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PINTAR TODAVÍA

 

Título: Pintar todavía

Autor: Rodríguez Marcos, Javier

Publicación: Catálogo Exposición Canción de las figuras

 

 

ALGUNAS INTUICIONES A FAVOR DE LA PINTURA (Y EN CONTRA DE LA LITERATURA)

 

¿Pintar todavía? «La expresión de quienes pasean en las pinacotecas —escribe Walter Benjamín en una nota de Dirección única— revela una mal disimulada decepción por el hecho de que en ellas sólo haya cuadros colgados.» Se diría, efectivamente, que vivimos un tiempo de espectadores decepcionados. O mejor, de expertos decepcionados. De ahí que parezca que lo primero que hay que hacer a estas alturas de siglo al hablar de pintura, y más si es figurativa, es justificar el hecho de que alguien siga pintando y pretenda a la vez ser contemporáneo. La cuestión, evidentemente, se zanjaría eliminando esa pretensión de contemporaneidad y reduciendo el trabajo del pintor a una labor personal ajena a toda idea de tiempo y de historia (del arte). Sin embargo, cuando se sigue el juego de lo histórico como progreso lineal, no falta quien lance la pregunta «¿pintar todavía?», que deriva del lúcido cuestionamiento que desembocó en toda una serie de aparatosas muertes finiseculares: de Dios, de la metafísica, de la cultura...

 

¿Es, por tanto, la pintura un ejercicio póstumo, una lengua muerta? Evidentemente, no. Ni en términos absolutos (particulares) ni en términos relativos (temporales). No obstante, una afirmación tal proyecta automáticamente sobre quien la hace el halo de nostalgia y conservadurismo de quien se juega en el empeño algo más que un puñado de ideas. Pero ni esa afirmación es gratuita ni lo es su posible negación. En cualquier caso, como afirmaba en 1994 Nicolás Sánchez Dura al introducir la colectiva Muelle de Levante, una exposición que comparte varios nombres con esta Canción de las figuras, «no se trata de defender un regreso a la pintura, ni de una apología de la misma, entre otras razones porque nunca se fue y porque el supuesto cadáver tiene una mala salud de hierro. Pero sí se trata de ver y de juzgar hasta qué punto, y aquí surge de nuevo la paradoja, adoptar el sistema de convenciones significantes que la pintura representa redunda en una expansión de la libertad a la hora de crear y comunicar sentido, que es, a fin de cuentas, de lo que trata de forma peculiar el arte».

 

Así las cosas, si no se trata de defensa ni de apología, ¿de qué se trata? Tal vez no se trate de otra cosa, como apunta Dura, que de repasar una vez más las posibilidades de la pintura, es decir, no de plantear apocalípticamente si la pintura es contemporánea, sino de plantear qué pintura es contemporánea. De nuevo, podría decirse que lo que importa del sintagma pintura contemporánea es el sustantivo y no el adjetivo, pero esto devolvería la discusión a términos absolutos que sólo encontrarían respuesta en un discurso particular sin posibilidad de afirmación o negación.

 

A propósito del cuarto centenario de Velázquez, Jonathan Brown se preguntaba hace unos meses no por éste sino por el quinto, a celebrar dentro de cien años. «El arte del 2099 —aventuraba Brown— no tendrá ningún tipo de parecido con el arte de hoy; puede que los pintores ni siquiera existan, que hayan sido sustituidos por los magos de la tecnología, cuya idea del arte aún está por imaginar. Por lo tanto, Velázquez ya no será un precursor de nada que al público del 2099 le resulte familiar.»

 

Sigamos por un instante el hilo de la predicción de Brown y lancemos otra pregunta: ¿Podrá la pintura decir algo que no puedan o no vayan a decir los magos de la tecnología? De nuevo, ingenuamente, la respuesta es sí. Y lo es porque en la misma frase se podría sustituir a la tecnología por la fotografía, cuya aparición cambió el rumbo de todas las artes sin necesidad de cerrarles el paso —como no hicieron con ella sus inmediatas consecuencias: el cine y el vídeo—. De hecho, después de un largo siglo, pocos se atreverían a sostener que la fotografía es más moderna que la pintura. Es posible que lo único que sea es más reciente: es sabido que el progreso en arte no es lo mismo que el progreso en ciencia, donde las verdades superadas pasan al museo de pequeñas curiosidades y grandes relatos.

 

Por otro lado, pensar que una técnica, por más nueva, es también más revolucionaria supone insistir en el caduco axioma que identifica vanguardia (artística) con progreso (político), olvidándose de eso tan espinoso que es el talento individual y olvidando que si algo ha enseñado la historia del siglo XX, con la fiel ayuda de la economía de libremercado, es que los animales salvajes de hoy serán los domésticos de mañana. Y supone también pasar por alto, como recuerda Jean Clair, que los primeros museos sacralizadores del entonces revolucionario arte moderno comienzan a abrirse ya a finales de los años veinte.

 

(Todo ello sin dejar a un lado la actitud, entre ingenua y cínica, de ciertos marginales de lujo que proclaman la transvaloración de todos los valores no para superar los ajenos, viejos, sino para imponer los propios, bus-cando con sus discursos disolver el poder y con sus obras, sencillamente, ocuparlo. De ahí su continua necesidad de escribir una historia unidireccional y su recurrente afición, desde una teórica anti-canonización, a construir cánones, desde un miedo que se trata de combatir matando a los fantasmas de los que proceden: así se explica la continua muerte y resurrección de la pintura. Y del arte mismo, un muerto viviente bien alimentado por todos aquellos que para clamar al silencio y a todas las clausuras —empezando por la de la representación— no dejan de abrir la boca para engordar una retórica que, como al moribundo arte, les da bien de comer. A la vista de ciertos discursos, parece que algunos desconstructivistas andan montando empresas inmobiliarias de construcciones y contratas, con Benjamín en una mano y la cuenta corriente en la otra, reclamando para obras nacidas contra el culto al original las mismas prebendas que dicen combatir. En fin, cada iconoclasta genera sus fetichismos. Hace no tanto, una revista madrileña lanzaba un lema inequívoco: la vanguardia es el mercado.)

 

Al presentar la última edición de la Bienal de Venecia, alguien tan poco sospechoso como Haraid Szeemann —en cualquier caso, mucho menos que el veneciano Clair— afirmaba: «Más que en etiquetas, en nombres, tan útiles para los historiadores, pienso en un concepto amplio, superador del a veces falaz y equívoco territorio de lo “políticamente correcto”, un concepto que a la vez implique revolución, belleza, sensualidad. Mi Bienal no será temática. ¿Para qué un tema? El único tema es hacer una exposición bella.» Evidentemente, la siguiente pregunta llegaba sola: ¿Qué es, para usted, la belleza? «La belleza —contestaba— es sólo un elemento del arte, la intensidad es otro. Lo que antes reconocía como belleza y los demás decían que era fealdad, ahora, diez años después, se reconoce como la nueva belleza.» La respuesta de Szeemann recuerda a la de otro suizo, el arquitecto Peter Zumthor: «¿La belleza? Me han invitado a hablar dentro de poco sobre el tema. Por ahora lo único que puedo decir es que creo que existe.» De la verdad no diremos nada, porque ya sabemos que desde antiguo la belleza es el resplandor de la verdad, la verdad con alas. En fin.

 

Como se ve, los viejos conceptos gozan de esa mala salud de hierro de la que hablaba Sánchez Dura. Como pasa con las grandes palabras evocadas, hay tantas ideas de pintura como pintores. En los años cincuenta, Ad Remhardt, al frente de la abstracción norteamericana más radical, la que veía la forma como único contenido (del arte), lanzaba una prolija definición que vale tanto por lo que niega como por lo que, dándole la vuelta, podría afirmar: «En la pintura, para mí, nada de engañar al ojo, nada de ventana en el muro, ni ilusiones, ni representaciones, ni distorsiones, ni sadismo, ni terapia... ni payasadas, ni acrobacias, ni heroicidades, ni autoconmiseración, ni culpa, ni angustia, m supernaturalismo o subhumanismo... ni manierismo o técnicas, ni comunicación o información, ni herramientas mágicas, ni trucos del oficio, ni estructura, ni cualidades pictóricas, ni plasticidad, ni relaciones... ni irracionalismo, ni bajo nivel de conciencia, ni vuelta a la naturaleza, ni reducción a la realidad, ni espejo de la vida, ni abstracción de nada, ni sinsentido, ni compromisos, nada de confundir a la pintura con todo lo que no es pintura.» Claro está que él para mí de la respuesta de Reinhardt es el para usted de la pregunta a Szeemann. En cualquier caso, el artista norteamericano, ajeno aún a la pérdida —a la normalización, si se quiere— de la bienintencionada potencia crítica de la abstracción, abre, sin pretenderlo, resquicios por los que se cuelan nuevas viejas preguntas como la de qué puede expresar todavía la pintura, qué le queda por decir. Tal vez, mucho de aquello de lo que él reniega: ilusiones, representaciones, distorsiones, culpa o angustia. O, acaso, la simple realidad, sin necesidad de confundir figuración con realismo: la pintura realista es, evidentemente, menos real que la fotografía realista. Es, en cualquier caso, mucho más abstracta.

 

Recurramos ahora a otro pintor para abundar en esa capacidad de lo figurativo: «Siempre he pensado —afirma Juan Navarro Baldeweg— que la pintura tiene un desafío permanente y enriquecedor, que es la figuración. Tratar de representar algo por medio de la pintura es quizás una de las cosas más higiénicas para la propia pintura [...]. Creo que hay que entregarse a ver el mundo que nos rodea y preguntarse cómo sería uno capaz de aprehenderlo.

 

Las sensaciones de estar en el mundo provienen, en gran medida, de la voluptuosidad del mirar. Cuando te expresas en pintura, generalmente estás rehaciendo ese estado, y es tan abstracto como figurativo. Pero ayuda mucho el tratar de rehacer esa experiencia. Creo que es muy valioso mantener un vínculo permanente con lo figurativo.»

 

La aprehensión de su propia figura ha sido desde el inicio de los tiempos la gran tentación del ser humano. Y lo sigue siendo. La representación convencionalmente figurativa de aquello que llamamos realidad —que, por cierto, hace al menos un siglo que dejó de ser realista— no es más que una consecuencia de esto. Mientras haya un hombre habrá un impulso que lleve a representarlo. Mientras haya una pregunta por contestar habrá alguien que busque una respuesta. «No te cansas de pintar, porque no tienes que registrar lo que ya sabías, sino lo que has descubierto», escribió el crítico William Hazlitt en un breve ensayo de título fulgurante: «Sobre el placer de la pintura.» Evidentemente, a diferencia del siglo desde el que hablaba Hazlitt, el XIX, el siglo XX se han encargado de matizar ese placer con un ineludible sentimiento trágico que hace que la pintura, cuanto más realista parece, más inquietante resulta. Desde la metafísica italiana o el realismo mágico centroeuropeo, pero también más allá de ellos, toda figuración contemporánea es necesariamente extrañada, mágica en el sentido menos espectacular de la palabra, como lo son los relatos de Kafka, tocados por una mezcla de naturalidad, inquietud, estupor y angustia. Al otro lado del pasillo de la figuración de este fin de siglo aguardan misterios tan grandes como los que la aguardan al otro lado del mundo. «El último grado del saber consiste en reconocer que todo aquello que buscábamos había estado siempre delante de nosotros.» Son palabras de Leopardi en el Zibaldone.

 

Sirva la evocación de un narrador y un poeta para recordar, de nuevo, una idea de Nicolás Sánchez Dura en su introducción a Muelle de Levante. Para él, en aquellos pintores «había una voluntad narrativa, a la vez que una desinhibición valiente frente al todavía tabú de la literatura». Tal vez sea verdad que donde nace el peligro nace también lo que salva, pero uno no puede por menos que ver menos salvación que peligro en la recurrente asociación entre pintura figurativa y literatura. El riesgo principal de una actitud tan desinhibida, efectivamente, como bienintencionada consiste en reducir la pintura a iconografía, cuando no a ilustración —aunque sea de un texto inexistente—. Es el peligro de limitar la literatura a lo (a priori) literario (ya sean palabras o temas), que es algo parecido a limitar la pintura no a lo pictórico, sino a lo pintoresco. Es la coartada del contenido y de pensar que algunos objetos y temas son más pictóricos que otros, cuando la lección de este siglo, en todas las artes, es la disolución de las fronteras entre lo prosaico y lo poético, entre lo feo y lo bello. Y no conviene confundir belleza con amabilidad. No hay motivos malos, sino mal tratados, mal pintados.

 

Es, además, bien posible que lo narrativo, abandonando incluso su espacio natural, la novela, se haya instalado en el arte conceptual —el pasado invierno se exhibía en Barcelona una colectiva de fotógrafos y videoartistas titulada, no por casualidad, Narradores de historias—. En cualquier caso, es seguro que, como cualquier obra de arte, un cuadro no se condena por el tema, pero también es seguro que no se salva por él. De ahí los reparos a invocar sistemáticamente lo literario al hablar de cierta figuración. El tema no salva, salva, en todo caso, la vieja y obvia relación entre fondo y forma. O algo más que eso. Más que la pintura o el pintor, salva —por seguir empleando una palabra peligrosa— el pintar, el acto. Por supuesto, el resultado no sólo importa mucho, sino que además da cuenta de un proceso que es tanto mental como físico, técnico si se quiere.

 

«El largo o breve proceso de pintar un cuadro —escribe John Berger— es el proceso de construcción de esos momentos futuros en los que la pintura será contemplada.» Precisamente la relación entre la pintura y el tiempo es tal vez la que acota el campo de la pintura, aquello que sólo ella puede dar, aquello que todavía le queda por decir. Es, posiblemente, otra de las grandes diferencias entre la figuración de la pintura y la de la fotografía. No digamos ya entre la pintura contemplada directamente y fotografiada, que, paradójicamente, suele ser el medio más habitual de acceso a un cuadro, algo que en cierto modo explica la citada «salvación por los temas» y el recurso a la ironía, esto es, a la pintura como estrategia (conceptual).

 

Tal vez por todo lo dicho es posible que lo único que le queda a la pintura sea seguir siendo pintura. Más allá de la tautología fácil, en un tiempo saturado de imágenes, a la pintura contemporánea le queda por decir aquello que sólo ella puede decir, por mostrar aquello que sólo ella puede mostrar, aquello que sólo puede ser visto con-templando la pintura directamente, porque sólo entonces es posible enfrentarse a su relación con el tiempo y distinguir la destreza y la estrategia de la excelencia. Evidentemente, emplear términos como contemplación y excelencia, aunque sea despojándolos de todo trascendentalismo, supone, en los tiempos que corren, una especie de anacronismo premeditado a asumir. Lo que no cabe asumir es que sea nostálgico o exclusivista: compare precios.

 

¿En qué territorio se instala el arte, más allá de las circunstancias, si no entre la realidad y el deseo? ¿De qué se ocupa si no es de mediar entre lo intemporal y el tiempo? Claro que, como también apunta Berger, tal vez ya no haya nada entre lo que mediar ni, por lo tanto, nada que pintar. Justo en ese dilema es donde vuelve a surgir la ancestral, primitiva si se quiere, necesidad de las figuras. Y también ahí es donde se descubre la necesidad de que lo pintado sea absolutamente necesario, irrenunciable, en su qué y en su cómo.

 

Es posible, no obstante, que traducir anacrónico por atemporal sea interesado. En tiempos en que, como se dice, lo efímero se ha transformado casi en la única categoría del tiempo y los profetas se han convertido en periodistas, la pintura, como lenguaje estático, ha tenido que repensar su ser como lenguaje de la atemporalidad. Para Berger, tradicionalmente la pintura hablaba de lo efímero, de lo particular, de lo sensual, y su «mediación entre el reino de la atemporalidad y lo visible y tangible era más total, más intensa que la de cualquier otro arte. De ahí su función icónica y su poder especial». Y concluye: «Sin una coexistencia reconocida de lo efímero y lo atemporal, el arte pictórico no puede hacer nada de importancia. El arte conceptual es simplemente un comentario acerca de esto.»

 

En cualquier caso, puestos a definir, sería más fácil encontrar una definición para lo efímero que para lo atemporal, para lo fragmentario que para la totalidad. Sea como fuere, prescindir de toda invocación metafísica de escuela nos devuelve, una y otra vez, al espacio físico de la pintura, al lugar en el que se nos dicen cosas que sólo pueden ser dichas en ese y desde ese lugar, aquello que no se puede contar ni literaria ni fotográficamente, aquello que sólo, irremediablemente, puede ser pintado, el claro enigma que espera, todavía, a los que pasean, más o menos decepcionados —con razón muchas veces—, por las pinacotecas o por la enésima exposición de pintura, un secreto a la vista que ocupa las paredes de los hombres desde que habitan las cavernas, aquello que ha de ser con-templado, aquello ante lo que de nada sirven todas nuestras palabras.