparentemente crítico de la misma idea o concepto de vanguardia. Quizá por ello, en este caso también, lo reprimido retorna y lo que se arroja por la puerta entra de nuevo por la ventana: cuantas veces, para abreviar —«bueno, tú ya sabes lo que quiero decir»—, lo cual parece un nuevo tipo de acto fallido, se utiliza entre galeristas, comisarios, comités de ferias, críticos, etc., la expresión «arte de vanguardia» y sus derivados.
Por tanto, una exposición colectiva que tiene lugar mediada la década de los noventa, para estar justificada como deseable y considerada una contribución al bien público, parece que debiera ser una suerte de predicción de cuál será el arte por venir, pero no del que acaecerá sin ton ni son, sino de aquel que marque un jalón más en la marcha progresiva e inexorable hacia lo que constituye su fin. A la vez tal exposición debería tener un uso primordial: no tanto el solaz de la ciudadanía que buenamente acuda a verla, cuanto el ser una muestra de lo que es conveniente y necesario que acaezca en el futuro, lo cual ya es sabido de antemano por algunos. Así las cosas, todo discurre como si críticos, artistas y tutti quanti debieran seguir infatigablemente la consigna de aquella arenga del marqués de Sade desde su mazmorra de la Bastilla: Français, encore un effort pour être révolutionnaires!
Muelle de Levante, sin embargo, se aparta de todos los supuestos recién enumerados en el párrafo anterior. Ni pretende predecir, ni aún menos prescribir tendencia o género alguno. Tan sólo pretende mostrar la obra joven de algunos jóvenes pintores —excepción hecha de Dis Berlín, Manuel Sáez, Antonio Doménech, Rojas y Ángel Sanmartín, con un trabajo sostenido durante la pasada década, eso sí poco proclive a la pintura que la exposición muestra— cuya obra rumorea en el ambiente presente, y en el más reciente pasado, en el ámbito de la costa este de nuestro país. Precisamente la inclusión de los seniors —en este caso todavía jóvenes y con una obra en evolución— responde a la intención de subrayar que Muelle de Levante no propone solapadamente la aparición de una nueva tendencia o escuela propia y característica de lo por venir, sino de mostrar que, siempre, ahora y en la década anterior, las formas de acometer el trabajo del arte han sido más plurales, y el panorama más heterogéneo, que lo que una mirada simple y una teoría fuertemente inspirada en una concepción teleológica de la historia puede haber llevado a pensar.
Hacer visibles, y por tanto susceptibles de juicio a partir de una mirada que no hace prescindible el momento decisivo de la apreciación y el goce estéticos ante la singularidad irreductible de las distintas obras, es el fin primordial de la exposición. Eso sí, de un tipo de obras que no son las que habitualmente se han podido ver, y se siguen viendo cada vez más cansinamente, en las exposiciones colectivas de jóvenes artistas de los últimos años. La diferencia, a primera vista, es obvia: colgados de las paredes lienzos la mayoría de ellos de pequeño formato. Pero hay más.
Es fácil convenir en que el amplio predominio de obras y autores en la estela de los postulados del arte conceptual —entreverado de ciertas tesis sobre el postmodernismo— ha producido una plétora de prácticas artísticas renuentes con la tradición pictórica. De hecho, todo ocurre hoy como si la mera elección de unos recursos significantes frente a otros más en boga implicara la necesidad perentoria de justificación. Y aquí nos encontramos con una cuestión chocante, pues se suele admitir tácitamente que el que tiene sobre sí en primer lugar la carga de la justificación teórica no es el que simula lo nuevo, sino el que se atiene a un lenguaje o a un sistema simbólico de larga y probada efectividad. Para decirlo groseramente: casi nadie hoy pide justificación alguna cuando un joven artista dispone una caja de embalaje —empleada para transportar obras de arte y ahora convertida en una de ellas— en el centro de una sala a menudo semidesértica, pero son legión los que se sienten cargados de razones cuando inquieren sobre la conveniencia y oportunidad de pintar un bodegón donde las frutas se han transmutado en pelotas de tenis.
Desde luego no se trata de defender un regreso a la pintura, ni de una apología de la misma, entre otras razones porque nunca se fue y porque el supuesto cadáver tiene una mala salud de hierro. Pero sí se trata de ver y de juzgar hasta qué punto, y aquí de nuevo surge la paradoja, el adoptar el sistema de convenciones significantes que la pintura representa redunda en una expansión de la libertad a la hora de crear y comunicar sentido, que es, a fin de cuentas, de lo que trata de forma peculiar el arte.
Y así, cuando visitábamos los estudios fuimos los primeros sorprendidos al ver que se producía un efecto de eco y de resonancias múltiples entre el trabajo de unos artistas que, en general, no sostienen entre ellos lazos ni de amistad ni de grupo. Todos ellos bregaban de nuevo, en un movimiento que parece inevitable e incesante, con medios tan arcaicos como los pinceles, los pigmentos y las telas. Todos ellos no eran inocentes, en cuanto conocían ampliamente los avalares del arte de este siglo, sus múltiples ismos y las diversas negaciones de los mismos. Y en todos ellos había una voluntad narrativa, a la vez que una desinhibición valiente frente al todavía tabú de la literatura. Por lo demás, cada cual tiene sus afinidades y sus filias propias, y si en algunos la matriz de la metafísica es obvia, en otros los primitivos americanos, o figuras inclasificables, como Hopper, Morandi, e incluso Blake, parecen referentes evidentes.
Y, sin embargo, no parece aquí aplicable la categoría de escolástica. Porque no es la glosa o el ejercicio aplicado en el seno de un canon lo que les ocupa. Tampoco conviene la de pastiche o saqueo del museo. Como dije antes, es un ejercicio de libertad. Y lo es porque, aunque parezca paradójico, estas obras no están obsesionadas ni por la novedad ni por la originalidad. Dos predicados que deben su vigencia más a la integración del arte en el circuito general de producción mercancías —y a su necesidad consustancial de renovación de la oferta— que a cualquier requisito de la apreciación y juicio estéticos. Es esa voluntad de novedad y de originalidad lo que ha llevado a tanto del arte reciente, al menos en este país, pero desde luego no sólo en este país, a ser una pura ficción de lo novedoso. Pues por una suerte de inversión cínica, lo que comenzó como supuesta descripción empírica de un período caracterizado por la superficialidad, el pastiche y el simulacro, se convirtió por los escolastas de la postmodernidad en una nueva idea moral. En fin, las cosas han ocurrido como si a partir del diagnóstico de una epidemia de gripe las gentes hicieran todo lo posible por contraer la enfermedad.
Sin embargo, los artistas que aquí exponen parecen atender a una lógica diferente: atenidos a las convenciones y recursos de un lenguaje que, como todo lenguaje, no puede haberse constituido más que históricamente, laboran con él y en él, sin cuidado de aquella terrible mortandad a la que me referí al principio. Si se trata de enmendar «la pobreza de la experiencia» y de alcanzar conocimiento de las inevitables zonas de sombra que toda época comporta, esta remisión a la facticidad histórica de un lenguaje preexistente no puede redundar más que en la comprensión de lo que constituye uno de los mayo–res reservorios de significados flotantes y, por tanto, en nuestra autocomprensión. No es ésta la primera vez que ocurre un fenómeno similar, ni ciertamente será la última.
A mí, personalmente, la actitud de muchos de los artistas presentes en Muelle de Levante —otra cosa es el resultado práctico de esa actitud— me recuerda a la de Peter Angermann, Milán Kunk y Jan Knap cuando dejaron de asistir a las clases de Beuys en la Academia de Bellas Artes de Dusseldorf y formaron el grupo Normal. En aquel tiempo, Milán Kunk abogaba por huir del sadomasoquismo en el arte. Qué quieren que les diga: a mí me parece todavía oportuna semejante huida. Aunque, ciertamente, la huida se dice, y puede decirse, de muchas maneras. |