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LA SIESTA ESPAÑOLA

 

Título: La siesta española

Autor: Barberá, Adolfo

Publicación: Libro Derivas de la Nueva Figuración Madrileña

 

 

Es un reflejo espontáneo deslizarse entre el objeto y su imagen.

 

Guy Vaes

 

Día de julio, muy caluroso, en la Ruta Nacional que conduce (¿désde dónde?) a Alicante. Junto a una curva, en una especie de promontorio, se recorta una casa con forma de barco. Parece un burdel con pretensiones. De vez en cuando se ve llegar un cochazo (con pretensiones) del que sale una rubia que pulsa el timbre de la entrada. La verja metálica -corrediza- se abre. Se adivinan mastines ladrar, y en el fondo, unos macetones que culminan sendos setos geométricamente colgados.

 

A unos 50 metros en dirección hacia San Juan, en lo que parece ser un rellano grande de la cuneta, bajo un enebro de generosa sombra, duerme un linyera (un bichicome, un vagabundo) sin inmutarse. Es un hombre calvo, con mucho pelo en las laderas temporales. Pelo negro, ligeramente rizado, y gafas oscuras que impiden ver si tiene los ojos cerrados o abiertos. Todo parece indicar que tiene los ojos cerrados porque cuando se acerca una mujer (también rubia) que sale de la casa con un traje alado, como una malla de varietés con alas de ave del paraiso, no parece inmutarse. La mujer lleva una cesta de pan y una botella de agua, que deposita junto al dormido, que está muy acurrucado. El hombre sigue soñando. 

 

Hacia el norte, perpendicular sobre la línea del arroyo seco, luce su insolente chapela el barco-plancha concebida por un arquitecto hoy olvidado. No es fácil describir lo que para muchos no deja de ser un engendro de la edad: una casa-chalet, inicialmente destinada a alojamiento de ilustres visitantes, compuesta de un cuerpo principal en forma de proa de barco o, mejor aún, de plancha antigua de hierro; y de un cuerpo secundario que consiste en un cilindro montado sobre la superficie de la plancha y coronado por un tejadillo más o menos ondulado, conocido comúnmente por los empleados del burdel como “la almeja”, dado su aspecto blando y viscoso, aspecto en todo punto engañoso pues la almeja en cuestión es una estructura voladiza rígida. El extremo de la proa o plancha apunta hacia el oeste y es —algo que fascina a los pájaros, sobre todo por las tardes— enteramente de cristal. La entrada al chalet queda en el lado posterior —en la popa— de la plancha, que se abre sobre el este y a donde conduce un ramal del camino de acceso. Una rubia de pómulos algodonados está apostada en el inicio del camino. 

 

La tarde es de cigarras en todo su esplendor y la barba tendida en el lecho de pinaza. El hombre está rodeado de ortigas, cardos y mimosas. Dos pájaros se posan en una rama del enebro que sobrevuela al dormido. Son dos mirlos oscuros, de picos brillantes. Como se sabe, cuando quieren, los mirlos cantan bien. Pero esta tarde no cantan, parecen conversar, lanzan de temps à autre un gritito estridente, se preguntan apenas sin disimular quién puede ser ese tarado que yace inerte bajo la sombra protectora de un enebro (¿o es un sicomoro?). La bragueta descuidadamente bajada, las suelas horadadas, los nudillos encallados, el llanto derelicto. La rubia —una muchacha de Minsk (¿o era de Kiev?) que cambió el Prospekt por la Costa Blanca— contempla la figura gigante del linyera con mal escondida ternura: escasean los hombres que pasan una vida entera acuciando al misterio. La rubia da media vuelta. Siente el calor español en sus caderas, en el interior de los muslos, en las axilas. Decide -su vida está seguramente poblada de esas decisiones- alargar todo lo que pueda el camino de vuelta al burdel español. Sin pretender exagerar: el hombre duerme a pierna suelta. El sueño del linyera es coto vedado. Un linyera sólo lo es cuando el sueño llega sin obstáculos, con esplendor. Día tras día, noche tras noche, el hombre ha anunciado la reducción del burdel a escombros, “no quedará piedra sobre piedra”. La rubia se toma muy en serio esas palabras. Son oráculo.

 

Las moscas zumban en torno al sopor del dormido. Boca abierta, barba rala, frente perlada de sudor.¿Qué sueña el hombre? El hombre sueña con una casa muy parecida a la que está ahí al lado, aunque es de noche y es invierno. En el sueño, el hombre se ve a sí mismo más joven. No entiende muy bien por qué, pero está embarcado en el rodaje de una película. Sus colaboradores o asistentes son un grupo de niños de entre ocho y diez años, salvo uno más pequeño que dice siempre sí al mundo, un SÍ mayúsculo. El señor Alberto PalaCiego y la señorita Esther —Hetty, de pómulos algodonados— les reciben en la puerta.

 

 ¿Qué van a filmar? Algo así como un cortometraje. Dentro de la casa, en el salón principal descubren un mundo ajeno a la materia visible, donde se corporeizan los espíritus y se espiritualizan los cuerpos. Un mundo intermedio, una imperceptible ruptura.

 

Los niños —que en realidad no son tan niños— se distribuyen entre las mesas. Sobre cada mesa flota como un holograma con un número de un rojo intenso, punzó.

 

Hetty anuncia a todos que se trata de Sandoz líquido, de calidad purísima. En un aparte dice (como si se dirigiese a un público invisible):

 

— En Londres se solía tomar mescalina, pero eso fue hacia finales de los 50.

 

Los niños se van distribuyendo por las mesas. El hombre —el soñador— se acomoda en la mesa sobre la que está suspendido un 17 resplandeciente como xvarnâh. El niño más pequeño lo acompaña. En el momento de sentarse el niño le lanza una bola caleidoscópica. El hombre le avisa:

 

— No eres tú quien lanza la bola, cuando la lanzas. Tú y los demás no habéis venido aquí a pensar, a sentir y a desear, sino que aquello que penséis, sintáis y deseeis tomará un cuerpo nuevo aquí, y sólo aquí, en este paradójico lugar intermedio entre los sentidos y el espíritu. A eso algunos lo llaman imagen o figura, como si la calculada ambigüedad de esa cuasi-materia fuera preponderante. ¡Nada es así! No, lo determinante aquí, en la Pagoda del Trueno, no es que esas imágenes o figuras tengan un cuerpo más o menos sutil, más o menos luminoso —como este 17 que sobrevuela nuestras cabezas— sino que esas imágenes, una vez entráis aquí, os resultan extrañas, parecen la obra de otro. ¡Y son la obra de otro! No sólo vuestras imágenes adquieren una existencia extramental, sino que ya no las reconocéis como vuestras.

 

//… Y así es. Qué de artificios no habrán inventado los niños para producir ese extrañamiento sin el cual la imagen no puede saltar del espacio mental —conceptual— en el que podría quedar encerrada para siempre. Recordemos el caso de aquel pintor sevillano que para huir del insoportable desgarro interior que le suponía el trabajo sobre el color, se las ingenió para organizar la intervención de un agente externo, extraño a la propia subjetividad — Otro…// 

 

De la película sólo queda una secuencia, una toma larga a bordo de un automóvil durante la que se escucha la voz en off de Hetty:

 

— Atravesamos difícilmente una noche poblada de cristales verdes, mecanismos de precisión vegetal. De esa travesía sólo recuerdo el sabor metálico en la boca y el sórdido color amarillo de las farolas. Terminamos entrando en la ciudad por el Este. Vi —viví— el horror, los rostros del desastre. Nunca el error humano me pareció tan humano y tan presente en esos rostros deformes, esclavos de su fealdad. El error humano estaba potencialmente adueñado de los conductores de furgonetas, por ejemplo del conductor de esa furgoneta roja (Renault o Citroën). [Plano de una furgoneta roja.] [Suenan unos Platillos y salta la Ranita.]

 

 Desde una mesa del fondo un niño pregunta:

 

— ¿Alguien tiene papel secante?

 

En ese momento se abren las puertas del gran salón y entra un grupo de ancianos. Uno de ellos explica:

 

— Nos han dicho que aquí echan una película.

 

Hetty siente la imposibilidad total de detener la avalancha de ancianos. Hetty siente que a esas alturas —con la película a medio camino y sin trazas de poder terminarla en un plazo razonable— poco puede hacer para explicar la situación. Hetty se dice a sí misma:

 

— Y bueno, qué le vamos a hacer.

 

Mientras tanto se ha hecho tarde y el sol está bajo. El durmiente —que viene de muy lejos— abre los ojos.

Un sargento de la Guardia Civil pregunta:

 

— ¿Nombre?

 

— Lou Eyeshit.

 

— Nacionalidad?

 

— Española.

 

— ¿Profesión?

 

— Parado.

 

— Pero, oiga, aquí dice otra cosa.

 

— Ese carné no es mío. Alguien que pasó por acá lo extravió, seguro.

 

Se acaba de levantar una brisa entre los enebros. Hay esparcidos restos de un fuego y harapos descoloridos.