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RETRATO DE GRUPO EN UN PAISAJE ESPAÑOL

 

Título: Retrato de grupo en un paisaje español

Autor: Bonet, Juan Manuel

Publicación: Catálogo Exposición Otras figuraciones

 

 

De la desorientación que existía en la cultura española hace unos diez años, puede dar una idea el modo en que se difundió entre nosotros el arte conceptual: la rápida aceptación que cosechó, y su no menos rápida caída sin pena ni gloria. El arte conceptual, que ya nos llegaba de América bastante averiado, tomó aquí –por lo general– un cariz político. Le ocurrió lo mismo que al pop, vulgarizado desde Valencia como crónica de la realidad. Las aleluyas político-conceptuales marcaron el comienzo del fin del reinado vanguardista. Sirvieron al menos para que acabáramos dándonos cuenta de que por aquel camino no se iba a ninguna parte.

 

Paralelamente al hundimiento del arte conceptual, se produjo un fenómeno insólito: la aparición de cuatro pintores (Carlos Alcolea, Carlos Franco, Rafael Pérez Mínguez y Guillermo Pérez Villalta) que no sólo no sentían vergüenza al proclamar su condición de tales, sino que (casi literalmente) desafiaban a duelo a todos aquellos que, por mala conciencia, ignorancia o falta de ideas claras, habían participado en la batalla anti–pictórica de los sesenta. La irrupción en torno a 1971 de estos cuatro pintores constituye sin duda uno de los grandes acontecimientos de nuestra moderna historia del arte. Ahora que La Caixa reúne en una exposición doce pintores figurativos, entre los que se encuentran no sólo tres de los pintores mencionados, sino también su solitario predecesor (Luis Gordillo), el más importante de sus aliados de primera hora (Manolo Quejido) y su primer teórico (Juan Antonio Aguirre), me propongo intentar una síntesis de la historia de aquel grupo de amigos que estaba destinado a ser protagonista tan decisivo del cambio de aires.

 

Acabo de mencionar a Gordillo. Desde luego, siempre es necesario recurrir a su personalidad y a su pintura, para explicar de qué preciso modo se rompió el hilo (¿no sería conveniente hablar más bien de cadena?) vanguardista. Gordillo, durante los primeros años sesenta, estaba solo y tenía razón frente a muchos pintores entonces jaleados. El Premio Nacional de Artes Plásticas, que viene un poco tarde como suelen venir los premios, es un signo de que hoy el carácter premonitorio de la obra del sevillano lo reconocen incluso aquellos que entonces ni siquiera conocían los términos del problema.

 

Nacido el mismo año que Canogar, Gordillo podía haber sido miembro de El Paso. Su aprendizaje de la pintura, sin embargo, fue más tardío que el de otros artistas de su edad. Sus ensayos informales datan de finales de la década. Con ellos, el pintor experimentaba la técnica automática. Resulta curioso sin embargo que no sean pintores americanos los que él mencione a propósito de su aprendizaje, sino pintores europeos (Wols, Dubuffet, Millares) en cuya obra siempre existe una voluntad de organizar como figura los zarpazos gestuales. En último término, Gordillo no se sentía especialmente a gusto practicando la efusión automática. El, que ha hablado muy sintomáticamente del «carácter culpable de la propia subjetividad», estaba interesado, por encima de todo, en encontrar un método de objetivación plástica. De ahí su temprano regreso (1962) a la figuración. De ahí también, dentro de ésta, el progresivo abandono de lo expresionista, sustituido por lo que él ha llamado estética de nevera: «extender en el tiempo mediante facultades conscientes y racionales las tensiones aparecidas momentánea e inconscientemente». Mantener vigente lo irracional, dentro de una estructura plástica, es decir dotada de una cierta lógica. Así nacerían las Cabezas, uno de los gran–des ciclos de la obra de Gordillo. En ellas, estaba clara la deuda hacia ejemplos más o menos cercanos (Giacometti, Bacon, Macció, el pop inglés). Lo que el pintor traía de nuevo a la escena española era una admirable rectitud, una vocación pictórica, y un gran sentido del humor. Podrá variar la proporción, podrá darse el salto de una geometría implacable al más jugoso de los cromatismos, mas nunca variará la estética: estética de nevera. En el contexto de los sesenta, la obra de Gordillo admitía todavía una lectura neo-figurativa. Venancio Sánchez Marín, el teórico español de la «nueva figuración», fue quien prologó la segunda exposición madrileña (Edurne, 1966) del pintor. Sin embargo, en aquel mismo prólogo se señalaba con agudeza cómo, frente a tanto neo-figurativo literario, Gordillo era más bien un formalista. Un formalista, cabe añadir, de un carácter muy especial, preocupado por «construir un espacio psíquico»; pero formalista al fin y al cabo, sobre todo comparado con otros pintores aparentemente de su cuerda, y mucho menos pintores.

 

Juan Antonio Aguirre, que por aquellas fechas estaba intentando construir una alternativa que superara tanto el españolismo negro de los cincuenta como el neo-figurativismo ramplón de los sesenta, fue el primero que, ante la pintura de Gordillo, entendió lo lejos que podía conducir su apartamiento del contexto. Dentro de aquella alternativa que Aguirre bautizó Nueva Generación (exposiciones en Amadís y Edurne durante el año 1967), Gordillo ocupaba el primer plano con sus Automovilistas y sus Hombres-Vespa, sobre un paisaje de fondo geométrico en el que se integraban entre otros Elena Asíns, Barbadillo, Teixidor, Yturralde, Gerardo Delgado y Julio Plaza.

 

Pero no se trata de hacer la historia de Nueva Generación que es una historia que algún día tendrá que hacer Aguirre. Ni tampoco de hacer la de Gordillo, que en parte ya está hecha y que cuenta ya con hitos importantes como su exposición de 1972 en Vandrés (para mi gusto la mejor de todas las suyas no-antológicas), sus retrospectivas sevillana (M–11, 1974) y madrileña (Salas de la Dirección General, 1977), su muestra recién clausurada en el Museo de Bilbao o su recentísimo Premio Nacional de Artes Plásticas. Tanto Nueva Generación –coyuntura histórica oportuna– como Luis Gordillo –pintor ya por encima de coyunturas– son traídos aquí a colación, principalmente, en tanto que premisas necesarias de la situación creada en 1971 por la entrada en la escena artística madrileña de los pintores mencionados al comienzo de estas líneas.

 

Aguirre, que seguía en estrecho contacto con Gordillo y que acababa de renunciar al mantenimiento de una Nueva Generación en la que cada vez era más generalizada la «paranoia geométrica», se topó de repente con aquellos cuatro pintores, que rondaban los veinte años. A ellos también les interesaba sobremanera, más que ningún otro de los cercanos, el ejemplo de Gordillo que ese mismo año 1971 salía del impasse con su exposición de dibujos en Daniel. Pero además aquellos cuatro pintores, desde sus primeros balbuceos, demostraban una voluntad de estilo que lo tenía todo para seducir a Aguirre. Ya no estaba en juego ninguna transición, ya no se planteaban el problema de «Cuenca sí» o «Cuenca no», ya no existía por su parte ningún género de complejos en relación al oficio de pintor. Aguirre se dio cuenta enseguida de que aquel programa, todavía escasamente apoyado sobre obras, era considerablemente más puro, más apetecible y más ambicioso que el de Nueva Generación. En la Galería Amadís, que entonces dirigía, expusieron sucesivamente con presentaciones suyas, los cuatro nuevos fichajes: Carlos Alcolea (febrero 1971), Rafael Pérez Mínguez (abril 1971), Guillermo Pérez Villalta (enero 1972) y por último Carlos Franco (abril 1972), el único que al año siguiente repetiría exposición. Abrió el fuego Alcolea, que en 1968 había traído de París los primeros libros de Jim Dine, de Hockney, de Kitaj; y que por su amistad con Gordillo se encontraba en inmejorable posición para entender en qué medida la obra del sevillano contenía las posibles bases de una nueva estética. Perfiles, piscinas, y un ya peculiar sentido del dibujo se entrelazaban en los primeros cuadros expuestos por Alcolea. Pérez Mínguez, «aproximándose a resultados pictóricos» como decía Aguirre, expuso una serie de montajes. Todavía dudaba entre la fotografía (era miembro del equipo Nueva Lente) y la pintura. Al final, ésta iba a poder, bajo la forma de constelaciones –un poco a lo Fahistrüm– de muecas, animales, aviones, barcos, islas, misivas y palabras. Pérez Villalta, estudiante de arquitectura, jugaba con perfiles geométricos a lo Teixidor, entreverándolos con todo un bagaje de imágenes pop. En uno de los textos de su catálogo, escrito por Pérez Mínguez en colaboración con Carlos Serrano, se mencionaba una cualidad poco frecuente en el pop: el encariñamiento con el lenguaje utilizado. En cuanto a Carlos Franco, que cerró el ciclo expositivo fundacional, le encontraba al dibujo insólitas virtualidades narrativas, dentro de una línea deudora de Hockney más que de Gordillo.

 

Los cuatro empezaban, y los cuatro no poseían todavía excesivos recursos pictóricos. Se notaba sin embargo que aquello era algo absolutamente nuevo, un intento de ensanchar la brecha abierta por Gordillo, un intento de no admitir determinadas prohibiciones entonces vigentes en los medios de la vanguardia local. Para quienes entonces residíamos en provincias e intentábamos seguir a distancia la vida cultural madrileña, aquellos breves catálogos fueron suficientes para despertar nuestra curiosidad, y darnos por enterados de que en Madrid se avecinaban cosas importantes. ¿Por qué esa curiosidad, ese inmediato acuse de recibo? Sin duda porque estos pintores narraban, sentían, reían cosas que, en aquella España acomplejada, los demás no se atrevían a narrar, ni a sentir, ni a reír. Con las cuatro exposiciones de Amadís, cuyo tono recordaba al pop inglés, arte esencialmente provocador y educado, se acababa una larga cuaresma. Lo que en los sesenta habían encarnado Gordillo y algún otro nombre de más difícil consolidación (Alberto Greco o Alberto Arrieta) ahora lo encarnaba un grupo homogéneo, dinámico, militante, cuya fe en la pintura era inmensa, cuya pasión por una causa aparentemente perdida rayaba en el delirio. Frente a los pintores acomplejados, más amigos del metacrilato o del acero qué de los buenos lienzos, resonaría la voz de Pérez Villalta: «lo que de común hay en todos nosotros, que yo me complacería en definir como un cierto manierismo con respecto a las vanguardias inmediatamente anteriores...» En las conversaciones de los nuevos pintores se introducían el culto al pincel de marta, el debate irónico, las canciones, el radical desacuerdo con los diagnósticos que consideraban deseable el reinado del concepto, y sobre todo la asunción del placer experimentado ante la pintura, se llamaran los protagonistas de ésta Cimabue, Tintoretto, Bonnard o Hockney. Puestos a buscar un símbolo de aquel primer estado de la cuestión, ¿por qué no la carcajada de Rafael Pérez Mínguez, tal como éste, fotografiado por su primo Pablo, la soltaba desde la cubierta de su primer catálogo?

 

A las piscinas o a los Nude descendant un escalier de Alcolea, a los relatos dibujados de Carlos Franco, a los recortables sentimentales de Pérez Villalta y a la crueldad todavía difícilmente pictórica de Pérez Mínguez, vinieron a sumarse muy pronto las obras de otros dos artistas: Herminio Molero y Manolo Quejido. A través de Ignacio Gómez de Liaño, éstos habían conectado con la poesía experimental, de la que Molero reconoce haber aprendido «un espíritu objetivo y una limpieza de planteamiento que nunca antes tuve». Tras un período de colaboración dentro de la CPAA (Cooperativa de Producción Artística y Artesanal), Molero pasó a trabajar en el terreno musical, dentro del laboratorio de Alea, Quejido fue uno de los pintores que colaboraron con el CCUM (Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid) en un programa de formas computables: sus Secuencias. Sin embargo ni Molero ni Quejido habían dejado de abrigar una esperanza pictórica. Ambos estaban interesados por la idea de un pop ibérico. Quejido, cuando su exposición de Arte-luz (1966), lo había intentado. Ahora retornaba a aquellos orígenes, desquiciando sus sistemas, buscando el modo de convertir en pintura su prodigiosa capacidad de invención. Más que sus deliriums, escrituras de la enfermedad, fueron significativas sus Risas. Molero por su parte intentaba formular una estética popular y a la vez plásticamente lógica, que tardaría varios años (por lo menos hasta su segunda exposición de Buades, 1975) en encontrar.

 

En aquella coyuntura, y sobre la base de los seis pintores, algunos de los cuales habían expuesto en Daniel durante la temporada 1972-1973 fue cuando abrió sus puertas, en otoño de 1973, la galería Buades. Durante la primera temporada, se sucedieron las exposiciones del grupo. Ni la de Molero, titulada Espejo de espejos 1, 2, 4, ni la de dibujos de Alcolea y Franco, cuyo catálogo estaba presidido por una gran fotografía de los dos pintores en compañía de Gordillo, fueron decisivas en sus respectivas carreras. No puede decirse lo mismo, en cambio, de las muestras de Pérez Villalta y Pérez Mínguez. El primero, que ya en los tiempos de Amadís era fundamentalmente un pintor autobiográfico, le dio a su exposición el aire de un verdadero manifiesto personal. Los cuadros todavía no estaban demasiado bien pintados (y de hecho a Pérez Villalta siempre le rondará el fantasma de la torpeza), pero se hacía patente un considerable esfuerzo en cuanto a concepción del cuadro y a proyecto clasicista. El cuadro mayor (Hundimiento del coloso del mar frente a la costa de Cádiz) era paradójicamente el que se quedaba más atrás, más en el amontonamiento heterogéneo de emblemas. Una serie titulada Álbum familiar y autobiografía dejaba bien claras las raíces del pintor: Andalucía, y dentro de ella Tarifa. Los cuadros mejores lograban preservar el encanto de esos ensueños, en el marco de una pintura más elaborada. Así por ejemplo algunos bodegones, un Interior de las cosas transparentes con asunto rústico, un Paisaje con arquitectura, y sobre todo el Geómetra en interior, retrato de Molero rodeado de arquitecturas, objetos, paisajes, articulados con precisión renacentista.

 

La exposición de Rafael Pérez Mínguez fue el otro plato fuerte de la temporada. Ahí se expusieron los pocos grandes cuadros que Pérez Mínguez pintó en su fulgurante carrera. El era entonces el agitador madrileño número uno. Visitaba histórica y ceremoniosamente a Saura, le dirigía cartas certificadas a Dalí, leía a Ledesma Ramos y a Gécé, marchaba a Nueva York desde donde enviaba mensajes como éste: «Yo estoy aquí sufriendo y aprendiendo, como se hace siempre que se viaja, y buscando aún, en lo que no es, mi propia imagen». En esa búsqueda, fue concentrándose cada vez más sobre la pintura, y sobre una pintura ejecutada con técnica cada vez más antigua. Ya no eran tema de sus cuadros las muecas, ni los aviones, ni el pequeño infierno español y barrio de Salamanca y pop de sus comienzos. Comenzaron a aparecer asuntos mucho más infrecuentes: arqueros asirios, romanos con casco, hidalgos, príncipes cruzando precipicios sobre elefantes destripados por asesinos malvados... Y en la exposición de Buades, al lado de estos cuentos crueles, otros cuadros cuya esencia era todavía más indefinible y todavía más inquietante: una escena en la que un personaje le daba a otro una daga que chupar, una anunciación sobre la que se derramaba un chorro de monedas de oro, y un retrato de bufón. Teniendo en cuenta que después de aquella exposición Rafael Pérez Mínguez apenas volvió a pintar, cabría ver en aquel sonriente bufón una despedida, simétrica del desembarco a carcajadas de Amadís. Pérez Mínguez derrochó ingenio, talento, poesía. Coincidió en muchas cosas con Giorgio de Chirico, al cual admiraba, y con Klosswski, del cual me consta que descubrió los dibujos cuando lo principal de su propia obra estaba hecho. Resulta difícil hablar de una voluntad quebrada, y más en pintura. El programa («grandes valores de la pintura –le decía a un periodista–, olvidados, como son el tema o el argumento de un cuadro, el sentimiento religioso, el valor de una mirada o un gesto, el retrato, el carácter mítico o legendario, la importancia de lo ornamental y tantos otros valores que yo mismo había despreciado») seguramente lo firmarían muchos pintores de hoy. No todos los días, sin embargo, nace alguien con el valor suficiente para jugarse todo su talento en esa partida. Las reliquias que quedan hoy constituyen uno de los más singulares ciclos de toda la pintura moderna española.

 

A partir de la primera temporada de Buades, la historia ya empieza a ser historia relativamente bien conocida, me imagino, por la mayoría de mis lectores. Se puede hablar de un primer período de maduración, durante el cual se suceden varias exposiciones importantes de Alcolea en Buades, Molero y Carlos Franco están igualmente presentes ahí, Pérez Villalta expone en Vandrés (1976) y Manolo Quejido enseña en Sevilla (Centro M-11,1975) su producción de diez años. A esta etapa le sucede otra durante la cual Pérez Villalta expone en Vandrés por vez segunda (1979), Alcolea cuelga una breve antológica –dieciséis piezas– en el MEAC (1980), Manolo Quejido realiza sus mejores y más simbólicas exposiciones, Carlos Franco se aparta un tanto del grupo y Molero por su parte se evade hacia Radio Futura y su música moderna. Esta segunda etapa encuentra su respaldo propagandístico, político por decirlo como siempre lo ha dicho Francisco Rivas, en dos muestras colectivas: 1980 (Juana Mordó, 1979) y Madrid D.F. (Museo Municipal, 1980).

 

Tanto los primeros años de Buades como estos más recientes de mayor dispersión y mayor contacto con otros grupos de artistas, son años en los que ya estaban haciendo el ridículo quienes seguían hablando de estos pintores como «promesas», y no digamos ya como «gordillistas». En todos los casos, los pintores ya estaban en plena posesión de sus medios, y los cuadros que iban saliendo de sus estudios pertenecían ya a la mejor historia de nuestra pintura moderna.

 

En el caso de Alcolea, por ejemplo, los cuadros de los años 1973 y 1974 –la Camarera roja expuesta en la inaugural de Buades, el Autorretrato, la Reina de Corazones– o los del año 1975 –la serie Queens of London– representaban ya la prueba inequívoca de que ni Gordillo ni Hockney le hacían perder ya (¿pero alguna vez se lo hicieron perder?) el sueño. La pintura se hacía más carnosa, desplegaba un mayor abanico de seducciones. De Schreber también escribe (1975) en adelante, sin embargo, se iniciaría un movimiento inverso, de repliegue de la persona sobre sí misma y de geometrización. A propósito de esta etapa he hablado en una ocasión de «derrape controlado», y el término puede valer porque en efecto la pintura de Alcolea, a partir de la alegoría psicoanalítica del presidente, iba a necesitar de los más variados deslizamientos visuales: ruptura de la planitud en el disperso Dasein (1976), vértigo de «banda de Moebius» en Matisse de día, Matisse de noche (1977), irónica galería de espejos en Las gafas (1978), y por último desgarramiento geométrico de la superficie en las Alicias (1979) basadas en los dos célebres libros de Lewis Carroll. Unos meses después de terminar estas Alicias, Alcolea inaugura su gran antológica del MEAC, en la que figura un cuadro, Los borrachos, que representa el definitivo abandono de la heterogeneidad espacial, y el retorno a ciertas claves naturalistas. También del año 1980 es su libro Aprender a nadar, en el que quedan recogidas algunas de sus notas sobre pintura. Una nueva versión de Los borrachos, una serie de Monguis y un Retrato del rey nos conducen hasta el presente. Este último homenaje resulta cuánto más cariñoso y digno de mención cuanto que es, si no me equivoco, la primera vez que en la obra de su autor aparece una referencia inequívocamente española. Es casi un tópico hablar de la ejecución lenta y enfriada de Alcolea. Sus propios pintores preferidos dentro de la pintura moderna (Vallotton y Alex Katz, por citar dos) comparten con él esa capacidad para pintar las pasiones distanciadamente. Humores, sensaciones, mecanismos procedentes de los más diversos planos son articulados dentro de lo que Javier Rubio ha definido con acierto como la sinestesia de esta pintura. Pero no hay que olvidar tampoco su fortísimo empeño temático limitado durante un tiempo a motivos representativos (piscinas, reinas, retratos), sistematizado luego en el ciclo podríamos decir simbolista Schreber/Alicias, y derivando hoy hacia un horizonte clásico.

 

En el caso de Pérez Villalta, las claves siempre han sido más evidentes. Ya dije algo de su exposición de 1974, en Buades. Sin embargo su gran exposición, o al menos la más sonada de cuantas ha realizado, fue la que se celebró dos años después en Vandrés. Presidía la muestra un gigantesco Grupo de personas en un atrio o alegoría del arte y la vida o del presente y el futuro, retrato generacional en el cual aparecían los seis pintores de que vengo hablando, más Gordillo, más Aguirre, más una serie de críticos, marchands y amigos, hasta un total de veintidós personas, incluyendo un autorretrato. Al valor que tenía el retornar la tradición del retrato de grupo a lo Esquivel, se sumaba la valentía que sin duda necesitaría Pérez Villalta para enfrentarse a tal cantidad de problemas pictóricos juntos. La exposición incluía también una serie de Recuerdos de la Costa del Sol, impresiones en pequeño formato y de considerable frescura; y unos cuantos más complejos y elaborados. Entre estos últimos, generalmente inspirados en motivos tarifeños, generalmente barrocos y melancólicos, yo destacaría Grupo de artistas en una terraza o conversaciones sobre un nuevo arte mediterráneo, una escena situada en medio de una complicada estructura de terrazas sobre el mar. La siguiente –y hasta la fecha última– exposición de Pérez Villalta tuvo lugar tres años después, en la misma galería. Nuevamente un gran cuadro de asunto –Escena o grupo de personas en una calle a la salida de un concierto rock– presidía la muestra. En esta ocasión, se trataba de un cuadro mucho más inquietante que el retrato generacional: la nueva ola (ese mismo año el pintor hace la portada del single de los Zombies), representada bajo la apariencia de un grupo no precisamente en calma. La exposición entera estaba puesta bajo el signo de una cierta inquietud madrileña, de un cierto desasosiego. Desde un punto de vista compositivo, resultaba especialmente novedoso el recurso a geometrías casi tan deslizantes como las de Alcolea. Mitología, anamorfosis, vanidades sobre el tema del arte moderno, vertiginosas articulaciones de espacios... Un cuadro, sin embargo, parecía prolongar la calma eufórica de las Conversaciones; me refiero a El taller, para mí el más completo y complejo de cuantos ha pintado su autor.

 

El tercer gran pintor que se ha decantado del núcleo primitivo es naturalmente Manolo Quejido. Ir por su casa, cuando estaba entregado a la producción del taco (una pila de casi cuatrocientas cartulinas, hoy conclusa) constituía siempre una aventura. No importaba tanto la hermosura o la fealdad de cada una de las cartulinas, como la heterogeneidad resultante, el carácter sistemático de la producción. Quejido –al menos durante el tiempo que dedicó a componer el taco– funcionó a golpe de nonsense. Humor verbal, zen, pop, zaj, violencia expresionista, mal gusto: todo se fue fundiendo, se fue invirtiendo en las cartulinas. Luchando contra su propia dispersión el pintor acabó encontrando el modo de pintar sin necesidad de tanta charada ni tanta muleta. Tras un decisivo viaje a los Estados Unidos, liquidaba el pop con una exposición catártica, PorUSAndo (Buades, 1977). Pintó luego la serie Sitio (Buades, 1978), descubriendo –vía Bonnard– los placeres de la pintura pura. A partir de Sitio, apenas nada vino a apartarle de un empeño ambicioso, cuyo desenlace todavía sigue pendiente: el proyecto clasicista (y en cierto modo también españolista) de avanzar Molero. Las aventuras de California Sweetheart decididamente con la doble referencia de Velázquez y Cézanne, más todo el bagaje de la pintura moderna. El camino está jalonado por cuadros importantes: Maquinando, Correrías, P.F., P.l., Densueño, Emular). A propósito de Quejido se ha hablado mucho de Matisse y de fauvisme. Repito que el desenlace de su sueño sigue pendiente, pero si algo está claro en su pintura, tan española, es que lo que está en juego no es la parodia de ningún estilo pre-existente, sino la víspera fundacional de otro modo de concebir la pintura. Como en el caso de Pérez Villalta, como en el caso de Alcolea, decisiva es aquí la cuestión del tema, del asunto; por lo que la novedad radical estriba precisamente en lo radical, lo moderno, lo cezaniano de este clasicismo.

 

Molero, pintor sumamente agudo aunque siempre tentado por el divino fracaso, ha seguido cultivando la línea pop ibérica que se trazó a comienzos de los setenta. Un elemento esencial de su obra es lo que tiene de espejo de su propia imagen. Así una de sus exposiciones en Buades (1975) se titulaba Mi nombre es... Molero, y el héroe de su precioso comic Las aventuras de California Sweetheart (del mismo año) es una versión ideal de su propio personaje. Integrado al universo de la música pop –concretamente, durante varios años, perteneció a Radio Futura. Molero ha seguido reflexionando sobre lo que en una ocasión definía como su «decepción», motivada por el hecho de que «el artista ha ido perdiendo uno a uno todos sus atributos de espontaneidad, de descaro, de nitidez». Tales consideraciones, en mi opinión, se ven contradichas por la simple presencia en nuestra escena de este artista cuyas intuiciones sí han tenido, por lo general, un papel iluminador. Su última exposición, titulada La condición humana (Buades, 1981) abundaba en su interés por objetivar estéticas o emociones colectivas. Ahí estaban, retratados con el habitual estilo lineal de Molero, los toreros, las actrices, los escritores, las modelos, los humoristas...

 

Carlos Franco, cuya obra se ve con mucha menos frecuencia que la de los demás, ha seguido trabajando siempre sobre una trama narrativa. De los asuntos hockneyanos de la época de Amadis, pasó a una curiosa mezcla de psicoanálisis y mitología. En su exposición de Edurne (1977) había un buen cuadro brasileño, y unas interesantes variaciones sobre estrellas. Ya en aquella exposición, se iniciaba un giro hacia la temática de la magia, que ahora es la dominante en su pintura. Desde un punto de vista más estrictamente formal, Carlos Franco siempre ha usado de colores vivos y pinceladas superpuestas, en una tradición expresionista.

 

Al núcleo inicial, se fueron sumando con los años otra serie de pintores. Habría que recordar al hoy apartado Luciano Martín, que expuso en Amadis (1972) y sobre el que escribieron Pérez Villalta y Pérez Minguez; su pintura poseía una extraña frialdad, tanto desde el punto de vista temático (en ese sentido también es un pop ibérico) como desde el técnico. Habría que hablar de Ignacio Ezquieta, próximo a Carlos Franco. Habría que hablar de Chema Cobo, que llegó a Madrid de la mano de su compatriota Pérez Villalta, y que tras una primera muestra en Buades (1975), ha presentado en Vandrés (1981) el trabajo de los últimos años, trabajo singularmente manierista, narrativo, culturista. Habría que hablar por último de nombres más jóvenes o aparecidos más recientemente: Carlos Forns Bada, Antonio Posada, Sigfrido Martín Begué, Carlos Duran, José Carlos Ramos, Jaime Aledo. Sus obras son varias, y de varia calidad. Les es común un sentimiento de segunda generación. Aledo escribe una tesis sobre el tema que nos ocupa, y ha realizado exposiciones de pastiches en el mismo sentido. Forns Bada tapizó de falsos Gordillos el ascensor de la Escuela de Bellas Artes. Tiempo al tiempo, cabe decir precavidamente. De hecho, nos interesen o no sus obras, la mayoría de estos pintores han empezado a evolucionar hacia posiciones propias. Su problema, incluso tras iniciarse este género de evoluciones, es el común espíritu ecléctico que les anima. En esto el ejemplo es indudablemente Pérez Villalta. Sólo que, desde mi punto de vista, el mejor Pérez Villalta escapa a lo peor de ese eclecticismo. Mientras que la mayoría de estos pintores, y Pérez Villalta mismo cuando no sabe salvar este escollo, se quedan en arquitecturas neomodernas y en decoración.

 

Juan Antonio Aguirre, a cuya obra como crítico me he referido en varias ocasiones a lo largo de este texto, constituye para mí, a pesar de su ya dilatada carrera pictórica, la mayor revelación de las últimas temporadas. «Conviene a la pintura, aquí y ahora –decía hace unos días presentando a un joven pintor– la clarificación. Fuera lo turbio y fuera las heces. Ser licor claro en una copa limpia». Si hay alguien que cumpla ese programa de pintura serena, de pintura en voz baja, ése es el autor de su formulación en términos tan precisos. Su exposición en Buades (1980) y sobre todo las obras que destina a su próxima muestra zaragozana, le confirman como seguidor de los pintores del fin de siglo –sobre todo, de Bonnard–, pero también como sentimental autobiógrafo y como gran evocador de lugares y gentes. De bodegones, floreros y paisajes, ha ido saltando a asuntos más complejos. Sus últimos cuadros son atrevidos no sólo colorística o compositivamente, sino también por su temática que es una temática muy explícitamente española.

 

Ya que se trata de España, me gustaría –para concluir– decir unas palabras sobre lo que este paisaje de nuestra pintura puede significar dentro del paisaje europeo. Exposiciones como 1980 y Madrid D. F., en las que se agrupaban abstractos, figurativos y (en el caso de la segunda) incluso supervivientes del arte conceptual, han permitido tomar conciencia de que el fenómeno de renacimiento de la pintura, en nuestro país, es de un alcance sin precedentes. Piénsese que, paralelamente a la labor del grupo que he intentado describir aquí, han ido haciéndose obras abstractas tan importantes como las de un José Manuel Broto, un Miguel Ángel Campano, un Gerardo Delgado o un Juan Navarro Baldeweg. Piénsese que, tras estos nombres, y también en el campo abstracto, vienen empujando otros todavía en demasía segunda generación, pero que sin duda se decantarán en un sentido o en otro. En algunos casos, y una vez superados los años intransigentes, ha habido diálogos fructíferos entre artistas que en principio pertenecían a facciones distintas. Alcolea, por ejemplo, expuso en Propac (1976) en compañía de un conceptual (Nacho Criado) y de un abstracto (Santiago Serrano), en una muestra cuyo valor signifiqué entonces como «contra corriente». Manolo Quejido, por su parte, mantiene una estrecha relación artística con su hermano Enrique, y con Campano. En cuanto a los propios abstractos, algunos de ellos se han pasado total o parcialmente a la figuración (Albacete, García Sevilla), mientras otros (Broto, Navarro Baldeweg, Campano) se plantean con cada vez mayor insistencia la cuestión del tema (o como diría un crítico americano, del subject) de la pintura.

 

Esta inicial diferenciación en facciones, y esta superación de las facciones a través de tal clase de diálogos y sobre todo a través de las iniciativas críticas, plantean una cuestión crucial para el futuro de nuestra cultura: ¿qué perfil ofrece el arte español, de cara a Europa? O dicho en palabras más crudas: ¿qué espera Europa del arte español?

 

Dejando a un lado los tópicos que ya no estamos en medida de ofrecer, está claro que el giro figurativo madrileño, cronológicamente situado entre el pop inglés (comienzo de los sesenta) y el redescubrimiento de la figuración son los llamados nuevos expresionistas o nouveaux fauves (comienzos de los ochenta), es un fenómeno que, de ser conocido en Europa, podría despertar un indudable interés. Este interés yo lo cifraría en el hecho de que al tomar a Gordillo como símbolo, y al iniciar su propia obra, los pintores de los que he hablado no estaban siguiendo ningún modelo exterior; situándose, por el contrario, a contrapelo de todos los modelos.

 

Pero hay que guardarse, en este sentido, de ceder a la facilidad de separar tajantemente abstractos y figurativos. La voluntad española de estilo, hoy, en pintura, ¿no podría consistir precisamente en una cierta capacidad para ver pintura sin anteojeras, en una cierta capacidad para ver juntas la obra de los abstractos mejores, y la obra de estos figurativos de los que he intentado recordar aquí la trayectoria? En 1971, hubiera sido absurdo que el grupo de Amadís no expusiera en riguroso orden de combate. En 1981 todos sus miembros en activo, sientan o no la nostalgia de aquellos años heroicos, tienen conciencia de que hoy la frontera es otra, y de que es el conjunto de los buenos pintores de su generación, el que está interesado (con todos los matices que se quiera) por la causa por la que ellos combatían solitariamente hace diez años: recuperar la perdida dignidad de la pintura; desterrar de la pintura el aburrimiento; expresar al máximo nivel plástico una amplia gama de sentimientos, ideas o asuntos.