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A propósito de la nueva figuración en españa (algunos artistas y lugares) (About the new figuration in Spain (some artists and venues))
Títle: A propósito de la nueva figuración en España (algunos artistas y lugares) (About the new figuration in Spain (some artists and venues)) Author: Albiñana, Salvador Publicaion: South / Sud The New Figuration in Spain
Un día de marzo. Conversación con artistas invitados a Sur / Sud. La Nueva Figuración en España / La Nouvelle Figuration en Espagne, proyecto de Bernard Plossu y Solange Triger acogido con generosidad por Robert Bonaccorsi en la Villa Tamaris, en Seyne-sur-mer, pequeña ciudad cercana a Toulon. Un centro que desde 2003 se ha interesado por diversas corrientes del arte contemporáneo como la Figuration Narrative de los años sesenta; tendencia de fuerte impronta política, de la que en 2008 pudo verse una completa exposición en el Grand Palais, en París.
Un apacible atardecer en el que hablamos del etiquetado artístico y de lo que comparten quienes participan en esta muestra —la pintura y la figura. En el amplio comedor de profesores en el que nos reunimos, en el Colegio Rector Peset, había fotografías, cuadros y dibujos de artistas que han expuesto en la Sala de la Muralla de este centro de la Universidad de Valencia. El retrato de Joseph Brodsky ante el San Michele veneciano, de Damián Flores, fue el testigo de las palabras de Rosa Artero, Marcelo Fuentes, Joël Mestre, Paco de la Torre y Teresa Tomás. Tiempo después me fueron llegando comentarios de los pintores que, junto con Enric Balanzá y Gonzalo Sicre, completan el Sur figurativo que aquí se cataloga: Ángela Acedo, Isabel Esteva, Juana Jorquera, Damián Flores, Dis Berlín y Ángel Mateo Charris. Este apunte da cuenta de cosas que se dijeron aquella tarde, de las notas que me ha traído el correo, y de algunas lecturas.
1. Estambul Portátil En el origen de la Villa Tamaris hay una fascinante historia que hubiera merecido un álbum de grabados como aquellos tan bellos y apreciados en el Ochocientos. En 1855 Blaise Jean-Marius Michel, competente capitán de la marina mercante francesa, recibió un sugestivo nombramiento: Director General de Faros y Balizas del Imperio Otomano, cargo que no era ajeno a la Guerra de Crimea, aunque ésta finalizaría poco después. Michel tenía entonces treinta y seis años y el cometido le llevó a Estambul —aún reciente la presencia por sus calles de Téophile Gautier y de Gustave Flaubert—, en la que residió por largo tiempo. El buen oficio de Michel y la asombrosa construcción, en apenas una década, de ciento once faros entre los mares de Mármara, Negro y Egeo, le procuraron la dignidad honorífica de “Pacha” en 1879. Para entonces había acumulado una considerable fortuna que todavía incrementaría al beneficiarse de concesiones comerciales en los muelles y docks del Cuerno de Oro. De vuelta en Francia, la nostalgia de los palacetes turcos que tanto había frecuentado le animó a promover una estación para acomodados turistas y ricos propietarios, y Michel Pacha, como era conocido por entonces, decidió edificar elegantes villas en la colina Tamaris, cerca de su natal Sanary-sur-mer, un lugar que casi sin proponérselo alentaba la evocación. “On dit que c’est plus beau que le fameux Bosphore et je le crois de confiance, car je n’avais jamais rien rêvé de pareil”, escribió George Sand en 1861. No tardarían en aparecer mansiones ajardinadas con palmeras, jazmines, escilas, anémonas, nopales y otras cactáceas, un edén botánico que reunía el mediterráneo con el trópico y el oriente. Una de las villas —encabalgada sobre la bahía del Lazaret- quedaría inacabada por la trágica muerte de la esposa de Michel, Marie-Louise Séris —asesinada en 1893- para quien había ordenado construirla. Esa “grande maison” es la que conocemos como Villa Tamaris, ensoñación orientalista de un marino que viajó de continuo de un extremo al otro del Mediterráneo gracias a la llegada del barco de vapor, notable logro técnico que, como recuerda Orhan Pamuk, permitía salvar la distancia entre París y Estambúl en apenas once días. La biografía de Michel se confunde con esas repetidas atalayas que orientan a los navegantes, con esos faros —diamantes que giran los llamó Luis Cermuda- que traen al recuerdo los muchos que cautivaron a Edward Hopper en las costas de Maine, una geografía a la que se fueron a pintar Charris y Sicre hacia 1995.
2. Un cierto retorno metafísico No resulta fácil escapar a la catalogación, educados como estamos en la taxonomía. En el convulsivo fluir de estilos y formas que conviven y rivalizan desde los años de las vanguardias de entreguerras, la pintura de trazo cuidado, cierta intención literaria y desinteresada del compromiso político, ha contado con desigual crédito desde la segunda mitad del siglo veinte. Ciertamente, muestras como Les realismes, 1919-1939, organizada por Jean Clair en el Centre Georges Pompidou, a fines de 1980, o la que ese mismo año se pudo ver en Bolonia y Ferrara, La Metafisica: gli Anni Venti, al cuidado de Renato Barilli y Franco Solmi, fueron decisivas en la consideración historiográfica de la pintura figurativa y anclada en el mundo exterior como episodio mayor de la cultura contemporánea, como lugar desde el que se habrían renovado géneros, técnicas y maneras de ver, convirtiéndose de ese modo en uno de los rostros de la modernidad en las artes. No obstante, en la década de los ochenta, si bien se apuntaba el regreso de la pintura, predominaba la severa condena o el desdén de los informalistas y los conceptuales, cuya hegemonía se hacía notar en galerías, ferias, museos y en la prensa especializada. Recuérdense las diatribas de Joseph Beuys, de cuyas clases en Düssseldorf huían despavoridos algunos alumnos, o el paroxismo matérico y gestual de Antoni Tàpies. Tarea titánica ésta de aplicarse en España al pincel, el lápiz, la figura, el relato y la ficción —y la Teogonía nos recuerda que tras su derrota los Titanes fueron encerrados en el Tártaro. Un suburbio del arte oficial, observó Joël Mestre hace unos años.
Entre quienes se dedican a la pintura figurativa predomina el trabajo en solitario, y por tanto resulta complicado cartografiarla con precisión. No sólo porque es un territorio vasto, también porque está lleno de voces muy personales, de artistas de acusada impronta extraterritorial. “No es tiempo de grupos”, escribe Charris. “No me siento parte de ningún grupo, tan sólo estoy a gusto con vosotros”, dice Rosa Artero. “Creo que hay grupo”, afirma Teresa Tomás, “pero quizá falta el nombre”. La etiqueta —apunta Mestre— resulta útil para el artista, puede ayudarle a comprender mejor lo que está pintando; puede servirle para definirse con ella, pero también para darle la espalda y guardar las distancias.
Esta dificultad de agrupar y rotular recuerda la que tuvieron aquellos escritores y pintores mexicanos que a mediados de los años veinte propugnaron una literatura cosmopolita y un arte alejado del muralismo didáctico y oficial. Grupo sin grupo, lo llamó Xavier Villaurrutia, uno de sus más valiosos integrantes y poeta con buena mano para el dibujo. Tan sólo un grupo de amigos, escribió Ortiz de Montellano, director de Contemporáneos, la revista vanguardista en la que colaboraban todos ellos, de cuyo diseñó se ocupó el español Gabriel García Maroto. Grupo de forajidos rechazados por el agobiante academicismo nacionalista y revolucionario, arriesgó a decir el agudo ensayista Jorge Cuesta. O Grupo de soledades, afirmó Jaime Torres Bodet, diplomático y escritor en el Madrid de la Revista de Occidente; una imagen evocada por Juan Manuel Bonet que en un texto reciente ha hablado de “soledades juntas” para referirse a algunos de estos pintores. Claro que los Contemporáneos tuvieron un problema que hoy ha dejado de serlo: la ausencia de un manifiesto. En la época de las vanguardias era un requisito inexcusable; pero entre sus herederos, hastiados, sin duda, de tanta proclama, y despreocupados de las escuelas y los anatemas, ya no lo es en modo alguno. Por lo demás, en la figuración española de estas últimas décadas no ha habido ninguna exposición fundacional y de claro alcance programático.
“Decimos figuración y ¿qué quiere decir figuración?”, se preguntaba Dis Berlín en una conversación reciente con Guillermo Pérez Villalta y Paco de la Torre. “Yo creo que los mejores títulos —concluía celebrando etiquetas como Der Blaue Reiter o Die Brücke— no son los que aluden directamente al contenido sino aquellos que provocan una especie de ráfaga poética.” A mediados de los años ochenta, Dis Berlín propuso el nombre que ha gozado de mayor fortuna: neometafísica. Un término que para Joël Mestre aclara más que confunde y le permite situar su trabajo —esas imágenes dispuestas como en aquel extrañamiento entre los objetos que quería Alberto Savinio— en la tradición en la que se reconoce, la que se inicia con las vanguardias históricas y el rifirrafe de los ismos. Paco de la Torre ha sugerido un nuevo rótulo: figuración postconceptual, denominación algo alambicada que ha matizado con un cauteloso “aire de familia”. Aire de familia. Una aproximación a la figuración postconceptual es el título de la muestra que organizó a comienzos de 2013 para My Name’s Lolita Art, una galería muy atenta a estos modos de pintar.
Ciertamente, no resulta fácil hilvanar autores y momentos entre Luis Gordillo y la Neometafísica, opina Juan Manuel Bonet, entusiasta defensor de artistas de las dos orillas, la figurativa y la abstracta, sea esta de acento lírico o admita el rigor de la geometría. Estamos lejos de conocer con detalle ese periodo del arte español que comienza en los años sesenta, un periodo lleno de recovecos y bifurcaciones y entreverado con los afanes del combate político contra la dictadura. Ha empezado a ordenarse con Los Esquizos de Madrid. Figuración madrileña de los 70, presentada en el Centro de Arte Reina Sofía, en 2009. Algunos de esos esquizos, como Guillermo Pérez Villalta o Carlos Alcolea, eran —lo recuerda Ángel González en el catálogo— quienes hablaban con más solvencia de la pintura abstracta.
La historia de la figuración española en estas dos últimas décadas —un relato arborescente y laberíntico— no se entiende de manera cabal sin la obra de Dis Berlin, resultado, como dijera Quico Rivas, de un delicado pacto entre un ojo psicodélico, fluctuante y eléctrico, y un ojo analógico, ilustrado y racionalista. Ojo siempre atento a lo que sucede en otros estudios que le ha valido el calificativo de gran cazatalentos que le otorgó Juan Manuel Bonet, crítico y amigo, muy unido al pintor. A la iniciativa de Dis Berlin se debe El Caballo de Troya, galería y editorial de obra gráfica creadas en 1991, cuyas tarjetas estuvieron al buen cuidado de Xesús Vázquez, otro artista que se resiste a la catalogación. En aquel animado espacio de la calle del Salitre, en Madrid, con paredes siempre colmadas a la manera de un gabinete de coleccionista, expusieron, entre muchos otros, Carlos Franco, Jaime Aledo, Damián Flores —que hizo allí sus dos primeras individuales—, Juan Correa, y también fotógrafos como Javier Campano y Luis Baylón. Ese mismo año, organizaba en la galería Buades El retorno del hijo pródigo, una colectiva clave a juicio de Bonet, en la que había obras de Manuel Sáez, Pelayo Ortega, Antonio Doménech, Luis Frangella, María Gómez o Antonio Rojas, y donde se exhibió el disberlinesco objeto “Sillón de Matisse” que hoy pertenece a la colección del Museo de Teruel. Ese retorno, que invocaba a Giorgio De Chrico, también viajó al certamen de Contraparada, en Murcia y tuvo una segunda entrega —en la que ya nos tropezábamos con Charris— en la galería Columela. Recuerdo que a comienzos de 1991, en su casa de la calle Mayor, en Madrid, Dis Berlin me habló de El cuadro infinito, proyecto de largo aliento cuya primera entrega presenté en la Sala de la Universidad de Valencia con una breve nota de Alberto Luna. Aquel caleidoscopio de cuarenta óleos dispuestos como una envolvente y jeroglífica elipse dejaba claro el gusto de su autor por la pintura, los colores, el juego y el ensueño. La obra y el montaje —documentado en una foto de Javier Campano-, causarían gran impacto en artistas algo más jóvenes como Paco de la Torre, Teresa Tomás y Fernando Cordón que no hacía mucho habían creado el colectivo L3C, Los Tres Caballeros. El cuadro infinito —que tuvo pronto una segunda edición en Buenos Aires, por desgracia no catalogada—, fue la ocasión para editar una serigrafía en la que aparecía un olímpico artista provisto de paleta y pincel, una imagen que, junto a la del ciervo, ha utilizado el pintor como emblema en todas sus publicaciones. Unos años después, en aquella Sala pudo verse El extraño sueño de los Hermanos Rorschach, fantástico relato pintado por Bloise & Berlin que logré catalogar.
Esos retornos madrileños tendrían continuidad en Muelle de Levante, presentada en el Club Diario Levante, en Valencia, en 1994, que luego hizo bolos por Madrid, Almería, Alicante, Murcia y Palma de Mallorca. Los comisarios, Juan Manuel Bonet y Nicolás Sánchez Durá, acabaron de moldear una idea de Dis Berlin que por entonces vivía en Las Rotas, en Denia, con Andrea Bloise. Fue una muestra importante y un buen registro de la figuración que se hacía en la España mediterránea mediada la década de los noventa. A algunos de los artistas de aquel Muelle los encontramos ahora en la Villa Tamaris: Enric Balanzá, Ángel Mateo Charris, Dis Berlin, Joël Mestre, Gonzalo Sicre, Paco de la Torre y Marcelo Fuentes. De éste último —un artista que nos ha enseñado otro modo de mirar los edificios y las calles—, organicé ese mismo año en la Sala de la Universidad de Valencia la exposición Una ciudad. Por ese entonces, Charris ya nos había enseñado su República de Cartagena y la estaba convirtiendo en una de las geografías de la neometafísica. Allí trabajan Juana Jorquera y Ángela Acedo, invitadas a este Sur.
Acercándonos al fin de siglo, en 1999, hubo colectivas como Canción de las figuras, al cuidado de Enrique Andrés Ruiz, y Figuraciones que daba cuenta, al decir del coordinador José Marín-Medina, de la presencia de “lo figural como motivo” en el arte joven español. Ordenada con sentido geográfico —Sevilla, Valencia, País Vasco, Barcelona, Madrid y Galicia—, el apartado valenciano tuvo como comisario a Bonet, entonces director del Instituto Valenciano de Arte Moderno. El IVAM había presentado poco antes una muestra de gran calado: Realismo Mágico. Franz Roh y la pintura europea, 1917-1936. Otra colectiva también importante fue Pieza a Pieza, iniciativa de Dis Berlín producida en 2002 por el Instituto Cervantes: un elogio del pequeño formato y del coleccionismo de gabinete en el que coincidían una vez más pintores y fotógrafos. En su texto preliminar esbozaba las oscilantes analogías que había entre artistas de diferente generación y acotaba los lindes: “La delimitación figurativa no es gratuita. He pretendido repasar, aun cuando faltan algunos nombres, la continuidad de la figuración madrileña de los 70 en la dispersión y multiplicación de los lenguajes figurativos de los 80 y los 90. Tras los sarampiones “neo-expresionista” y “transvanguardista” de principio de los 80 cada artista ha elegido su camino y unos pocos han logrado construir mundos propios. Más allá de un cierto retorno metafísico, el valor más destacable es la recuperación de la pintura como oficio y un marcado desdén por las modas artísticas.”
Dis Berlin continúa alentando el regreso de la pintura y mantiene la pasión por el trabajo de otros artistas. Pasión compartida en Paisajes Imaginarios y Paisajes interiores: el paisaje como autorretrato, que se vieron en Siboney, en 2008 y 2010; Natura silente, sobre el bodegón como género, expuesta ese último año en la galería Gema Llamazares, en Gijón; y la reciente, Laberintos, que se exhibió en 2011 en las sevillanas Félix Gómez y Murnau Art Gallery. Mantiene vivo también el afán por trazar puentes entre estudios repartidos aquí y allá por España y en estas muestras ha convocado a pintores frecuentados y a otros apenas descubiertos. Algunos de sus nombres son María Gómez, Carlos García-Alix, Emilio González Sáinz, Miguel Galano, Elena Goñi, Chema Peralta, la barcelonesa Leo Wellmar, Esther Revuelta, José Luis Mazarío y Pedro Estebán —con quienes suele hablar del oficio de la pintura-, Ramón David Morales, Joan Boy, o el sevillano José Miguel Pereñíguez, a quien conoció a través de Paco de la Torre y Teresa Tomás, artistas que animan la revista multidisciplinar Mundos, que también han colaborado en tejer esta trama de la nueva figuración.
El último de sus proyectos —Retratos de escritores españoles— es un work in progress que renueva la cercanía de las artes y las letras y trae a nuestros días la disciplina del encargo, un tanto olvidada. El encargo es un acicate, admite Joël Mestre entusiasmado con el casi acabado retrato de Rafael Sánchez Ferlosio y mirando ya de reojo a Juan Benet. Los poetas Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Vicente Aleixandre, Francisco Brines, José María Álvarez y Claudio Rodríguez irán por cuenta de José Luis Mazarío, Esther Revuelta, Paco de la Torre, Manuel Sáez, Charris y Damián Flores, que también nos mostrará a un Benito Pérez Galdós tras el que asoma el Madrid castizo. Muy cercano a los libros, Flores ha dibujado a 39 escritores y medio y a 44 escritores de la literatura universal, obras de Jesús Marchamalo publicadas por Siruela, y también ha colaborado en Escritura y melancolía, ensayo de Juan Domingo Argüelles, y en Madrid y el arte nuevo. Vanguardia y arquitectura (1925-1936), un estudio de Fernando Castillo, ambos editados por Fórcola. Otro artista cercano a los libros —tan cercano que también escribe— es Charris, autor de un cartapacio sobre Patrick Modiano que apareció en la revista Turia, en 2007. Ha ilustrado para Galaxia Gutenberg El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y Grandes esperanzas, de Charles Dickens, para la que ha realizado un centenar de espléndidos dibujos.
Con el retrato —pintura o efigie que representa alguna persona o cosa, leemos en el Diccionario de la Real Academia— resulta difícil escapar del referente real, de la figura, que sería —de nuevo la Academia- la estatua o pintura que representa el cuerpo de un hombre. Figura y representación, en suma. Las ha definido bien Félix de Azúa en su Diccionario de las Artes, de modo que me permito ofrecer al lector el inicio de una de sus entradas:
“FIGURATIVO: Llámase “figurativa” (o representacional) toda pintura, escultura o representación en general, destinada a ser vista y en la que aparecen hombres, mujeres, niños, animales, vegetales, minerales, paisajes, los fenómenos meteorológicos a ellos asociados, utensilios, objetos naturales y artificiales, en fin, todos los seres orgánicos e inorgánicos cuyos nombres se encuentran en los diccionarios. Es imposible representar figurativamente lo que no se encuentra en los diccionarios. Ése es el motivo de la invención de la pintura no figurativa.”
Cartagena, Madrid, Sevilla —con una tradición que arranca de Carmen Laffón y de la intensa década de los ochenta—, Valencia, Santander o Tarifa, son algunos de los lugares posibles de la figuración española. Tan diversos como las galerías que apostaron por ella —Buades, Columela y El Caballo de Troya, Temple, Arco Romano, Sen, Sala de eStar y Muelle 27— o siguen haciéndolo: Magda Bellotti, Rafael Ortiz, Utopia Parkway, Birimbao, Víctor Saavedra -donde puede verse obra de Jan Knapp, uno de los que debió abandonar las clases de Beuys-, Senda, Juan Manuel Lumbreras, Marisa Marimón, y La Naval, muy activa desde sus inicios en 1995, donde Bernard Plossu acaba de mostrar sus retratos de Isabelle Huppert. Cerrando una lista tan plagada de faltas, Estampa, My Name’s Lolita Art y Siboney, trinchera del resistente Juan Riancho, son las galerías de guardia de la figuración.
En este apresurado inventario deben aparecer espacios como la Muralla Bizantina, el Museo de Teruel, la asturiana Sala Robayera, o la Universidad de Valencia de la que puedo hablar con algún conocimiento. Entre 1987 y 1994, la Sala de Exposiciones, que por un tiempo dirigí con Nicolás Sánchez Durá, presentó una de las primeras individuales de Alberto García-Alix y editó los primeros catálogos Ana Prada, Javier Campano, Angie Kaak o Marcelo Fuentes. En estos últimos años, la Sala de la Muralla del Colegio Rector Peset ha acogido el trabajo de artistas del amplio planeta figurativo. Entre otros, el pasear errante por la ciudad de fotógrafos como Bernard Plossu y Luis Baylón en el que aparece Solange Triger, una pintora cuyos trabajos con la luz como materia primordial también se han visto en la Sala; las pequeñas esculturas con maderas de variada textura y densidad con las que Antoni Doménech dibuja de otro modo la forma única y repetida del pez y nos ofrece una peculiar historia natural que lleva camino de convertirse también en una historia moral; los cuidados papeles de Manuel Sáez para quien dibujar es la mejor manera de pintar; los irónicos relatos que a partir de Samuel Beckett hicieron Xisco Mensua, Oriol Vilapuig y Mim Juncà con el auxilio de Jacques Moran; o el mundo encantado, colmado de estrellas y mandalas, de Andrea Bloise sobre el que escribió Juan Manuel Bonet. También han expuesto artistas cuya obra ha viajado a la Villa Tamaris. Paco de la Torre colgó por unos días las Soleás dedicadas a Góngora. Joël Mestre presentó Marvazelanda, punto imaginario situado entre el estudio y sus antípodas, al decir de un pintor en quien ejercen gran atracción la virtualidad tecnológica y los colores y códigos comunicativos de la señalética. Enric Balanzá —pintor de lo cotidiano, como le ha calificado Bonet—, exhibió algunos de sus polípticos, un recurso narrativo que frecuenta. Voy pintando y los cuadros se buscan, afirma. Damián Flores mostró Homenajes y Retratos, donde reunía la memoria emocionada de su infancia y retratos de amigos, artistas o escritores como el huidizo Pawel Hrádok. Flores es el autor de “La visita imposible”, un mural que preside el vestíbulo del Colegio y recuerda la pasión de este pintor por la arquitectura racionalista, un interés que también está en el trabajo de Paco de la Torre. Por último, Marcelo Fuentes expuso sus dibujos de solitarios edificios de playas también silenciosas. Unos dibujos que acompañaron las fotografías de Bernard Plossu en Ciudades y Paisajes, exposición que preparé para el MuVIM, en 2006, que luego se vio en la Base- sous- marine, en Burdeos.
3. Hacia 1910 y mucho después En 1910 Giorgio de Chirico pintó “Enigma de una tarde de otoño”, considerado el primer cuadro de lo que pronto llamaremos pintura metafísica. Fue resultado de una revelación que tuvo en la plaza de la Santa Croce, en Florencia, una revelación, aclara Maurizio Calvesi, creada y deseada, construida. De manera súbita, afirmó, “tuve la extraña impresión de mirar aquellas cosas por primera vez, y la composición del cuadro se reveló al ojo de mi mente”. A partir de ese momento sus lienzos se convirtieron —como escribió el pintor— en un inmenso museo de extrañezas.
Ese mismo año, otro pintor y en otra ciudad tuvo también una revelación aunque ésta, al parecer, más azarosa. La ciudad era Munich, donde por cierto había estudiado De Chirico, y el pintor, Vasili Kandinsky. Un día, al entrar en el taller, quedó atrapado por una pintura de extraña belleza en la que se veían formas y colores sin motivo ni tema; al acercarse se resolvió el enigma: era uno de sus últimos trabajos, pero había quedado mal apoyado en la pared. Acababa de descubrir —lo cuenta con inteligente ironía Félix de Azúa- la esencia del arte abstracto: que los colores dejaran de ser esclavos del objeto, que la obra de arte prescindiera de cualquier realidad exterior a ella. Claro que el sentimiento del objeto no tardaría en volver a florecer, como recordó Franz Roh en 1925.
Como quiera que sea, lo que en estos dos episodios de 1910 podía resultar antagónico ya no lo es en nuestros días, el umbral entre la representación del objeto y lo que podríamos considerar su sombra o su lejano reflejo, se ha desvanecido entre quienes pintan con la mano y no con los brazos. En la figuración siempre ha habido —Antonio Rojas sería un ejemplo— quien ha mirado hacia la orilla contraria. Antoni Domenech ha cruzado esa frontera en repetidas ocasiones, en doble dirección, y lo hace ahora con esos peces a los que me he referido. La abstracción geométrica o los casi infinitos repertorios ornamentales y decorativos de las cuatro partes del mundo se reiteran en una obra como la de Dis Berlin. Todas las familias del arte contemporáneo —escribe Charris— fluyen y se entrelazan en el caótico delta de no se sabe qué mar. Para ser un buen figurativo hay que entender la abstracción, me dice Flores que comparte estudio con algunos pintores abstractos y debe ver sus trabajos a diario; mis obras son resultado de mis admiraciones y entre ellas están Corot o Balthus, pero también Ben Nicholson, concluye. The Rothko Room es el título del cuadro de Gonzalo Sicre premiado meses atrás por un jurado del que formaban parte Juan Manuel Bonet y Antonio López.
En la obra de los figurativos conviven varios museos imaginarios. Uno es italiano, ceñido sobre todo a Giorgio De Chirico, Carlo Carrà, Giorgio Morandi, Mario Sironi y Alberto Savinio, autor éste bien estudiado por Joél Mestre. De todo ese grupo de Valori Plastici atraen la limpieza y el orden compositivo y la versatilidad, la abierta curiosidad por tantas cosas: la música, el diseño gráfico, la fotografía, la literatura y el espectáculo, las artes decorativas y aplicadas, la pintura narrativa, el recurso al bodegón y el gusto por las máquinas, los objetos y los artefactos, un compendio, en suma, de lo que será el resto del siglo, o de lo que es, si se me permite un ejemplo menos solemne, el estudio de Teresa Tomás y de Paco de la Torre. El otro museo viene de los Estados Unidos con Edward Hopper, a modo de padre fundador, pero salta de inmediato a autores ya educados en la fotografía y más cercanos al Pop como Ed Ruscha, James Rosenquist o Alex Katz; en algún caso —Ángela Acedo— se menciona a Geogia O’Keeffe, la pintora de Taos, otro de los muchos lugares de Plossu. De vuelta a Europa, son evidentes las cercanías de la figuración española con la Nueva Objetividad alemana, o con alguno de los raros como Aleksandr Deineka, ortodoxo con el realismo soviético, que tanto interesó a Quico Rivas. En la influencia que haya podido ejercer la vanguardia histórica española —una influencia escasa y reciente— han sido determinantes los estudios de Juan Manuel Bonet sobre las artes y las letras entre 1907 y 1936. Valga la mención a Maruja Mallo, muy viva en el Madrid de los ochenta; al luminoso José Jorge Oramas; a las obras del casi inédito Joan Sandalinas; y a las extrañas escenas marinas de Urbano Lugrís.
En esos museos imaginarios llenos también de fotografías, de collages, fotomontajes, películas, canciones y de cibernética, la genealogía salva enormes distancias temporales porque no existe ningún progreso en el arte. Las distancias, en el tiempo y en las maneras, que existen entre Leon Spilliaert, el Museo Egipcio de El Cairo, Giotto, el Panteón de Agripa, Nicolás Poussin, David Hockney, Francis Picabia, Joseph Cornell, Sigmar Polke o Gerhard Richter, aunque al referirse a autores de cronología más cercana se reiteran Luc Tuymans, Peter Doig, Julian Opie, Marcel van Eeden o Neo Rauch. Cabría hablar —observa bien Charris- de un cierto zeitgeist no estrictamente español, de una generación que cree en la pintura como potente medio de expresión en medio de una eclosión de nuevas tecnologías y nuevas formas de comunicación que están transformando la relación entre el objeto artístico y el espectador.
Escribe Borges que cuando comienza un poema suele divisar el final y también el inicio, pero no lo que se halla entre ambos momentos, algo que se le revela de manera gradual, según dicten los astros o el azar. No sé si sucede algo similar en quienes se dedican a esa tarea también solitaria de pintar o dibujar. Las recetas, ciertamente, son infinitas. Antes de coger el pincel —con el que dice percibir mejor el sentido del tacto que haciendo esculturas—, Teresa Tomás trabaja con el ordenador preparando los bocetos en tres dimensiones. Paco de la Torre, en ocasiones, no se acerca al caballete sin haber rodado breves vídeos, a la manera de pensamientos que se mueven antes de detenerse en el lienzo. Pero hay también cuadernos de notas. Marcelo Fuentes reitera su amor por el lápiz sin el que nunca sale a la calle y no es raro encontrarlo tomando apuntes delante de algún edificio sobre el que cae la luz a una determinada hora del día. En su obra, al igual que sucede en la de Enric Balanzá o Rosa Artero, hay una mayor presencia del referente exterior y real, pero algo más alejada, Isabel Esteva tiende a esconder una alberca de la que apenas vemos reflejos y trazos como de caligrafía oriental.
Lápices de grafito con los que hacer esbozos en el papel; acuarelas, vídeos o collages previos al lienzo; pequeños escenarios con objetos para pintar del natural; fotografías preparatorias y programas informáticos; la elección de un color —en la que mucho tiene que decir el estado de ánimo, pero también el clima—; decidir la medida y la escala de las figuras, que resultarán decisivos para la intensidad que logre la obra; la determinación del motivo… los recursos son tan variados como las cuestiones que se deben resolver. Al final, un dibujo o un cuadro que, en cualquier caso, siempre hay que pintar huyendo de la retórica agazapada en la repetida destreza y en el oficio adquirido. No pinto con certezas, sino con dudas, me dice Dis Berlin.
y 4. Sobre poemas y dibujos, Borges y Steinberg “La doctrina romántica de una Musa que inspira a los poetas fue la que profesaron los clásicos; la doctrina clásica del poema como una operación de la inteligencia fue enunciada por un romántico, Poe, hacia 1846. El hecho es paradójico. Fuera de unos casos aislados de inspiración onírica —el sueño del pastor que refiere Beda, el ilustre sueño de Coleridge—, es evidente que ambas doctrinas tienen su parte de verdad, salvo que corresponden a diferentes partes del proceso. (Por Musa debemos entender lo que los hebreos y Milton llamaron el Espíritu y lo que nuestra triste mitología llama lo Subconsciente). En lo que me concierne, el proceso es más o menos invariable. Empiezo por divisar una forma, una suerte de isla remota, que será después un relato o una poesía. Veo el fin y veo el principio, no lo que se halla entre los dos. Esto gradualmente me es revelado, cuando los astros o el azar son propicios. Más de una vez tengo que desandar el camino por la zona de sombra. Trato de intervenir lo menos posible en la evolución de la obra. No quiero que la tuerzan mis opiniones, que, sin duda, son baladíes. El concepto de arte comprometido es una ingenuidad, porque nadie sabe del todo lo que ejecuta. Un escritor, admitió Kipling, puede concebir una fábula, pero no penetrar su moraleja. Debe se leal a su imaginación, y no a las meras circunstancias efímeras de una supuesta “realidad”.
Jorge Luis Borges, La rosa profunda, 1975; fragmento del prólogo.
“Como estudiante de arquitectura hice con el colegio un hermoso viaje de estudios a Ferrara y Roma. Fue allí donde por primera vez hice dibujos del natural. Yo, que no había temido una preparación artística profesional y que había aprendido a dibujar haciendo dibujos, hasta ese momento había pensado más que nada en el dibujo inventado, en cosas de fantasía. Durante aquel viaje entendí lo difícil que es hacer un dibujo del natural, lo importante que es entender la naturaleza, la verdad de la realidad. Entender la verdad del objeto del dibujo —hombre, arquitectura o paisaje— es algo complejo, porque no es una verdad visible, una verdad superficial. Y requiere un gran esfuerzo, un compromiso que a veces, por pereza, se intenta evitar (es más fácil inventar). Hay que ser capaz de establecer una complicidad con el objeto que se dibuja hasta llegar a un conocimiento profundo del mismo. No se dibuja bien si se miente. Y al revés: si en un dibujo del natural se ha dicho la verdad, el dibujo se convierte automáticamente en un buen dibujo. Otra dificultad del dibujo del natural es que nos obliga a encontrar respuestas a preguntas que nunca nos habíamos planteado. Lo que se logra trabajando en el estudio es a menudo una respuesta a preguntas que ya se conocen.”
Saul Steinberg y Aldo Buzzi, Reflejos y Sombras, 2001; inicio del capítulo 4.
Como ya he advertido, para este apunte me he servido de comentarios de los artistas que exponen en Sur / Sud, y de lo que he aprendido en libros que se mencionan en la nota final. Entre las lecturas debo destacar la de Jorge Luis Borges y la de Saul Steinberg, que ha sido para mí un descubrimiento reciente. Lo que dicen uno y otro acerca de su experiencia al escribir un poema o al dibujar del natural tiene que ver, a mi juicio, con el extraño misterio y la escondida razón que hay en el acto de crear alguna cosa cuya utilidad o belleza no percibimos con claridad, o no percibimos de manera inmediata.
NOTA. He fechado la obra de Saul Steinberg y Aldo Buzzi de acuerdo con su primera edición, Riflessi e Ombre (Milán, Adelphi Edizioni, 2001). Reflejos y Sombras (Valencia, Media Vaca, 2012, traducción de María José Gil Mendoza); a los editores Vicente Ferrer y Begoña Lobo debo agradecer la referencia de la versión francesa, Ombres et Reflets (París, Christian Bourgois Éditeur, 2002, traducción de Hugues de Giorgis). Jorge Luis Borges, La rosa profunda, Buenos Aires, Emecé, 1975. Maurizio Calvesi, La metafísica esclarecida. De Chirico a Carrá, de Morandi a Savinio, Madrid, Visor, 1991 (la edición original se publicó en 1982). Félix de Azúa, Diccionario de las Artes. Nueva edición ampliada, Barcelona, Debate, 2011 (la primera edición se publicó en 1995). Acerca de los artistas mencionados resulta de interés el trabajo de Paco de la Torre, Figuración Postconceptual. Pintura española: de la Nueva Figuración Madrileña a la Neometafísica, 1970-2010 (Valencia, Universidad Politécnica de Valencia, 2011). |