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EXCAVANDO IMÁGENES FRONTERIZAS
Title: Excavando imágenes fronterizas Author: Pérez, David Publication: Visiones sin centro. Paco de la Torre
Mire el cuadro. Mírelo por lo menos durante una hora, haciendo caso omiso de todo lo demás que haya en la sala. Concéntrese. Mírelo desde diferentes distancias, desde tres metros, desde medio metro, desde tres centímetros. Estudie la composición general, estudie los detalles. No tome notas. Intente memorizar todos los elementos del cuadro, aprender la localización precisa de las figuras humanas, los objetos naturales, los colores de cada punto del lienzo. Cierre los ojos y pruebe a recordarlos. Vuelva a abrirlos. Vea si puede empezar a entrar en el paisaje que tiene ante sí [...] entréguese al cuadro como si no hubiera otra cosa en el mundo entero. Luego, váyase [...] y venga aquí. Durante el trayecto haga lo mismo que a la ida: mantenga los ojos cerrados. PAUL AUSTER
A lo largo de los últimos años Paco de la Torre ha venido efectuando en las ciudades de Madrid y Valencia una serie de exposiciones individuales para las que, curiosamente, ha utilizado unos significativos y sorprendentes títulos. Así, en 1994 presenta Defensa de la arena y El hombre vacío. Con posterioridad, durante 1996, trabaja en Poéticamente el hombre construye. Por último, en la primavera de 1997—en concreto, entre los meses de mayo y junio—lleva a cabo la exposición que, sin duda alguna, ostenta la más llamativa y contradictoria de todas las referencias utilizadas: Metáforas de nada.
Si la aproximación que tuviéramos que realizar a estas muestras quedara circunscrita únicamente a los títulos que ostentan las mismas y, por consiguiente, a las sugerencias narrativas que estos desprenden, podríamos pensar que la pintura de Paco de la Torre es una pintura habitada, casi en exclusiva, por tropos visuales y oquedades lingüísticas. Partiendo de ello, no resultaría difícil afirmar que la misma tiende a vertebrar una desocupación de índole estrictamente semántica y que, destinada a construir y anudar desiertos que cobijen arenas vacías de lenguaje, lo que en verdad está haciendo es destruir y desnudar cualquier tipo de simulacros y relatos.
La validez de esta lectura —sustentada en una relación de carácter pura y exclusivamente verbal— podría resultar, sin embargo, un tanto restrictiva e incompleta. La constatación de esta limitación vendría determinada por un planteamiento conceptual tan sencillo como contundente: las obras de Paco de la Torre no actúan como reflejo o aseveración de un argumento metavisual, ya que a través de las mismas nuestro artista no desea dedicarse ni a pintar palabras ni, en menor medida, a palabrear pinturas. La suya, por el contrario, es una tarea desgajada de cualquier propuesta oral y/o paralingüistica, dado que su trabajo se vincula a unos supuestos que —a pesar de las dificultades que ello comporta— lo que están buscando es articular, a través de sus propios recursos plásticos, un sentido que sólo puede ser tal en función de su carácter extroverbal. Es por este motivo por lo que más que dedicarnos a intentar descodificar de una manera mecánica los hipotéticos referentes de esta pintura (unos referentes a los que, por otra parte, únicamente tendríamos acceso desde una interpretación lógico-semántica), aquello que debemos hacer es dejar que sean las propias imágenes que están configurando este universo icónico, las que nos dividan y multipliquen y las que, con sus matemáticas construidas de olvido, nos muestren hasta qué punto el pensamiento no sólo no es único, sino que, además, no tiene por qué encontrarse supeditado al lenguaje.
Será oportuno que, como consecuencia de este hecho, nos detengamos en un aspecto (supuestamente tangencial, si tenemos en consideración su naturaleza no pictórica) que aparece recogido en la última de las muestras citadas con anterioridad, Metáforas de nada, una exposición con motivo de la cual se edita un extenso catálogo en cuya contraportada vamos a encontrarnos con una imagen que resulta tan interesante como reveladora. Se trata de una sugerente fotografía del propio artista —realizada por Teresa Tomás—, en la que éste, con sus ojos cerrados, aparece parcialmente recostado encima de un lecho blanco sobre el que se desparrama, con esa lentitud que es propia de la más irreal de las escenografías, una helada iluminación.
Al igual que sucede con las series de rostros durmientes —aunque siempre en vela— realizados por Odilon Redon, el apasionante pintor simbolista de barcas místicas, flores malditas y oscuros enigmas, lo que a través de esta fotografía se intenta concitar no es tanto una imagen del sueño, como el sueño que se oculta en toda imagen: el artista parece dormir, sin embargo, la serenidad de su estado deja traslucir la presencia de una paradójica y aterciopelada vigilia que, conceptualmente sustentada en las palabras de la cita que abre el catálogo de la exposición, está delimitando un espacio repleto de presagios y posibilidades. En dicha cita, cuyo origen se encuentra en uno de los textos publicados con motivo de la muestra Presentimientos (1988), podemos leer: No vemos con los ojos. No pintamos con las manos...No hay otra certeza que el presentimiento. Curiosamente, casi con un siglo de diferencia, el ya mencionado Redon había dejado escrito en sus Confidencias:
El arte sugestivo es como una irradiación de las cosas hacia el sueño, al que también se encamina el pensamiento [...] Todos los errores que la crítica ha cometido conmigo en mis comienzos se debieron a que no había nada que definir, nada que comprender, nada que limitar ni precisar [...] mis dibujos inspiran, no definen. No determinan nada. Nos sitúan, como la música, en el mundo ambiguo de lo indeterminado. Son una especie de metáfora1.
Por medio de la fotografía a la que estamos aludiendo, Paco de la Torre no sólo nos insinúa algunas de las claves en las que se sustenta la poética de sus imágenes, sino también, cómo a través de las mismas podemos enfrentarnos a una serie de problemas y cuestiones que, en el fondo, están sobrepasando el marco de aquello que puede ser considerado como estrictamente plástico. Desde esta perspectiva, para Paco de la Torre, el hecho de pintar supone la realización de un ejercicio que supera el ámbito dependiente de la visión, ya que la lectura que esta acción concita no tiene por qué relacionarse de una forma unidireccional ni con lo que creemos estar viendo ni con lo que podemos estar hablando cuando nos referimos a los resultados que este acto provoca. De este modo, la pintura establece su discurso partiendo de un conjunto de entrecortados y temblorosos silencios que no hacen más que nutrirse de la soledad que desprenden unas imágenes que voluntariamente huyen de cualquier tipo de nominación. Al mismo tiempo, y gracias a ello, pintar destila el ajustado acoplamiento de unos momentos que, repletos de pequeñas trampas, se construyen con el sonido de un transcurso hecho de gemidos desnudos de palabras.
Teniendo en cuenta esta apreciación, si nos detenemos de nuevo en la imagen de nuestro artista, podremos leer en el silencio que la envuelve algo que a menudo olvidamos y que no siempre parece que tengamos presente. El gesto voluntariamente ausente y enmudecido de Paco de la Torre nos recuerda que para poder ver hay que callar, pero que para callar jamás hemos de ver, puesto que de una manera semejante a como la música tan sólo se encuentra en la venas, la mirada —así como ciertos sonidos— únicamente residen en esos oasis —poco importa que sean mentales o no— en los que el lenguaje ya no puede ser dicho ni escuchado, dado que la piel se halla cubierta por una oscura noche y los ojos reflejan un quieto viaje de fuego.
Como consecuencia de ello, a través de este rostro dormido, nos aproximamos al gélido y extrañado protagonismo que en algunas de las pinturas de Paco de la Torre (pensemos, por ejemplo, en Nada entre la nada o en Nómadas) asumen los espacios arquitectónicos, esas construcciones dotadas de un sentido que sólo puede ser concebido dentro de su propia incertidumbre interpretativa. Es por esto por lo que, perdidos en los andamiajes de una visualidad rebosante de indeterminaciones, podemos situarnos en las condiciones precisas para adecuar a estas obras las palabras que en 1.435 escribiera Leon Battista Alberti:
Desapruebo —señalaba el arquitecto renacentista en un alarde quasi taoísta— a aquellos pintores que quieren verse abundantes y no dejan nada vacío, no siguen ninguna composición, sino que lo diseminan todo confusa y disolutamente, de tal modo que la historia no parece tratar una cosa, sino ser un tumulto. Pues tal vez quien busca ante todo la dignidad en la historia, debe representarla casi en vacío2.
Siguiendo a Alberti podemos cuestionarnos sobre el sentido de lo que en verdad abarca la dignidad de una historia y sobre lo que realmente significa el vacío y la abundancia a los que se están aludiendo. Curiosamente, Paco de la Torre, pintor de escasos tumultos y de una narratividad carente de palabras, conoce, aunque sea de forma paradójica, el vacío hilo con el que todos estos conceptos se tejen. Partiendo de los mismos, podemos señalar que lo que nuestro autor está acariciando con su pintura no se relaciona con la nada a la que en algunos de sus títulos se refiere. Aquello que está buscando, por el contrario, es la posibilidad de una imagen fronteriza y de límites vacilantes que sirva para desvelar el engaño y la indignidad de las imágenes que, por medio de su alucinada vacuidad, están condicionando nuestro universo simbólico. De este modo, sus obras están incidiendo sobre la activación de una mirada que ponga en crisis el propio proceso de consumo visual existente, un proceso por medio del cual estamos perdiendo la visión —y, con ella, la vida— debido a la contaminación icónica que define nuestro entorno, un hecho éste que revela hasta qué punto la saturación informativa de naturaleza ocular (lo que podemos calificar como hipervisibilidad) genera un curioso fenómeno: el del bloqueo interpretativo de aquello que estamos observando y, por tanto, creyendo vivir.
La pintura de Paco de la Torre intenta, a raíz de ello, paralizar este proceso, es decir, redescubrir la posibilidad de una poética que, asentada en una mirada hecha de detenciones y discontinuidades, pueda todavía deslizarse sobre pausas, treguas e intervalos. Desde esta perspectiva, el suyo sería un discurso que nos remitiría en su propia contraverbalidad a un hacer de características diferidas y paréntesis abiertos, un hacer que, articulado en torno a una serie de intermedios simbólicos, estaría buscando generar la correspondiente dosis de morosidad visual, hecho que en sí mismo habría que relacionar con esa conformación incierta de tiempos intermedios mencionada por Paul Virilio3.
Quizás sea la búsqueda de esta poética hecha de imágenes no consumibles (y, por este motivo, carentes del correspondiente código de reproducibilidad catódica) uno de los posicionamientos, más bien escasos, que, no sólo aplicables al ámbito artístico, aún tenemos oportunidad de articular, dada la feroz obsolescencia conceptual con la que la contemporaneidad se está revistiendo. Desde esta perspectiva, se puede señalar que frente a la generalizada institucionalización del desgaste y a la consiguiente parálisis provocada por la hiperactividad que el mismo conlleva —esa entrópica sobreabundancia derivada de una compulsiva saturación de instantaneidades—, únicamente podemos intentar rastrear nuestra propia supervivencia en la recuperación de un tiempo hecho de instantes y astillas que, concebido como huida del hartazgo, es decir, como duración ausente de Tiempo, nos permita descubrir que es posible, todavía, una mirada que se halle vacía de consumo y que, por ello, pueda desvincularse de la muerte que éste genera.
Tal vez sea por este motivo, es decir, por esta constante devaluación del sentido simbólico que se deriva de la paralela y apremiante inflación mediática, por lo que cada vez resulta más difícil (y, por paradójico que ello resulte, mucho más urgente) encontrar imágenes que auténticamente podamos observar y con las que sea factible mantener un contacto que resulte transformador. La enervante celeridad del alud icónico-informativo al que estamos sometidos, nos deja, tal y como ya hemos sugerido, ciegos para cualquier mirada que intente cuestionar el reconocimiento de la densa niebla visual que nos invade, una niebla que espesándose por medio de la velocidad y el consumo, o sea, por la angustia y la depredación, convierte en vacuo el burdo resplandor del hechizo catódico.
Frente a esta pandémica videopatía —auténtico cáncer de la polisemia visual—, la imagen artística, si desea continuar siendo tal, está obligada a actuar como revulsivo contra el empobrecimiento semántico que nos envuelve. Desde esta perspectiva, la cuestión que en el fondo plantea la pintura de Paco de la Torre no es otra que la de la propia posibilidad de la imagen, es decir, la de su perdurabilidad o, si se prefiere, la de su intensidad contrainstitucional. Mientras la imagen mediática se muestra incapaz de deshacer el decir que nos prende a la institución, ese decir que nos encamina a hablar de lo que necesariamente se ha de hablar; la imagen artística tiene que desprendernos de ello para de este modo hacernos hablar sobre lo que no debe ser dicho, o sea, sobre aquello que siendo impropio (o sea, inadecuado, a la par que no personal) está poniendo en duda la fe en todo este sistema de realidades, palabras e imágenes.
En Tokio-Ga, ese homenaje que —a modo de diario filmado— Wim Wenders realiza a Yasujiro Ozu y al consiguiente vestigio de un tiempo sumido en la lenta (de)cadencia que éste había apresado en sus films, el director de cine alemán se encuentra con Werner Herzog, el también realizador cinematográfico. La coincidencia se produce en la Torre de Tokyo y ambos dialogan con la metrópolis japonesa a sus pies. Herzog comenta a Wenders:
Quedan muy pocas imágenes libres. Ves, si miro desde aquí, todo está ya construido, son casi imposibles las imágenes. Tienes casi que excavar con una pala, como un arqueólogo, y ver si queda alguna cosa por encontrar en el paisaje denigrado. A menudo, por supuesto, esto entraña riesgos que yo no dejaría de aceptar. Pero veo que hay muy poca gente en el mundo que asuma esos riesgos para tratar de remediar la terrible situación en que nos encontramos, a saber, la carencia de imágenes apropiadas. Necesitamos perentoriamente imágenes que se correspondan con nuestra civilización y con nuestro ser profundo. Si fuese necesario, tendríamos incluso que internarnos en el centro de la batalla o en cualquier otro sitio. Yo mismo nunca me quejaría, por ejemplo, de lo difícil que resulta a veces trepar a una montaña de 8.000 metros para obtener imágenes que sean todavía puras, claras y transparentes4.
Tras esta apreciación, el propio Wenders se interroga sobre el sentido de las palabras pronunciadas por Herzog (“No importa cuánto comprendí de aquella demanda de Werner de imágenes transparentes y puras”)5 y al hacerlo nos obliga, en cierto sentido, a cuestionarnos sobre el valor de nuestra mirada, es decir, sobre la naturaleza de la invidencia simbólica que se dibuja a nuestro alrededor. Sin embargo, será unos pocos años después, en 1991, cuando el director alemán nos hablará en Until the end of the world (Hasta el fin del mundo) no sólo de la enfermedad visual que nos domina, sino, especialmente, de las imágenes que emergen de nuestros sueños. Tomando como referencia las mismas, se insinuará un nuevo posicionamiento frente al vértigo de la hipervisibilidad tan sólo podemos oponer la interiorización de la mirada. Si ello es así, conviene que volvamos de nuevo a la fotografía de Paco de la Torre a la que con anterioridad nos hemos estado refiriendo, esa fotografía que excava en la arqueología del sueño y que, de una forma directa, guarda estrechas concomitancias con un pequeño lienzo (Oasis mental) pintado por nuestro artista durante 1997. En dicha tela, una cabeza permanece semioculta —con los ojos cerrados— en medio de un desolador paisaje. No sabemos si la misma emerge del desierto o si, por el contrario, está hundiéndose en él. En cualquier caso, este hecho carece de importancia, puesto que lo que en verdad se nos está haciendo ver en este pequeño cuadro es la posibilidad de un mirar que, construido a partir de silencios visuales, pueda perderse en la búsqueda de una imagen fundamentalmente vacía. No pensemos, sin embargo, que ésta es algo tras lo que no puede esconderse nada. La nada más absoluta, tal y como ya hemos apuntado, se encuentra en el espacio de la hipervisibilidad. Es por este motivo por lo que la pintura de Paco de la Torre tan sólo puede articularse como estrategia de un despojamiento, es decir, como aproximación a un vacío que niega la vacuidad. Por paradójico que esto resulte, en modo alguno debemos extrañarnos. A fin de cuentas este es un proceso que todos conocemos, dado que el mismo resulta muy semejante a lo que sucede cuando, impotentes para llenar una ausencia, dejamos que las cosas dejen de ser cosas para convertirse en máscaras.
1REDON, Odilon, “Confidencias de un artista”, en el catálogo de la exposición Odilon Redon. Colección Ian Woodner, Madrid, Fundación Juan March, I989, p. 24. 2ALBERTI, Leon Battista, Sobre la pintura, Valencia, Fernando Torres Editor, 1976, p. 178. 3VIRILIO, Paul, Estética de la desaparición. Barcelona, Anagrama, 1988, p. 4WENDERS, Wim, “Tokio Ga: diario filmado”, El Paseante, nº 8, Madrid, I988, pp. I32. Recordemos que el film de Wenders montado dos años después de su rodaje fue producido en I983-I985. Su estreno se produjo durante ese último año. 5WENDERS, W., OP. Cit., p. 133. |