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DAMIÁN FLORES. LA LUZ DE LA MEMORIA.

Galería Alejando Sales. Barcelona. Junio 2015.

 

Pintor literario donde los haya, la obra de Damián Flores Llanos desprende una extraña serenidad: una serenidad ajena, si se quiere, a la crueldad del mundo y a sus servidumbres. Sus cuadros reflejan una luz noble y quieta, respetuosa y frágil que, desde el recuerdo y la memoria, adquieren vida propia y se escapan lejos, muy lejos, dejándonos atrás. Podríamos decir que se trata de una pintura que se nutre de la misteriosa continuidad del tiempo. Así, en su ya larga obra, como agazapada bajo la osamenta del ayer, persiste incesante el latido de la vida: desde la mítica exposición El viaje de la pintura o la posterior Paseos y ensueños –con las que el artista extremeño se presentó a principios de los años noventa en Madrid– a sus series sobre la arquitectura racionalista o, más recientemente, en su peculiar homenaje al novelista francés Patrick Modiano, que bebe tanto de los ambientes noirs como de Tintín.

 

Ahora, en Barcelona, Damián Flores llega con la mirada puesta en la década de los cincuenta –otra época enterrada–, sin renunciar a ninguna de las dos vertientes de su imaginación: por una parte, la arquitectura –observen las chimeneas fabriles, de textura penetrante y abstracta, las estaciones de tren y los cafés–; por otra, el homenaje personal a sus más íntimos referentes artísticos. Y ahí, en esta Barcelona soñada, también encontramos las atmósferas impersonales de unos viandantes a menudo apresurados, como si la vida fuera eso: un fluir entre la decepción y el asombro; pero más lo segundo que lo primero. No se puede desdeñar tampoco la clave melancólica que actúa en el pintor en forma de bajo continuo, como una melodía infinita que abriera un espacio para la mirada. La clave de esta pintura reside no sólo en la mirada o en los formalismos de la destreza técnica, sino en esa atalaya desde la que uno contempla la carnalidad del mundo.

 

Damián Flores Llanos mira –y nos observa– desde la perspectiva del relato. Ninguno de sus cuadros, ni siquiera el más estático, carece del dinamismo de la palabra. Hay mucho aquí recogido del trabajo de fotógrafos como Francesc Català Roca o Miserachs, con los que Damián conversa y en quienes se inspira. Esa continuidad del tiempo pervive no sólo en el guiño a la urbe postolímpica de la Torre de Jean Nouvel, sino también en la cúpula granítica de la parroquia de Sant Pere Nolasc, eco de una ciudad –la barroca– que permanece superpuesta a muchas otras capas de la ciudad. Pero también en la imagen de los transeúntes bajo la lluvia –Colón, al fondo- o en la imponente “La Estación de Francia” que nos habla de la cuenta incesante de los días, con los labios sellados por el secreto. Este es sin duda uno de los lujos de la Barcelona de Flores, que es también la de Miserachs y de Català Roca, la de Juan Marsé y de Marià Manent, la de Josep Pla y de Gaziel, y la de todos nosotros: hombres anónimos, sin rostro, que cruzamos los bulevares y las ramblas de los años y las generaciones; que nos agolpamos en el puerto, en los bares y en los andenes; que vivimos solos y acompañados, que amamos y sufrimos; que constituimos, en definitiva, la autentica sustancia secreta de esta ciudad, Barcelona, o de cualquier otra, de la cual Damián Flores Llanos nos ofrece ahora, una mirada nueva y antigua, limpia y certera.

 

Daniel Capó

 

 

La luz de la memoria de Daniel Capó

 

Recuerdo que el día en que conocí a Damián Flores, en Madrid caía una lluvia intermitente y primaveral, que se confundía con la luz del atardecer. Era una luz mortecina, ligeramente porosa, sin aristas ni azules rotundos, como si el paño de la pintura se aprestara a tamizar el presente. Quedamos –así lo anoté puntilloso en mi dietario– en la plaza Manuel Becerra, cerca de su estudio, un antiguo secadero de plátanos de estructura intrincada, muros blancos y techos altos. Allí se apilaban en aparente desorden unas cuantas fotografías, los poemarios de Auden y Pessoa, los cuadernos de Josep Pla y un óleo, limpio y apaisado, sobre el arquitecto suizo Le Corbusier. De fondo, como una danza ritual, se oía el violento Allegretto de la octava sinfonía de Shostakóvich. Hablamos de sus cuartetos y de sus amantes –las de Shostakóvich, quiero decir–, de la fotografía veneciana de Sophie Calle, las ciudades de Adolf Loos, los cafés de Europa, de Manuel Chaves Nogales y Julián Ayesta, de Ernst Jünger en París y de la sombra de Trieste sobre el siglo XX. En ese preciso instante, mientras contemplaba alguno de sus cuadros desparramados por el suelo, y la música y la literatura planeaban sobre ellos, caí en la cuenta de la extraña serenidad que desprende la pintura de Damián Flores: una serenidad antigua, ajena, si se quiere, a la crueldad del mundo y a sus servidumbres. Pensé que ésa debía ser la luz de la memoria: una luz que retrata algo muy distinto al pasado, aunque sea del pasado de lo que habla. Una luz, me dije, que se anuda al presente, alumbrando con su trazo el sentido del tiempo; una luz noble y quieta, respetuosa y frágil, porque nos llega como una veladura de la imaginación que no se posa en un punto fijo, sino que desde el recuerdo adquiere vida propia y se escapa lejos, muy lejos, dejándonos atrás. Ese día escribí, –y lo he repetido ya en alguna que otra ocasión– que “la cultura es la verdadera gramática con la que Damián Flores desentraña el espinazo del mundo”. Son palabras quizás mayúsculas, pero también certeras. La pintura de Damián Flores testimonia la verdad de la escritura, que no es sino el regazo de la memoria. Una pintura que se nutre de la misteriosa continuidad del tiempo.

Frente a los experimentos que dan la espalda a la tradición, fue T.S. Eliot quien aseveró que el arte surge del diálogo con la muerte. Desconozco si nuestro pintor ha retratado en alguna ocasión al poeta angloamericano –como lo ha hecho, y de forma asombrosa, con tantos otros: de Joseph Brodsky a Azorín, de Andreas Feininger a Paul Morand-; pero, sin duda, la noción de la persistencia de la vida, agazapada bajo la osamenta del ayer, recorre toda su obra: desde la ya mítica exposición El viaje de la pintura o la posterior Paseos y ensueños –con las que el artista extremeño se presentó a principios de los años noventa en Madrid– a sus series sobre la arquitectura racionalista, el Nueva York, que ofreció en Santander, o su peculiar homenaje al novelista francés Patrick Modiano, que bebe tanto de los ambientes noirs como de Tintín. Ahora, en Barcelona, Damián Flores llega con la mirada puesta en la década de los cincuenta –otra época enterrada–, sin renunciar a ninguna de las dos vertientes de su imaginación: por una parte, la arquitectura –observen las chimeneas fabriles, de textura penetrante y abstracta, las estaciones de tren o los cafés–; por otra, el homenaje personal a sus más íntimos referentes artísticos. Y ahí, en esa Barcelona soñada, también encontramos las atmósferas impersonales de unos viandantes a menudo apresurados, como si la vida fuera eso: un fluir entre la decepción y el asombro; pero más, mucho más, lo segundo que lo primero. No se puede desdeñar tampoco en estos cuadros la clave melancólica, que actúa en forma de bajo continuo, como una melodía infinita que define un espacio para la mirada. Hablo, lo sé, del rigor de una disciplina, aunque la clave de su pintura reside no sólo en la mirada o en los formalismos de la destreza técnica, sino en esa atalaya desde la que uno contempla el mundo.

Damián Flores mira –y nos observa– desde la perspectiva del relato. Ninguno de sus cuadros, ni siquiera el más estático, carece del dinamismo de la palabra. Piensen en “La Estación de Francia”, imponente en su serenidad italiana y que, sin embargo, nos habla del conteo incesante de los días y de sus afanes, con los labios sellados por el secreto. O contemplen “El Prat”, ese homenaje a la aviación, con la pequeñez de una figura solitaria a pie de pista que nos da la espalda. Como asimismo nos dan la espalda, o se tapan el rostro, Francesc Català Roca –en su fingido autorretrato–, los transeúntes bajo la lluvia –Colón al fondo-, los fotógrafos junto al transatlántico, el viejo Renault años 30/40 –¿o quizás se trate de un Citroën?– y esa maravilla que evoca el sueño truncado de modernidad que fue el Bar Automàtic, en la Rambla de Canaletas. Hay mucho aquí recogido del trabajo de fotógrafos como el propio Català Roca o Miserachs, con los que Damián a menudo conversa y en quienes se inspira. Del mismo modo que esa continuidad del tiempo pervive no sólo en el guiño a la urbe postolímpica de la Torre de Jean Nouvel, sino también en la cúpula granítica de la parroquia de Sant Pere Nolasc, eco de una ciudad –la barroca– que permanece superpuesta a muchas otras capas de la ciudad. Y más aún en la pintura de Damián Flores, infinita como infinito es el arte cuando penetra en las entrañas de la realidad y la alumbra sin otra credencial que la mirada atónita o burlona del artista. Aunque éste es uno de nuestros lujos: compartir la Barcelona de Flores, que es la de Miserachs y de Català Roca, la de Juan Marsé y de Marià Manent, la de Josep Pla y de Gaziel, y la de todos nosotros: hombres anónimos, sin rostro, que cruzamos los bulevares y las ramblas de los años y las generaciones; que nos agolpamos en el puerto, en los bares y en los andenes; que vivimos solos y acompañados, que amamos y sufrimos; que constituimos, en definitiva, la autentica sustancia secreta de esta ciudad, Barcelona, o de cualquier otra, de la cual Damián Flores Llanos nos ofrece ahora, una mirada nueva y antigua, limpia y certera.

 

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