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Desde el final de un ciclo

 

Título: Desde el final de un ciclo

Autor: Marin-Medina, José

Publicación: Catálogo de la exposición Figuraciones. Arte Civil + Magicismos + Espacios Fronterizos

 

 

Entre mayo de 1999 y enero de 2002 se celebró en Madrid, en el Centro de Arte Joven de Avenida de América —con itinerancias al Museo de Bellas Artes de Oviedo, a las salas Santa Inés de Sevilla y al Museo de Bellas Artes de Pontevedra—, un ciclo de seis exposiciones, organizado por Obra Social CAJA MADRID, que, bajo el título general de Figuraciones, se planteó revisar la pertinencia, el sentido y el alcance del nuevo arte figurativo que, desde finales de los ochenta, vienen practicando artistas de lenguajes, tendencias y gustos representativos del cambio de siglo. Esta serie conjunta de exposiciones se centró en otras tantas escenas de la comunidad artística española. Su secuencia y sus títulos (algunos de ellos indicativos del perfil u orientación de su propuesta) fueron: Figuraciones de la Valencia metafísica, Figuraciones del Norte (incluyendo artistas del País Vasco, Santander y Asturias), Figuraciones de Madrid. De un lugar sin límites, Figuraciones de Barcelona. Partículas sociales, Figuraciones de Sevilla / Horizonte 2000 y Figuraciones desde Galicia. Sus respectivos comisarios —Juan Manuel Bonet, Javier Barón, Guillermo Solana, Teresa Blanch, Juan Fernández Lacomba y Miguel Fernández-Cid— son personas directamente vinculadas con las escenas de referencia, así como con el discurso general del arte español emergente.

 

Para cerrar la serie quedaba pendiente una exposición que tratara de establecer una mirada de conjunto sobre los contenidos y perfiles diversos del ciclo, y que reflexionara sobre cuestiones, intereses y lenguajes confluentes —si los había—, o sobre bandas de coincidencias y disidencias que fuesen significativas entre artistas tan diversos de escenarios tan diferentes. Ésta es esa exposición, cuyo comisariado se me ha confiado, habiendo sido el coordinador del conjunto del proyecto.

 

En el desarrollo del ciclo se han expuesto ciento setenta y tres obras de cincuenta y cuatro artistas, todos ellos interrelacionados por desarrollar sus trabajos en los dominios de lo figural, por más que en el conjunto de estos artistas —como escribió Javier Barón— “se rastrea un individualismo extremo”. De otra parte, ha quedado patente la ambigüedad creciente que actualmente presenta el término figuración. Hoy denominamos figurativo al arte que representa elementos icónicos, aunque sean plasmados de manera poco o muy poco explícita, hasta el punto de que figurativo no es únicamente ya lo que es representación, sino también lo que sirve de representación. En tal sentido, figuración ha dejado de oponerse a abstracción. Consecuentemente, en las seis exposiciones de este ciclo —como observó Miguel Fernández-Cid— se ha podido comprobar cómo en los nuevos lenguajes figurativos se aborda “la representación de un modo lateral, claramente distanciado del territorio tradicional del realismo’’, o cómo la mayoría de estos artistas —en palabras de Teresa Blanch— “con sus escenografías falsas nos proponen una transitación, a la vez familiar e incómoda, por el espacio de la representación”. En cualquier caso, Figuraciones ha desplegado una sorprendente panorámica de “alusiones y evocaciones, denuncias, paradojas e ironías, a partir de la transformación y conversión de las mismas imágenes, de gran eficacia y riqueza polisémica” (según la anotación de Juan F. Lacomba).

 

Como es lógico, en Figuraciones no se trataba de agotar el contexto de las actuales prácticas figurativas. Ahora bien, la panorámica desplegada a través del ciclo ha sido lo suficientemente rica y significativa como para poder distinguir unas calles mayores o grandes zonas de orientación e intereses compartidos, por donde discurre el actual arte figurativo. Esas vías principales, en nuestra opinión, vienen a ser tres: La más ancha y concurrida es la de un arte civil (lo denominamos así, aludiendo a que es un arte que se practica desde actitudes de clara responsabilidad ciudadana y, en ocasiones, con fines de intervención social), el cual se suele desarrollar, además de en la pintura y en la escultura, en soportes nuevos y en interacciones no restrictivas de artes o géneros diversos. De otro lado, se ha abierto una zona de magicismos, camino ancho que parece diferenciarse en diferentes tramos, donde se alternan propuestas matizadas (al hilo, fundamentalmente, de recuperaciones de la pintura metafísica italiana, del realismo mágico alemán de entreguerras, así como del surrealismo), coincidiendo todas en combinar la objetividad y la magia, los datos de la realidad más inmediata y las exploraciones a los dominios de lo fantástico. Asimismo se ha habilitado otro espacio holgado —al tiempo que expresivamente indefinido—, en el que se desarrollan, en especial, prácticas pictóricas que se deslizan voluntariamente en espacios fronterizos entre lo figura’ y lo abstraído, de lo que resulta un particular tipo de pintura de evocación, la cual se explica subrayando precisamente cómo, a fin de cuentas, desde que la pintura de la modernidad se convirtió en tema fundamental de sí misma, todo arte viene a ser, a un tiempo, figurativo y abstracto, o viceversa.

 

Entre esas tres calles mayores por las que discurre el conjunto principal de las figuraciones actuales, se encuentra extendida una formidable y generalizada atmósfera de porosidad o de predisposiciones compartidas, mutuas, para la ósmosis, y no cesa de ampliarse, día a día, una especie de compleja y tupida red de pasadizos estrechos que sirven para ir de una parte a otra, atajando caminos y estableciendo una relación continua entre territorios aparentemente bien distintos. En estos dominios, la contaminación de estímulos conceptuales y la interconexión de lenguajes parecen estar más vigente que nunca.

 

De toda la panorámica planteada en el desarrollo del ciclo, y de los numerosos artistas en él participantes, hemos elegido a diecisiete y les hemos solicitado para esta muestra, más que el préstamo de unas obras, la realización de unas propuestas, dentro de un espacio de libertad que ha permitido que algunos de los invitados hayan cambiado de registro, realizando para esta exposición proposiciones de sentido muy diferentes a las de las obras con que previamente concurrieron a las respectivas muestras de este ciclo. El resultado ha sido este juego de proposiciones compuestas o conjuntos unitarios de trabajos. Se trata de catorce proyectos realizados —la mayor parte de ellos ex profeso para esta ocasión— por los diecisiete invitados: José Ramón Amondarain, Vicente Blanco, el equipo María Cañas/Juan Francisco Romero, Salvador Cidrás, Juan Cuéllar, Joël Mestre, Pedro Morales Elipe, Manu Muniategiandikoetxea, Antoni Ortega, Javier Peñafiel, José Miguel Pereñíguez en colaboración con Rubén Guerrero, Alberto Reguera, Antonio Rojas y el tándem MP&MP Rosado Garcés.

 

Nacidos todos ellos entre los años sesenta y comienzos de los setenta, ¿pertenecen a una misma generación? ¿A cuál?

 

Hace unas semanas —el día 11 del pasado noviembre—, el Círculo de Lectores reunió en Madrid a un grupo de escritores nacidos, asimismo, en la década de los sesenta, para que hablaran sobre el panorama literario. Una de las cuestiones debatidas fue esta misma de si pertenecían o no a una generación. Entre las opiniones allí contrapuestas, resultan bastante significativas, y extensibles a nuestro grupo de Figuraciones las de Carlos Ruiz Zafón, al plantear que “la industria ha acabado con las generaciones; se ha perdido la dimensión humana de la literatura y del arte, y las generaciones se han perdido para siempre”. Fernando Royuela, insiste en el mismo sentido, confesando que “he pertenecido a distintas generaciones, según la editorial o la revista que convocara”, en lo que también coincide Francisco Casavella, subrayando que “tal y como está el mercado, las generaciones duran seis meses”. Carlos Castán, más irónico y con mayor amargor, observa que “para hacer generación hay que tener un bar y nosotros sólo compartimos las huellas sangrantes de nuestro desencanto”. José Luis de Juan y Antonio Orejudo opinan, respectivamente, que “somos la generación inexistente”, y que “todos nosotros resultamos tan parecidos como diferentes”. Y Germán Sierra, después de advertir la falta de homogeneidad que existe entre los escritores y artistas de sus mismos años, subraya que, sin embargo, todos ellos comparten “la situación histórica, las nuevas tecnologías y la realidad ficcionada y global”.

 

A ellos y a los artistas de Figuraciones los unen, además, otras cosas, tales como los iconos mediáticos, la imagen digital, la fotografía, la televisión, el cine, el vídeo, la arquitectura, el urbanismo, el diseño, el recurso a la memoria (estableciendo diálogos entre lo recordado y lo visto), el gusto por un cierto realismo y, en especial, por un característico tono narrativo, la autobiografía, las cuestiones de identidad cultural, género y discriminación, el arte-contexto (reflejando las condiciones de recepción del propio arte), la globalización, la sociedad del espectáculo, los daños ecológicos, el rechazo social, la falta de soluciones políticas, la cultura en los márgenes (o percepción de lo que nace y crece desde la periferia), el imperio de lo débil, ligero o efímero, el cuestionamiento de los modos de representación, la intersectorialidad y el mestizaje de la producción artística actual, la recuperación de la formación técnica y del criterio de excelencia como carácter de la obra de arte, las leyes, imposiciones y brutalización del mercado, la escasez e insuficiencia de las plataformas de lanzamiento... También les une e identifica una manera de mirar bastante especial, que Fernández-Cid ha descrito como “un mirar ambicioso y detenido, que se posa de forma obstinada en los silencios, en los límites, en las zonas de conflicto y vibración. Una manera de perseguir la imagen ofreciéndole un tiempo antes inaudito, dándole al ojo un recorrido generoso, frente al ritmo más frenético por proponer imágenes que fue característico de generaciones anteriores”. Se trata, pues, de una postura próxima a la de Paul Virilio cuando desea imponer “un cambio de velocidad a través de la obra de arte; una permanencia a favor de la percepción; un detenerse mediante la inseguridad”. Asimismo se observa un acuerdo lo suficientemente generalizado a cerca de un nuevo concepto de artista, que renuncia al prototipo romántico del creador trabajando en la autonomía de su torre, para entenderse ahora como un productor de bienes culturales.

 

Con este nuevo concepto y estatuto del artista, y ante la evidencia de que los productos culturales “no sólo han sucumbido al destino mercantil de todo lo que cuenta en las sociedades actuales, sino que la proliferación y el polimorfismo de sus usos los han convertido en una mercancía inevitable y trivial […], corrompiendo su sentido, confinándola en la tediosa reiteración de lo obvio y privándola de su capacidad creadora”, resulta lógico que los artistas jóvenes estén siendo los primeros en sentir ahora la urgencia de un cambio de rumbo, por difícil que éste socialmente resulte, asumiendo las responsabilidades que les son propias, y comenzando por evaluar la esfera artística globalmente, en su totalidad, “más allá del sectorialismo en que se encierran con demasiada frecuencia cada una de las artes. Música, teatro, artes plásticas, danza, cine, arquitectura, diseño, no como compartimentos estancos, sino como las varillas de un mismo abanico, como los componentes de un mismo dispositivo para un mismo combate”; con la confianza de que, “utilizando su capacidad germinativa y transformadora, podremos devolverles (a las artes) todo su aliento humano y social, toda su fecundidad individual y colectiva” (en expresión de José Vidal-Beneyto, organizador del Encuentro Mundial de las Artes, celebrado en Valencia en la primera semana de octubre 2002).

 

Podemos dar fe de que todo ello conecta con la atmósfera común que se respira en los talleres dispersos de los diecisiete artistas aquí reunidos. Y ese espíritu meditativo se hace en especial predominante en los dominios de ese arte que se practica desde la señalada dimensión de lo cívico.

 

Hemos trabajado, pues, para que en esta exposición se respire también ese clima generador y no se pierda ese aliento ciudadano, cuidando que las propias propuestas artísticas lo transfieran al montaje, al catálogo e incluso al mismo título de la muestra: Figuraciones. Arte Civil + Magicismos + Espacios Fronterizos.

 

El sentido final de nuestro trabajo ha sido el de configurar un marco que funcione como espacio de cultura, apto para el encuentro, con unas proposiciones de arte bastante complejas, que plantean actitudes reflexivas y posturas de interrelación. Nuestro ideal (tanto el mío como el del equipo Leona, responsable último del diseño de la muestra y del catálogo, pues juntos hemos compartido muchos días de viajes y de visitas a los talleres de los artistas, y muchas horas de reflexión y de trabajo, desde el proyecto y el continuado intercambio de ideas, hasta la realización final), digo que nuestro ideal sería poder ofrecer un contexto globalizador de lugares lo suficientemente expresivo, y un recorrido sobrio y eficaz, y que ambos ensancharan los límites comunes de una exposición, para que, rehuyendo las condiciones del espectáculo, se favorecieran decididamente las del diálogo.

 

ARTE CIVIL

En los últimos tiempos, especialmente en el último lustro, las comunidades de la cultura —incluido su público— están recuperando un interés vivo por la dimensión social o política de la práctica del arte. La atención a esos objetivos parece estar ahora accionando sus mecanismos aceleradores. Basta, para comprobarlo, seguir el curso de las páginas de cultura en la prensa diaria. Lo cierto es que el mismo contexto y el tiempo de graves turbulencias mundiales en que vivimos, urgen a dirigir la mirada hacia las perspectivas de una ética global, hacia “horizontes alternativos” —que existen realmente— para favorecer una sociedad civil global integradora, interesada en ese auténtico desarrollo humano que sólo será posible si superamos las distintas formas de pobreza y tiranía, si ponemos las condiciones para que pueda oírse la melodía histórica de lo más sustantivamente humano en la pluralidad de las voces culturales” (en expresión de Jesús Conill, en Presentación de Glosario para una sociedad intercultural. Valencia, Bancaja, 2002). En efecto, “detrás de toda cultura late una trama ética, un éthos que debe hacerse explícito en un logos, porque no hay logos sin éthos, y esta conexión se hace vital en las sociedades interculturales”. Dentro de esta perspectiva ética, es lógico que se cuestione asimismo el papel que pueden, deben o tienen que jugar los artistas, aparte de sus declaraciones cívicas y de sus manifestaciones colectivas. Y a nadie puede extrañar que en el proceso de este cuestionamiento no estén resultando fáciles los acuerdos, y que se estén generando conflictos, tanto derivados del desarrollo interno de nuestro propio proceso cultural, cuanto ocasionados por los problemas del contacto directo con el proceso de otras culturas, cuyos valores pueden producir ansiedad, conmoción e incluso crisis cultural en nuestro actual contexto de globalización, inmigraciones, nacionalismos, integrismos religiosos, ideológicos y políticos, y convivencia de culturas.

 

Así, en los cien días de la celebración de la Documenta 11 de Kassel, entre el 8 de junio y el 15 de septiembre de 2002, los comentarios y controversias más insistentes han sido los referidos al carácter excesivamente sociológico de sus propuestas. El comisario de esta convocatoria del encuentro quinquenal de Kassel, el artista nigeriano Okwui Enwezor, dirigió, como interés prioritario, sus selecciones e invitaciones a artistas implicados en explorar el contexto social y político del arte transnacional. Ante Los resultados de conjunto, un crítico italiano explotó: “¡Me parece un asco! Esto no es arte. Es sociología”. Otras opiniones, más templadas, han matizado, en cambio, cómo la Documenta 11 no se ha agotado en los trabajos de dimensión social y, sobre todo, cómo “no cabe por lo demás proclamar un regreso al arte de protesta. No hay en esta Documenta —ciertamente una de las más políticas celebradas hasta la fecha—ninguna obra panfletaria” (Ciro Krauthausen, “La Documenta explora los géneros del arte”, El País, 9 de junio, 2002). En efecto, no se presentó ese tipo de obras difamatorias o de carácter agresivo-denigrante.

 

Lo que, en cambio, sí ha habido en Kassel ha sido un arte que está recuperando niveles importantes de compromiso con la realidad actual, y esa implicación con lo real conlleva, naturalmente, valores o registros de orden ciudadano —o civil—, social y político. A su vez, esos valores o registros resultan más relevantes cuando la práctica del arte se centra en asuntos o motivos de grupo determinantes de nuestro presente y de nuestro futuro, tales como los referidos a la identidad (en la era de la globalización y de las migraciones), los que afectan a la renuncia de la primacía del criterio modernista de originalidad (a favor de trabajos de construcción y de montaje, o de obras interesadas en la cultura en los márgenes, haciéndose prioritaria la observación de lo que crece desde las periferias), la nueva paleta de imágenes vigentes (las fotográficas, mediáticas y documentales, los iconos de personas, lugares, palabras y señales comunes, las imágenes de la cultura urbana, con sus tensiones entre espacio y sociedad, vivencia directa y cultura), los géneros cinematográfico, teatral, musical y sonoro vigentes, las nuevas técnicas de comunicación en estado de expansión, el análisis de lugares y sistemas de información e intercambio, la revisión de sucesos de la historia o de la memoria colectiva...

 

Sin embargo, no hay que olvidar que este contexto temático no sólo ha sido el predominante en la Documenta 11 de 2002, sino que se hizo también nítidamente presente ya en la celebración de la Documenta anterior, la décima, celebrada en 1997. Su misma comisaria, La museógrafa francesa Catherine David, reiteró la explosiva fuerza política del arte (como ha historiado Lupe Godoy, en Documenta de Kassel. Medio siglo de Arte Contemporáneo. Diputación de Valencia, Institució Alfons el Magnánim, 2002), y declaró que “la mayoría de los artistas de la Documenta tienen una postura crítica aun cuando no hagan arte político. Yo creo en las posiciones críticas, aunque esté pasado de moda”. En consecuencia se mostró “consciente de que, a pesar de que en la retórica dominante las obras llamadas sociales o políticas no provocan ningún debate real, la Documenta debe ser el lugar donde las diferentes direcciones artísticas contemporáneas sean confrontadas. Las obras deben estar envueltas en los temas del tiempo y ser críticas, no para poner a la sociedad en el banquillo de los acusados, sino para que esa misma sociedad reflexione. La cuestión es: ¿Bajo qué condiciones es hoy posible una práctica estética crítica ¿Cuáles son las fuerzas de la estandarización, y dónde están las zonas de protesta? Protesta, crítica, intervención, emancipación, diferencia, estos conceptos de debate son parte del vocabulario básico que la Documenta deberá mediar”.

 

Ese mismo cuestionamiento de cúal deba ser la actitud del artista ante los problemas de la sociedad y la cultura fue uno de los motivos centrales del segundo Encuentro Mundial de las Artes, celebrado en Valencia a comienzos del mes de octubre de 2002, bajo el título de La responsabilidad cívica de las artes. Tomás Llorens, coordinador del área de artes plásticas, centro la sesión inaugural del encuentro en fijar como ideas fundamentales y recurrentes de la cuestión “la pérdida de la función referencial y social de la cultura, y la necesidad de encontrar respuestas al peligro que supone su destructiva banalización”. Por su parte, Francisco Jarauta, coordinador del área de diseño y arquitectura, centró su propuesta en “emancipar la cultura para concederle un espacio de posibles y que termine funcionando como punto crítico frente a los estándares culturales [“El Encuentro de las Artes rechaza la mercantilización de la cultura”, El País, 4 de octubre, 2002].

 

No todos creen, en cambio, que ese compromiso civil del arte se esté produciendo ahora. Así, Anthony Giddens, premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en la convocatoria de 2002, a finales del octubre pasado declaraba en Oviedo a la prensa que “vivimos una época de auge del individualismo; cada cual puede construir y reconstruir su vida, incluso rompiendo muchas veces con las tradiciones heredadas. Hoy somos más activos y también más escépticos. Ya no existe ese afán por identificarse con una posición, sea de derechas o de izquierdas, sino que más bien el individuo se interroga e interroga las opciones que le ofrecen los distintos partidos. No me interesa la posmodernidad, porque pone en cuestión la existencia de grandes sistemas filosóficos para orientarnos en el mundo. Yo creo, sin embargo, que las teorías generales son necesarias”. Así, también, el profesor de estética Félix de Azúa, con motivo de la presentación de la edición de su Diccionario de las Artes, en unas declaraciones a Catalina Serra (El País, 1 de noviembre de 2002), afirmaba su convicción de que “el panorama artístico está detenido a partir del minimalismo, cuando se asume que la pieza de arte es una mercancía como cualquier otra y no tiene un rango religioso o metafísico superior”. Y reafirmaba lo escrito en su Diccionario: “No creo que el arte tenga capacidad de hacer crítica política. No dudo de que quiera hacerla, sino de que sea eficaz en términos políticos. Al contrario, me parece de una ineficacia espantosa. Todo el intento de hacer arte político se convierte inmediatamente en un bibelot lujoso y esnob para burgueses que puedan permitirse tenerlo en su casa. Y hablo a partir del papel que tiene hoy el arte, no del que tenía en los tiempos de Goya o del que tenía en tiempos de Gericault. Pero ahora no es posible. Lo que hoy suelen llamar arte político es arte políticamente correcto. Exposiciones sobre mujeres maltratadas, sobre el sida, sobre el papel de la mujer en el mundo islámico... Son secciones de los periódicos, tratadas con un poco más de buen gusto, con fotografías un poco mejores, pero no dejan de ser una prolongación de los medios de formación de masas. ¿Qué función les queda a los intelectuales? Los intelectuales no tenemos ninguna función, y los que se creen tenerla se convierten en instituciones y son ridículos, como Günter Grass, o estos personajes que creen ser muy influyentes y en realidad son puros apéndices de la administración”.

 

Ahora bien, frente a la disyuntiva de afirmar o negar la viabilidad actual de un arte político o social, de un arte comprometido, crítico o de contestación, según los modos tradicionales, cabe la confianza de recurrir o de inventar unas maneras otras de “arte de acoplamiento regenerativo con lo real” —en denominación del novelista alemán Thomas Hettche—, ya que “las ficciones tienen el poder de expresar momentáneamente algo cierto sobre el mundo y las personas. Algo que sólo puede ser expresado en imágenes e historias, y que, no obstante, entiende el lector (o el espectador) inmediatamente. Son los momentos de la veracidad, y sólo por ellos existe la literatura y el arte en general”. Estamos hablando, pues, de un arte civil o cívico, que no desea rehuir el testimonio, sino que (como ha escrito el premio Nobel de literatura de 2002, el húngaro superviviente de Auschwitz, Imre Kertész, en su texto de agradecimiento en la recepción del Premio Hans-Sahl. Del Círculo de Autores de Alemania) lo afronta “no fiándose de ideología alguna, ni de doctrina redentora alguna, sino siendo paciente con nuestros semejantes y no siguiendo recetas, sino analizando las cosas por uno mismo paso a paso”. Estamos llamando, pues, civil a un arte que se ocupa y preocupa de las cosas que rodean y que está viviendo su autor, y que (en palabras recientes de Antoni Muntadas, publicadas en el número de Babelia correspondiente al día 23 del pasado noviembre, en anticipo a su actual exposición en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona) es un arte “que puede jugar un papel de sensibilización respecto a determinadas cosas, pero seríamos ingenuos si pensáramos que las arreglaremos. Aunque evidentemente hay la voluntad y la intención de dar a conocer estos materiales y de sensibilizar lo máximo posible. Y hay cosas que cuantas más veces se digan y de diferentes maneras, mucho mejor. (...) Los escritores y artistas tienen un papel que jugar. Y no desde una visión pretenciosa ni algo parecido; simplemente como un intento de transmitir estas preocupaciones. Ahora, si lo que se busca es efectividad, entonces hay que pasarse a la publicidad o a la política. Arte y efectividad no se llevan demasiado bien”.

 

En tres exposiciones del ciclo Figuraciones los responsables de sus textos introductorios de cómo algunos de los artistas por ellos seleccionados trabajan implicados en temas o en criterios antropológicos, sociales y socioculturales, priorizando sus actitudes políticas y éticas. Así, Miguel Fernández-Cid habla de cómo la nueva generación de artistas gallegos —formulada a partir del hito de la exposición 30 anos no 2000. Artistas galegos para un cambio de milenio, celebrada en el Auditorio de Galicia en 1994— se siente introducida en un debate, que se reconoce como “parte de un tejido social, de aires novedosos”. Indica cómo en estas prácticas se incluyen y mezclan referencias próximas, referencias rescatadas de una especie de ideario contemporáneo y referencias de procedencia visual fotográfica, televisiva, virtual, constituyendo ficciones de vocación narrativa, para las que se planifican escenografías con juegos de miradas y situaciones aludidas en propuestas de fondo más social. Y concluye que se trata de una estética “que quiere ser global y minuciosa, contaminando lo cotidiano”.

 

Por su parte, Juan Fernández Lacomba, tratando del nuevo panorama de la práctica del arte en Sevilla, se extendió bastante más en este género de consideraciones, destacando cómo se están desarrollando ahora “posiciones que van desde la contemplación distanciada o implicada, hasta el placer del análisis de la imagen misma. Construcciones de espacios metafóricos, simulaciones y cuestionamientos morales, reacciones a la pérdida de sujeto, ficciones futuribles, concreciones y cortocircuitos psicológicos”, y subrayando la capacidad personal y la intensidad de que son capaces muchos artistas sevillanos jóvenes “al articular lenguajes y hacer transmitir ideas, juicios, efectos y consecuencias de la vida presente”. Muchos de los artistas seleccionados por él para este proyecto coinciden en dos propósitos: “escenificar ideas” y “comunicar con la pretensión de participar en un debate de cuestionamiento de la vida y de los principios sociales de convivencia moderna”. Su temática se centra en “codificaciones de las actividades de la vida urbana”, elemento base que organizan y construyen en un argumento simple y complejo a la vez. Muchos de estos artistas emergentes buscan “inmediatez y efecto comunicativo, donde se ponen de manifiesto presupuestos correspondientes a campos semánticos, lecturas sociológicas, juicios, estrategias y conceptos sutiles que insisten en una descarada resistencia a la pérdida del papel del autor. Como antítesis de la disolución del yo, que en su misma radicalidad cuestiona la pérdida del sujeto esgrimida en la sociedad contemporánea”. También se detiene a analizar cómo algunos de los artistas seleccionados se significan por utilizar “lugares y espacios connotados de ausencia, tanto de orden doméstico y familiar como públicos e industriales, optando por un arte de improvisación constructiva: por organizar presencias reductivas que hablan y se refieren a sí mismas en su propia materialidad, tanto denotativa como inevitablemente connotativa de orden social”. Otros, en fin, se significan por “plasmar una lectura y representar esa mirada personalizada, entre fascinada y perpleja, hacia/por un mundo regulado por deseos inciertos y personalidades fascinantes: tigres, rockers, duros cinematográficos de barrio, chicas derrotadas, tribus urbanas y conjuntos heavy metal..., toda una iconografía, diríamos, socialmente de serie B”.

 

A su vez, Teresa Blanch, como comisaria de Figuraciones de Barcelona. Partículas sociales, centró el conjunto de la exposición en prácticas artísticas referidas al plano social, los círculos sociales y la esfera social, como “campos figurados de interrelación donde se producen niveles y equidistancias mesurables entre los individuos, controlables, en definitiva tranquilizadoras tanto para el ser inserto dentro, como para el que observa y analiza desde fuera”. En su texto Nuevas geometrías de lo social, Blanch trata de que “el individuo desde sí mismo ha hecho estallar esa planificación de lo social. El propio ser humano, en sus incertidumbres, en sus flujos de correspondencias y divergencias con lo que es común a todos, en su desengaño del proyecto personal intacto, en su desentenderse de lo intransferible, en su atención prioritaria a las propias fugas, interferencias o equívocos internos, ha construido otra dimensión de lo social. No hay territorio donde lo supuestamente social, lo plural, pueda ubicarse. El hombre singular ha provocado el desmayo del lugar para todos, sustituyéndolo por un espacio de redes de flotación, de concatenación. De esta manera el propio individuo se constituye a sí mismo como nódulo, como nódulos infinitos de unas redes de lo social continuamente cambiantes, continuamente puestas en cuestión, que incesantemente evocan nuevos órdenes, o, mejor dicho, nuevos desórdenes, nuevas reacciones y también nuevas cesuras. Éstas son las nuevas partículas sociales que en estos momentos están explorando una gran mayoría de artistas de Barcelona”.

 

De esas tres exposiciones del ciclo, nosotros hemos elegido cinco proposiciones de arte civil: las de los catalanes Antoni Ortega y Javier Peñafiel; la del tándem sevillano María Cañas/Juan Francisco Romero; y las de los gallegos Vicente Blanco y Salvador Cidrás. Sin embargo, durante la elaboración de esta exposición se han sumado a este registro de arte civil otros dos artistas que nosotros habíamos invitado a participar con propuestas diferentes, en atención a las obras con que se habían significado en las muestras previas del ciclo. Han sido los valencianos Juan Cuéllar y Joël Mestre, que han preferido intervenir en esta ocasión con trabajos de orden cívico, declinando presentar propuestas magicistas, de dentro de la pintura metafísica, en la que tanto se han significado. De todos ellos nos ocuparemos en las notas respectivas que en este catálogo dedicamos a cada proposición. En su conjunto, son artistas que, más allá del individualismo o del solipsismo, están convencidos de que existe, en efecto, otro al que dirigirse; y de que la obra de arte no puede resolverse en los dominios del arte o por el arte o de la aimable distraction; y de que hay que repensar la condición del arte en este estado general de culto eufórico y trivial a las imágenes; y de que todavía la imagen puede levantar una transcendencia de la que ese otro se había olvidado.

 

MAGICISMOS

En lo referente a la práctica del arte, la mentalidad posmodernista ha adoptado una doble actitud de miradas atrás: la de los posmodernistas reaccionarios, que, ante la crisis de la modernidad entendida como fracaso de la rebelión vanguardista a raíz de infiltrar en la vida cotidiana los “criterios nocivos del desarrollo ilimitado de la personalidad propia, el predominio de la experiencia personal y el subjetivismo de una sensibilidad hiperestimulada”, postulan —con Daniel Bell— un retorno duro al tradicionalismo; y la de los posmodernistas no conservadores, o de resistencia, quienes opinan que la crisis de la modernidad no equivale a su fracaso, sino a una pérdida de su “carácter de desafío al orden cultural de la burguesía y a la falsa normatividad de su historia”, al haberse dejado asumir por las pautas del mercado y de la cultura oficial, siendo necesario —como escribe Jürgen Habermas— “establecer alternativas para recuperar la modernidad, desarrollando instituciones que pongan límites a los imperativos administrativos y económicos que constituyen en la actualidad un sistema de poderes casi autónomo”, y urgiendo asimismo “reconstruir el modernismo, no para reescribirlo, sino para desarrollarlo y proyectarlo a horizontes inéditos”.

 

Dentro de esta segunda orientación de miradas atrás sobre las propias vanguardias, estamos asistiendo en los últimos tiempos a una larga serie de revisiones y de recuperaciones, en las que los realismos, y en especial las tendencias realistas magicistas, se han ganado una consideración aventajada. En lo que atañe a los realismos en general, la personalidad de Jean Clair, el famoso director del Museo Picasso de París, se considera como la de un pionero que ha sido capaz de proponer nada menos que una nueva lectura del arte del siglo XX en clave de realismos, a través de sus escritos y, sobre todo, a través de su comisariado de exposiciones tan importantes y controvertidas como la titulada Identidad y alteridad. Una breve historia del cuerpo humano a lo largo del último siglo, celebrada como eje de la Bienal de Venecia de 1995, bienal que festejaba su centenario aquel año, siendo el propio Clair su comisario general. El arranque oficial de estas recuperaciones posiblemente fuera la muestra monumental dedicada a Les Realismes. 1919-1939, celebrada en París entre diciembre de 1980 y abril de 1981. Y en cuanto a los realismos magicistas, las primeras grandes revisiones internacionales comenzaron por la pintura metafísica italiana, en la que insistieron la Royal Academy of Arts de Londres (1988) y el Palazzo Grassi de Venecia (1989) con la importante retrospectiva Arte italiano. Presencias 1900-1945, exposición que, ampliada, pasó al Centro de Arte Reina Sofía (1990), con el título Memoria del futuro. Arte italiano desde las primeras vanguardias a la posguerra.

 

Por aquellos mismos años apareció entre los artistas españoles más jóvenes un propósito de volver, en su práctica, sobre la escuela metafísica italiana, de la que supieron aprender lecciones de trascendencia y de literatura, siendo el pintor soriano Dis Berlin el adelantado y animador de aquel grupo, que se desarrolló preferentemente en Valencia, dada la estrecha vinculación de este artista con el ámbito levantino. Como ha escrito Juan Manuel Bonet en su introducción a la muestra Figuraciones. De la Valencia metafísica, dentro de este ciclo nuestro, cuando Dis Berlin “decidió organizar unas colectivas de tendencia a escala nacional, colectivas que tuvieron por escenario el festival murciano de Contraparada (1991), y las galerías madrileñas Buades (1991) y Columela (1992), buscó para ellas un título explícitamente chiriquiano, El retorno del hijo pródigo, reuniendo pintores como Ángel Mateo Charris, Manuel Sáez, Andrea Bloise, José Manuel Calzada, Juan Correa, Antonio Doménech, Damián Flores, María Gómez, Angie Kaak, Pelayo Ortega o Antonio Rojas, entre otros. El principal denominador común de aquellas muestras era la pintura italiana de aquel ciclo. Los metafísicos, los Valori Plastici, los novecentistas, los partidarios del retour á l’odre y el ritorno al mestiere, no sólo le han interesado a él, sino que también se han acercado a ellos, con provecho, todos los neofigurativos valencianos, y muy especialmente Manuel Sáez, Marcelo Fuentes y Joël Mestre, que han sido, en distintas fechas, becarios en nuestra Academia de Roma”. El éxito de esta pujante línea (que no escuela) neo metafísica valenciana fue tan fulgurante que ya en 1994 el propio Juan Manuel Bonet y Nicolás Sánchez Durá le organizaron una primera revisión, la exitosa muestra itinerante Muelle de Levante. Las entidades valencianas que mayor atención han prestado al desarrollo de esta pintura neo metafísica han sido las galerías My Name ‘s Lolita Art, Val i 30 y La Nave, y el Club Diario Levante, siendo en estos últimos años el eje Valencia-Madrid el de los principales escenarios del retorno español a la figura.

 

Podemos entender esta preferencia de muchos de nuestros artistas emergentes por la pintura metafísica italiana a partir de la consideración de su coincidencia en unos mismos modelos de referencia: los de la tradición clásica. Tomás Llorens, en su “Prólogo al Arte Italiano” (en Memoria del futuro, Bompiani/Centro de Arte Reina Sofía, 19901 ya apuntó que “como ocurre con la del arte español, la historia del arte italiano del siglo XX resulta irreductible a lo que podríamos denominar el canon evolutivo del arte moderno. (...) Tanto en Italia como en España la ruptura artística que el siglo XX trae consigo tiene como referente dialéctico una tradición clásica todavía muy potente y culturalmente operativa”. Por lo tanto, resulta comprensible que, desde una atmósfera posmodernista vigente, la búsqueda de un presente de la memoria propia, característica de estos artistas de nuestras generaciones últimas, se haya orientado y se haya sentido a gusto en relación con La voluntad de los metafísicos italianos de entreguerras, quienes igualmente fundamentaron sus búsquedas plásticas “empujando al pasado a injertarse en el futuro”. En ese pasado de arte metafísico, nuestros pintores emergentes conectan, a la vez, con la modernidad crítica y con una tradición de clasicismo vivo y cambiante que nos pertenece y justifica. No se trata de aceptar la tradición como una regresión o como una rémora, sino como “un ahondar en una construcción que acepta la historia. La visión del sujeto cambia con los tiempos y, si pasado era sinónimo de superado, en pocos años se convierte en diferenciación y contraposición al manierismo de lo nuevo. Los artistas ya no creen en un progreso lineal, continuo e irreversible, que se desarrolla según un modelo único y constante. Es más, son conscientes de que la historia se expresa mediante ritmos y construcciones; no es inmóvil, sino que cambia”, (Germano Celant, Memoria del futuro. Ob. cit.). De otra parte, nuestros emergentes encuentran en los metafísicos italianos, en Giorgio de Chirico y en Alberto Savinio especialmente, una constancia formidable de tiempos suspendidos y de espacios urbanos deshumanizados, en los que la narración de las previsiones se congela, y el misterio se refugia. Queda, como entonces ahora, el silencio vigilante del artista, y la desconfianza en la adecuación directa que pueda tener el arte con la solución de los problemas socioculturales.

 

No hay que olvidar otra circunstancia cultural que, en mi opinión, opera marcadamente en favor de este interés de nuestros pintores jóvenes por unas prácticas asociadas a la estética y a las maneras de los realismos mágicos de la tradición modernista: me refiero al fenómeno vigente de la semiotización de la cultura, movimiento característico del espíritu de nuestra época, “en virtud del cual las sociedades toman conciencia del carácter de signo de sí mismos que revisten todos los objetos que nos rodean (incluyendo aquellos que llevamos puestos)” —como escribe José Luis Pardo en un artículo reciente, “La mirada densa” (El País, 29 de noviembre, 2002), comentando el alcance de la exposición que actualmente dedica el Centre Georges Pompidou de París a la figura del crítico Roland Barthes—. A través de esa mirada densa, se ha producido en el dominio de las artes una apreciación progresiva del universo de los objetos, trivializados en las sociedades de consumo masivo, descubriendo que “todo objeto, por muy útil que sea, comporta, además de su estricta materialidad o de la funcionalidad con la que justifica su ingreso en sociedad, la condición de significante de un mensaje que circula eficazmente aunque sus mismos usuarios no tengan conciencia de él. (...) Lo que podríamos llamar la mirada semiótica es esa perspectiva merced a la cual el mundo oscurecido y desdeñado de los objetos útiles se puebla de una extraña densidad que los torna de pronto ostensiblemente visibles, magníficamente exhibidos a una conciencia que nada sabía hasta entonces de su secreto brillo”. Creemos que, en busca de ese esplendor secreto de la realidad circundante, están operando ahora no sólo los semiólogos, sino también los artistas de las generaciones más recientes, intentando rastrear el significado impreciso —y, por tanto, poético— de que son transmisores esos objetos y realidades anónimas.

 

Resulta notorio que esta perspectiva semiótica enlaza con el mito moderno en formación que declaraba su espíritu en la obra metafísica de Savinio y de su hermano De Chirico, y asimismo con los postulados del realismo mágico centroeuropeo fijados por Franz Roh, y, por supuesto, con el movimiento surrealista hiperilusionista y con las precisiones de André Breton sobre el mundo de los objetos. Así, en una página de Savinio ( Tales y Pitagoras. La fiera Litteraria, Roma, 13 de febrero, 1948) bien claramente se expresaba que si la poesía y la pintura metafísicas tenían un carácter propio era precisamente “el de estar no más allá sino más acá de la física, o mejor dicho dentro de la física. (...) Para muchos, la poesía viene de fuera a las cosas, las penetra, las anima; para otros, como yo, la poesía no viene de fuera, sino que nace de la cosa misma: del fondo de cada cosa”. Sobre ello coincide literalmente Breton, insistiendo sobre “la interrogación metafísica propia de esta época, cuando la relación entre los objetos nuevos de que ésta debe servirse, y de los objetos antiguos, abandonados o no, resulta ser una relación de las más turbadoras en lo que respecta al sentimiento de fatalidad”. Y ese mismo es el concepto de penetración al que instan reiteradamente las pinturas de fuerte apariencia realista de los realismos mágicos de entreguerras, en los que, como dice Estrella de Diego, hay siempre “algo distorsionado, algo huidizo, que sólo parece estar, que se escapa: ésa es la revolución de los artistas próximos a estos movimientos, el modo último de demostrar cómo romper la ventana albertiana —o anhelar romperla—. (...) Más aún: es probable que después de tantas distorsiones, de tantas revisiones, reescrituras y rupturas, regresar a la observación de la realidad, volver a los ojos de entomólogo, a la mirada del microscopio, sea al fin una aportación revolucionaria también. Igual que el cine y la fotografía de esos años se acercan a una realidad desnuda, pura, absoluta, con un distanciamiento casi científico, la mirada de los pintores se transforma y, al hacerlo, subvierte algunas de las convenciones clásicas de la propia pintura figurativa”. Con los nuevos realistas, “las cosas cotidianas, las cosas de las ciudades —los objetos modernos—, se presentan como una suerte de retrato, como una pintura con relato, el que captura las visiones modernas —de las ciudades— con una mirada desvestida, capaz de mirar hasta las extremas consecuencias, aquella mirada específica de un ojo que, de alguna manera, reemprende un camino de regreso: volver a mirar”. (Visiones huidizas, catálogo de la exposición del mismo título, Madrid, Fundación Carlos de Amberes, 2001).

 

En nuestro ciclo de Figuraciones, además del citado grupo completo de pintores seleccionados por Juan Manuel Bonet para la exposición De la Valencia metafísica, el profesor Javier Barón incluyó en la muestra Figuraciones del Norte algún que otro artista que, individualmente, utiliza un lenguaje narrativo “a menudo con derivaciones a un mundo mágico muy personal, que no ahorra alusiones al entorno inmediato del artista. (...) A veces su mundo es el de las figuraciones de la segunda y tercera década del siglo XX”, y citaba expresamente al realismo mágico, la Nueva Objetividad y Balthus. A su vez, Guillermo Solana invitó a la muestra Figuraciones de Madrid. De un lugar sin límites a un par de pintores de registro magicista, que “interrogan a la realidad para descubrir su otro lado”. Y citaba sus relaciones con tres referentes: De Chirico, los surrealistas y Giacometti. También Juan F. Lacomba seleccionó para Figuraciones de Sevilla /Horizonte 2000 dos propuestas de realismos magicistas, advirtiendo que son varios los pintores jóvenes andaluces que demuestran un “interés por lo onírico, lo surreal”. En el caso de los que él seleccionó Los remitía, de una parte, a “una meta figuración, donde la imagen magmática y compleja, que con frecuencia se organiza de manera autosuficiente y teatral, alude y se refiere a aspectos y facetas de lo real, siempre en narración gráfica de aciertos y valores estilizados de fuerte expresividad y sugerencia”; y, de otra parte, aludía a una tendencia magicista en la que aparecen “representaciones o escenografías, muebles, cuya organización estratégica de los elementos tiene un papel relevante a la hora de los contenidos y de la recepción de las intenciones de los autores, generalmente de orden alusivo: metáforas y discursos poéticos de base regenerativa o esencialista, la introspección, la identidad, el mundo de la conciencia, el papel de los sentidos, la propia memoria, la permanente transformación, el papel de la cultura”.

 

Entre todos esos artistas, tan diversos, hemos invitado aquí a los metafísicos Juan Cuéllar, Joël Mestre y Antonio Rojas; y a los sevillanos Miguel Pereñíguez y hermanos Rosado. En cualquier caso, Cuéllar y Mestre han deslizado sus propuestas a dominios del arte civil, sin tener para nada que forzar los registros de su práctica, y permaneciendo patente la impronta magicista de su lenguaje. El testimonio de Rojas es, pues, el que en la exposición marca más nítidamente el canon metafísico. También Miguel Pereñíguez, al preferir trabajar en esta ocasión con Rubén Guerrero, ha introducido su propuesta en los terrenos del testimonio civil, aunque en los capítulos de su relato Pereñíguez y Guerrero hagan dialogar datos efectivos de lo ético con símbolos herméticos de lo maravilloso. Por su parte, los hermanos Rosado, al insistir en cuestiones centradas en el motivo de la identidad, se mueven una vez más en territorios temáticos frecuentados por la actual práctica civil del arte, por más que el carácter magicista de su narrativa igualmente se reafirme. Todo ello subraya el registro deslizante de las actuales prácticas figurativas, al que antes nos hemos referido. En todo caso, un clima especial de magicista descubrimiento de la psique de las cosas —lo que llamaba Savinio, hablando de El nacimiento de la tragedia, la poesía interna del universo— sobrevuela el conjunto de estas cinco proposiciones.

 

ESTADOS DE FRONTERA

Desde hace más de un siglo, desde cuando Claude Monet insistía en la disolución atmosférica del paisaje y, sobre todo, en captar los elementos más efímeros de un momento cambiante, introduciendo en el cuadro un mundo nuevo de sensaciones de color y de luz, reafirmando La realidad visual como metamorfosis de luces y sombras, por encima de la transcripción mimética del modelo, desde entonces la pintura se viene enfrentando con los problemas de la descripción verificable y de la identidad de lo pictórico como cosa válida de por sí, “como objeto creado con sus propios derechos, su propia estructura y sus propias leyes que trascienden y son diferentes de cualquier propiedad que pueda tener como ilusión o imitación del mundo de la naturaleza y del hombre”, (H. H. Arnason, History of Modern Art, Nueva York, Harry H. Abrams, 1968). Fue tan fuerte aquella sacudida, que desde entonces nos debatimos en concebir la aventura impresionista o bien como el capítulo final de la pintura renacentista, o bien como el inicio del arte de la modernidad, un arte basado progresivamente en la exploración de las texturas matéricas y en el valor expresivo del color, en el cubismo y en la pintura abstracta.

 

Pocos años después, André Derain confesaba en una carta a Vlaminck, fechada en 1905, su zozobra al respecto de si el pintor debería representar fielmente el mundo, o de si debería definitivamente abstraerlo: “La verdad es que hemos llevado el problema a una fase muy difícil. (…) Si rechazamos los usos decorativos, la única orientación que podemos seguir es la de purificar esta transposición de lo natural. Pero hasta ahora esto sólo lo hemos hecho con el color. En nuestra concepción de la pintura faltan el dibujo y otras cosas más. Verdaderamente, yo veo el futuro en términos de composición, ya que trabajando directamente delante de la naturaleza me siento esclavo de tantas cosas triviales, que pierdo la necesaria inspiración. No puedo creer que el futuro siga nuestro camino: por una parte tratamos de liberarnos de las cosas objetivas, y de otro lado las preservamos como el principio y fin de nuestro arte”. Sin abandonar la ambigüedad de esa frontera, su compañero Matisse resolvería entonces composiciones tan independientes y definitivas como Lujo, calma y voluptuosidad (1904- 05) y Alegría de vivir (1905-06).

 

Por este sendero de un arte figurativo y al mismo tiempo progresivamente antinaturalista, la temática se acabó convirtiendo en mero pretexto de la pintura. Pero no sin polémica. En 1936, en el Primer Congreso de Artistas contra la Guerra y el Fascismo, Meyer Schapiro defendía en Nueva York la importancia y la continuidad de los géneros de la tradición, enfrentándose a las prácticas vanguardistas, en las que “los colores y las formas son separados de los objetos, y ya no pueden servir como medios para reconocerlos. El espacio dentro de los cuadros no puede recorrerse; sus planos aparecen confusos, y el todo está organizado de una manera fantásticamente intrincada”. Como ha analizado Thomas Crow (El arte moderno en la cultura de lo cotidiano, Madrid, Akal, 2002), este tipo de críticas contra el hecho de que la abstracción se apoderara del prestigio de la pintura de historia, incluía una recuperación de las ideas estéticas aristotélicas, postulando “un arte que se haga las mismas preguntas que se hacen las masas empobrecidas y las minorías oprimidas”.

 

Cualquier género de abstracción suponía, pues, en aquellos años un enlace con la concepción elitista del arte, elitismo implícito curiosamente en la concepción de lo estético propia del ideario académico europeo, donde personalidades artísticas de la talla de Joshua Reynolds convenían en “definir la calidad de ciudadanía, dentro de la república del gusto, por la capacidad del individuo de abstraer de lo particular: ser capaz de captar las regularidades constantes tras los fenómenos visuales significa tener una amplitud de visión suficiente para ganarse el interés general del cuerpo político de los ciudadanos. Esta capacidad es exclusiva de una minoría bien criada”. Pues bien, aquella concepción —como señala Crow— se esgrimiría hasta finales del XIX a favor de la abstracción en el arte de la pintura.

 

La crisis de la representación se fue prolongando en esta línea densa de ideas y de prácticas. Así lo subrayaba en los años sesenta Michael Fried, sosteniendo que “la historia de la pintura desde Manet hasta hoy, pasando por el cubismo sintético y por Matisse, puede caracterizarse como la de un gradual abandono por la pintura de la tarea de representar la realidad, o la de un abandono por la realidad del poder de la pintura para representarla”. (M. Fried, ‘’Modernist Painting and Formal Criticism”, en The American Scholar, n°. correspondiente al otoño de 1964).

 

Así pues, la actual vuelta a la figuración de una parte de nuestro arte joven, sin abandonar al propio tiempo la abstracción, viene a constituir un regreso no trivial, que cuenta con representantes y antecedentes inmediatos de la relevancia y significación de Richter. Siguiendo el texto de las interesantes Conversacioncs con Gerhard Richter, de Benjamin H. D. Buchloh (traducción castellana, en el catálogo de la monográfica que el Centro de Arte Reina Sofía dedicó al pintor en el verano de 1994), podemos establecer algunas perspectivas iluminadoras, no sólo sobre el arte del famoso pintor de Dresde, sino asimismo sobre las prácticas de ese elenco numeroso de pintores españoles emergentes que trabajan en estos territorios o espacios de frontera, estableciendo —en palabras de Javier Barón— una peculiar “dialéctica entre el ilusionismo y la materialidad de la pintura”.

 

La realidad de su contexto es la de que, desde los años ochenta, con la tolerancia o aceptación prácticamente unánime de una diversidad formidable de tendencias simultáneas y con la desaparición de cualquier tipo de etiqueta perentoria, se ha impuesto un clima de eclecticismo y de errancia sobre la escena artística contemporánea, que la anima mucho más que cualquier dictado o manifiesto.

 

En consecuencia, la mayoría de los artistas actuales no se sienten molestos si son acusados de eclecticismo. “Ni siquiera me inquietaba el hecho de que mi obra pudiera ser ecléctica” confiesa Richter a Buchloh. Y el caso de Richter resulta especialmente significativo, ya que desde 1966 alterna simultáneamente series de cuadros abstractos (los célebres muestrarios de colores de sus comienzos) con ciclos de obras figurativas de fuerte carácter objetivante, tomadas de fotografías (en un principio, paisajes), implicando, además, criterios estéticos del arte conceptual y principios formales minimalistas. ¿Cómo explica el pintor la pertinencia de esta simultaneidad?

 

Respecto a la obra no figurativa, Richter matiza que los muestrarios de colores tenían más que ver con el pop art que con la abstracción. “Yo reproducía muestrarios de colores y el interés de esas pinturas procedía de que estaban dirigidas contra los esfuerzos de los neoconstructivistas, Albers, etcétera”. Buchloh le replica “Así pues, ¿se podría decir que tu abstracción es más bien un ataque contra la historia de la abstracción europea?”. Y Richter vuelve a matizar: “Un ataque contra la falsedad y el fervor de la celebración de la abstracción con una deferencia hipócrita: un arte de devoción, con esos cuadros..., con ese artesanado de capillita”. Lo importante de este punto de arrancada está, pues, en la negación de que en la práctica pictórica actual pueda distinguirse con propiedad entre representación y abstracción, supuesto que cabe reproducir dentro de la abstracción, o, lo que viene a ser igual, ciertas representaciones equivalen a una abstracción. Por eso la confesión de Richter, sobre este punto, termina reconociendo que “en cuanto a mis muestrarios de colores, en el fondo procedían simplemente de la desgracia de no saber yo cómo ordenar inteligentemente —y libremente— los colores... Intenté llevar a cabo esa ordenación de la manera más bella y menos equívoca”. O sea, que en aquella serie concreta la abstracción estaba más en el modelo que en el cuadro.

 

En cuanto al ciclo de pinturas realizadas a partir de fotografías, (que tenían un carácter antiartístico, al negar la firma, la idea del original y lo creativo], cuando Buchloh pregunta a Richter si aquellas obras figurativas “niegan también la idea de un contenido, ya que demuestran el carácter intercambiable, indiferente, de los motivos”, el pintor responde con rotundidad: “No; los motivos nunca han sido indiferentes. Mi trabajo me ha costado encontrar de vez en cuando una foto utilizable. Quizá lo que pasaba era que la foto tenía precisamente la apariencia de ser aleatoria e indiferente. Los criterios que elegían la elección de fotos en mi iconografía eran criterios de contenido. Buscaba fotos que representaran mi presente, lo que me concernía”.

 

A partir de este punto, se plantea un debate, que sigue vigente, sobre representación y contenido. Buchloh niega que el contenido sea transferible a través de una representación icónica. Y Richter se emplea de nuevo en establecer gradaciones, distinguiendo entre reproducción, o mostración, y representación: “En primer lugar, eso no es realmente imposible, ya que un cuadro con un perro muerto muestra un perro muerto. Sólo se vuelve difícil cuando se quiere transmitir algo más, cuando el contenido es demasiado complejo para representarlo a través de una simple reproducción. Pero eso no quiere decir que representar no aporte nada”.

 

Entonces el crítico cambia de rumbo y enfrenta al artista a las series siguientes: la de paisajes alpinos y vistas de ciudades machacadas. ¿Qué contenido o aportación puede darse en ese tipo de figuraciones? El pintor se defiende: “Las hice cuando ya no tenía ganas de continuar con los cuadros sobre fotos. Quería otra cosa, y ya no me interesaba ese decir tan evidente, ese relato tan legible y limitado. Por eso me interesaron esas ciudades y esos Alpes muertos, escombros en ambos casos, algo que no nos dice nada. Era un intento de transmitir un contenido más general”. El crítico da un nuevo paso adelante y le pone al pintor ante los ojos la complejidad y antagonismo de sus mezclas, para llegar a un elemento clave de la trayectoria de la pintura en la modernidad: el antagonismo (¿o la interacción?, nos preguntamos nosotros) entre pintura figurativa y pintura abstracta. Éste es su planteamiento: “Pero, si lo que realmente te importaba era el contenido, ¿cómo explicas la introducción simultánea, en tu obra, de cuadros no figurativos? (...) El antagonismo entre la pintura que representa y la pintura que reflexiona sobre sí misma es justamente uno de los dilemas del siglo XX. Y en tu pintura ambas posturas están muy próximas. ¿No se habrán reunido (figuración y abstracción) para mejor dejar en evidencia su insuficiencia o su fracaso?”. Richter contesta categórico: “Su fracaso, no. Siempre sus insuficiencias”. Benjamin Buchloh tampoco ceja: “O sea, que la simultaneidad de las estrategias opuestas de reproducción y autorreflexión no implica que éstas se anulen entre sí, sino que, por el contrario, son intentos de concretar esa exigencia de la pintura gracias a medios diferentes?”. Entonces el pintor acepta: “Sí; es más o menos eso”. Y ambos se enfrascan en cómo el pintor de finales del siglo XX es y se siente heredero de una doble tradición de pintar: la de la ruptura del arte abstracto y la de la tradición renacentista y barroca, que, en palabras de Richter es “la de una prodigiosa cultura del arte en general, cultura que hemos perdido, pero de la que siempre seremos deudores”. Y centra la cuestión vigente en la pérdida del justo medio: “Pero la función de representación de lo real no basta para explicar esa calidad (la de la tradición). Incluso sin existir la fotografía, habríamos perdido la perfección de la ejecución, la composición y todo lo demás. (La literatura y la música están en una situación igualmente lamentable.) La verdadera razón la veo en la pérdida del término medio”.

 

Pues bien, este mismo complejo y rico debate sigue vigente en buen número de nuestros pintores jóvenes que practican la pintura desde el eclecticismo o, en todo caso, desde el dilema (que no desde la contradicción) de la figuración y de la abstracción. También trabajan desde una actitud en la que ahora ya no se dividen, sino que se solapan —como en Richter, a nuestro entender— posiciones de posmodernidad reaccionaria y de posmodernidad de resistencia. Asimismo matizan y alteran con complejidad creciente el uso de la imagen fotográfica como modelo. Distinguen entre plasmación y representación. Están vivamente interesados en cuestiones a cerca del contenido, situándolo por encima de las facultades retóricas de la pintura, a las que entienden como posibilidades ya definitivamente perdidas, tratando ahora de alcanzar posibilidades nuevas, a partir del propio contenido del cuadro. Desconfían de una pintura de registro declamatorio o de carácter romántico, aunque se interesan por el dominio de los elementos plásticos, que no conciben como “fenómenos que sólo remiten a sí mismos”, sino que constituyen “bellos métodos y bellas estrategias que sirven para producir el cuadro”, en el cual “no se intenta otra cosa que reunir, con la mayor libertad posible, y de manera viva y viable, las cosas más diversas y más contradictorias. Y no paraísos...” Igualmente valoran como cualidad primordial el carácter abierto del cuadro, la carencia de cierre en la pintura.

 

Casi todos los comisarios del ciclo Figuraciones se han referido y han seleccionado a artistas que trabajan en esta tercera vía, o cuerda que suele hacer de frontera entre las laderas o declives figurativo y abstracto del arte de la pintura. Así, Javier Barón acusó “la dialéctica entre la estricta y desnuda materialidad de la pintura (que se muestra como objeto) y su representación ilusionista en el lienzo pintado. Esa superposición o colusión de lenguajes aparece como la consecuencia inexorable de plantear hoy, a fondo, el problema de la representación”. Y seguidamente aludía a la resonancia richteriana de muchas de estas prácticas actuales.

 

Guillermo Solana se refirió a cómo muchos de estos “pintores nuestros tienen una manera de pintar atenuando, disipando, la presencia táctil y rotunda con veladuras, creando un limbo en torno al objeto, envolviéndolo en una ausencia a la vez espesa y leve, trocándolo en fantasma. Otros nos proponen escenarios vacíos, silenciosos y ambiguos. Son pintores del aire (...), con el empeño por devolver a los objetos su condición fluctuante, adelgazando y disolviendo sus límites”. Y citaba la abstracción de carácter romántico y nórdico estudiada por R Rosenblum.

 

Fernández Lacomba trató de cómo en estos pintores nuestros “la necesidad de contar o de representar se ve mermada o acentuada, según los casos, por el propio proceso de ejecución de la puesta de la pintura, afectando al modo de entender la forma, en su distribución y ejecución. La capacidad de abstracción, de sentir la propia materia pictórica y de articular signos abiertos o eclécticos, muy frecuentemente hallados en el mismo proceso creativo como respuestas y encuentros fortuitos, complementan una visión más eficaz que la propuesta inicial de partida del cuadro. (...) De hecho el pintor no renuncia a imágenes ni a referencias, más bien las utiliza para así ordenar su propia memoria sensitiva, articulando una materia pictórica que en su misma expansión ejecutiva desea un espacio para delimitarse a sí misma. Entra en un juego de superposiciones y simultaneidades visuales, donde lo formal, las propias calidades pictóricas de la superficie, Lo figurativo y los gestos de raíz informalista conforman imágenes-signos que adquieren valores determinantes en los resultados”.

 

Fernández-Cid, por su parte, hizo referencia a cómo en estos pintores “la adopción de la figuración, de la representación, se produce de modo lateral, claramente distanciado del territorio tradicional del realismo, replanteándose su sentido y su lugar”. Y matizó el interés por “trabajar en una línea limítrofe, situándose mentalmente en la pintura, pero añorando la referencia (al tiempo que se rechaza la evidencia, la aparición visible de la referencia)” en beneficio del efecto plástico, “de cierta indeterminación controlada”.

 

Del numeroso grupo de artistas que trabajan desde estos espacios de frontera y que han tomado parte en el ciclo Figuraciones, nosotros hemos invitado a esta exposición a cuatro, de planteamientos estéticos y de lenguajes efectivamente muy diferentes: José Ramón Amondarain, Pedro Morales Elipe, Manu Muniategiandikoetxea y Alberto Reguera, siendo quizá su coincidencia más notable la de alterar la pintura a través de procedimientos referidos a la estructura compositiva, manteniendo además un concepto innovador de abstracción: la abstracción redefinida, en expresión bien expresiva y todavía reciente de Demetrio Paparoni. En estos pintores, sus obras provocan fácilmente asociaciones y análisis, al tiempo que recuerdan experiencias de lo inmediato, que van desde la visión romántica de naturaleza a la mirada cotidiana sobre lo doméstico, reafirmando siempre en sus cuadros lo factual, y, a través del dominio y el libre uso de los elementos plásticos, la condición más noble, superior, de la pintura que podríamos adjetivar de estrictamente pictórica.